Cerré de golpe la puerta de mi habitación, con la palma aún hormigueando por el impacto contra la mejilla de Seraphina. La mirada en sus ojos me perseguía—no era el miedo o dolor que esperaba, sino algo más. Algo que hizo que mi estómago se retorciera con una sensación desconocida.
Culpa.
—¡Mierda! —arrojé un jarrón cercano contra la pared. Se hizo añicos, los pedazos esparciéndose por el suelo como mi control.
La había golpeado. A pesar de todo, a pesar de todo mi odio y resentimiento hacia ella, nunca pensé que la golpearía físicamente. Mi padre nos había enseñado mejor que eso.
Dejándome caer en el borde de mi cama, enterré la cara entre mis manos. Mi lobo se paseaba inquieto dentro de mí, gimiendo angustiado. Había estado agitado desde el momento en que mi mano conectó con la mejilla de Seraphina. Incluso él lo desaprobaba.
«Se lo merecía», intenté convencerme. «Después de lo que me hizo. Después de cómo me humilló».
Pero la justificación sonaba hueca.