Irrumpí en la habitación de Ronan, mi cuerpo aún ardiendo por nuestro encuentro con Seraphina. Mi lobo rugía bajo mi piel, furioso porque la había dejado sola después de llevarla a tales alturas de placer. Su sabor aún persistía en mis labios, haciendo imposible pensar con claridad.
Orion cerró la puerta de golpe tras nosotros, su rostro una máscara de emociones conflictivas.
—¿Qué demonios fue eso? —exigió, paseando por el suelo como un animal enjaulado.
Ronan se dejó caer en un sillón, pellizcándose el puente de la nariz.
—Eso fue perder el control. Otra vez.
La tensión en la habitación era asfixiante. Ninguno de nosotros quería reconocer lo que acababa de suceder—con qué facilidad Seraphina nos había desenredado con nada más que su presencia.
—Mi lobo me empujó —dijo finalmente Orion, rompiendo el incómodo silencio—. No pude detenerlo.
Me burlé, pasándome una mano por el pelo.
—Claro. Échale la culpa a tu lobo.
Los ojos de Orion destellaron peligrosamente.