Los pasos del objetivo resonaban por el callejón. Era tarde. Solo se oía el zumbido de los anuncios holográficos y la lluvia que empezaba a caer.
Yo temblaba detrás de un contenedor. El cuchillo en mi mano pesaba como una maldita espada. Mi estómago rugía. Y mi mente solo gritaba:
“No puedo hacerlo. No sé matar. No sé ni pelear.”
Pero no tenía otra opción. Sin papeles, sin identidad, sin dinero. Aquí, o trabajas... o desapareces.
Y me ofrecieron una paga por una cosa: matar al senador corrupto Almeríh Dross.
Un cerdo político, solo, saliendo de un bar ilegal.
Lo seguí. Me acerqué. Un paso más…
—¿Tienes un problema, mocoso? —dijo sin voltearse.
Mi corazón se detuvo.
Apreté el cuchillo. No pude moverme. Ni una palabra. Solo sudor.
El hombre se giró lentamente. Vi su rostro por primera vez: ojos vacíos, labios torcidos. Como si ya hubiera matado antes.
Y entonces… un rugido.
No mío. De motor.
Un camión fuera de control dobló la esquina. Rápido. Gritando metal contra metal. Ruedas resbalando sobre aceite.
Yo salté hacia atrás.
El político ni siquiera gritó. Fue aplastado como una marioneta sin cuerdas. Su cuerpo quedó incrustado en la pared, sangre como una firma grotesca.
El conductor salió ileso. Corrió. Nadie vio nada.
Y yo, temblando, estaba de pie... frente al cadáver, cubierto de su sangre.
Una cámara de vigilancia flotante giró hacia mí. Grabó todo justo cuando el viento sopló la tarjeta del hombre hasta mis pies.
La recogí.
“Trabajo cumplido”, dije por el comunicador, solo para no parecer un inútil.
—Eficiente. Frío. Me gusta. —respondieron al instante—. Te ganaste tu lugar.