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El primer encuentro fue casual. El segundo, inevitable. El tercero, necesario.
Después de eso, comenzaron a reunirse en el mismo sitio: un rincón olvidado de los barrios bajos, detrás de una vieja torre oxidada cubierta de musgo y colgajos de tela vieja que ocultaban un cerezo. Era hermoso, era suyo. Un secreto silencioso.
Nozomi no lo decía en voz alta, pero lo esperaba. Contaba los minutos entre un encuentro y otro. Y cuando la energía demoníaca rugía en su interior, cuando el sello en su nuca comenzaba a arder como fuego vivo, él sabía qué hacer.
Caminaba hasta ese lugar.
Y ella siempre llegaba.
Al principio creía que solo era una forma de control. Una especie de tratamiento emocional para mantener a raya el caos en su interior. <
Pero no tardó en darse cuenta de que se mentía a sí mismo.
Cada encuentro, cuando ella se acercaba, cuando sus dedos rozaban su piel para limpiarle otra herida, cuando lo miraba con esos ojos cargados de todo lo que él no merecía...
La energía demoníaca callaba.
El sello se adormecía.
Y él... simplemente, respiraba.
Por primera vez, desde que llegó a este mundo, respiraba sin que su alma se partiera en dos.
Y entonces lo entendió.
No era la técnica.
No era la medicina.
No era un conjuro olvidado.
Era ella.
Su sola presencia era un bálsamo. Un escudo contra el caos que lo devoraba. No sabía por qué. Tal vez era su aura. O su sangre. O su simple existencia.
O tal vez...
Tal vez era lo que él no tenía.
Humanidad.
Pero la comprensión no trajo consuelo.
Trajo culpa.
Porque cada vez que ella lo ayudaba a estabilizarse, él sabía que volvería a hundirse. Volvería a usar esa energía maldita. Volvería a entregarse a la podredumbre, por más que le doliera, por más que le restara cada día un poco de sí mismo.
Y aún así, ella seguía ahí.
Aun cuando no conocía su historia.
Aun cuando no sabía su verdadero nombre.
Una noche, después de uno de sus delirios más intensos, cuando su cuerpo estaba empapado en sudor y su voz era un gruñido apenas humano, ella no dudó.
Se arrodilló a su lado. Lo rodeó con los brazos.
No como a un monstruo.
No como a un héroe.
Sino como a alguien que necesitaba que alguien lo salvara.
Él no correspondió. No al principio.
Pero no la apartó.
Y con eso, bastaba.
—Gracias... por no tener miedo de mí —susurró, con los ojos cerrados.
—Y tú... gracias por no haber dejado de correr —respondió ella.
Ese fue el comienzo.
El de una historia incómoda.
Rota.
Cicatrizada.
Pero dulce.
Muy dulce.
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Pero en ella también crecía algo.
Primero fue solo preocupación.
Luego, interés.
Luego, una pregunta que empezaba a doler: <<¿Y si estoy empezando a sentir algo por él?>>
Al principio lo veía solo como un extraño herido. Uno más. Uno que necesitaba ayuda, como tantos otros.
Pero esa idea se fue desgastando con el tiempo.
Porque él no era uno más.
Él cargaba un silencio diferente, más denso. Caminaba como si siempre hubiera estado huyendo. Y cuando hablaba, si es que lo hacía, sus palabras dolían. No porque fueran duras… sino porque eran sinceras.
Ella comenzó a notarlo todo: la forma en que sus manos temblaban después de usar el poder, las grietas en su voz, los silencios prolongados que ocultaban más de lo que decían.
Y con cada herida que limpiaba, con cada noche que lo encontraba medio destruido en aquel rincón, ella se acercaba más a la verdad: estaba preocupada por él. De verdad. Más de lo que quería admitir.
Una noche se sorprendió mirándolo de reojo cuando él dormía, respirando con dificultad, las venas oscuras extendiéndose por su cuello.
Sintió miedo.
No de él.
Sino de sí misma.
<<¿Y si esto es más que compasión?>>
<<¿Y si ya no se trata de ayudar a un herido... sino de estar cerca de él, aunque no lo necesite?>>
Y luego, la culpa.
Porque ella no sabía si estaba ayudándolo a vivir... o si solo estaba aplazando su caída.
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—¿Te duele mucho hoy? —preguntó ella una noche, cuando Nozomi llegó tambaleante al punto de encuentro.
Él solo asintió. No había fuerzas para palabras.
Ella le tomó el rostro con ambas manos, limpiándole la frente con el borde de su vestido.
—¿Y si algún día no vengo?
Nozomi abrió los ojos.
—No quiero pensar en eso.
—Pues piénsalo. Necesitas una salida.
—No la tengo —susurró—. Tú eres la única salida que tengo.
Y aunque eso le arrancó un nudo en la garganta, también le dio miedo.
Porque, sin quererlo, sin planearlo… la estaba necesitando.
Y cada vez que su presencia lo salvaba del abismo, Nozomi sentía que se hundía más en otro: el de sus propios sentimientos.
Pero ella también temblaba.
Y no era por miedo al poder demoníaco, ni por las heridas, ni por lo que él era.
Sino porque empezaba a entender que en medio de todo ese caos, ese chico que se negaba a morir se estaba convirtiendo en alguien irremplazable.
Y lo peor...
Era que tal vez, solo tal vez, ella también se estaba enamorando.
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Tiempo después...
Bajo el mismo árbol
El rincón seguía siendo el mismo. La torre oxidada. Los hilos de tela meciéndose como fantasmas cansados. Pero esta vez, los pasos de Nozomi lo llevaron más allá, colina arriba, hasta un árbol de cerezo que florecía con terquedad. No especial. No mágico. Solo resistente.
Como ellos.
Se sentó antes de que ella llegara. No miraba el paisaje, ni los pétalos, ni el cielo. Solo dejaba que el peso del mundo descansara un poco sobre sus hombros rotos.
Pero ese en particular —en el rincón callado de una colina olvidada, con la hierba vencida por el viento— era su lugar. El único que le pertenecía a ambos.
Nozomi se sentaba antes de que llegara. Miraba las ramas con la expresión de calma
Pero no estaba solo.
Ella llegaba siempre en silencio, como si respetara un duelo que no conocía. Se arrodillaba sin preguntar, y sacaba los vendajes, el ungüento, el pan mal cortado. Su ritual de cada encuentro.
—¿Otra vez sangraste aquí? —dijo ella, con suavidad, pasando el trapo por su costado.
—Al parecer, no sé caer con elegancia.
Ella rió apenas. Pero no soltó la venda.
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—¿Sabes que esto es absurdo, verdad? —murmuró él.
—¿Y desde cuándo eso nos ha detenido?
Él la miró por primera vez esa tarde.
No con dolor. Ni con desprecio. Sino con esa mezcla de cansancio y alivio que solo ella conseguía despertar.
El viento agitó las ramas, y un pétalo bajó en espiral.
Sin decir palabra, Nozomi se inclinó, lo atrapó entre los dedos, y se lo colocó detrás de la oreja.
No como adorno.
Como algo más.
—¿Qué fue eso? —preguntó ella, bajando la mirada, el rubor apenas contenido.
—Un capricho —mintió él.
Pero el silencio entre ambos se volvió distinto. Cálido. Expectante.
Entonces sucedió.
Él se inclinó, sin pensarlo demasiado. Sin armas. Sin barreras.
Y ella... no retrocedió.
Sus labios se encontraron bajo la lluvia de pétalos, y en ese momento, el mundo no importó.
No hubo tensión.
Solo calma.
Una tregua que ninguno pidió, pero que ambos necesitaban.
Cuando se separaron, Nozomi apoyó su frente contra la de ella. Cerró los ojos.
—Nunca... pensé que me dejaría respirar así.
—Tú solo necesitabas que alguien se quedara, incluso cuando ardes.
Y ella lo hacía.
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Al día siguiente, volvió con un paquete pequeño entre las manos.
—Toma —le dijo, sentándose a su lado bajo el mismo cerezo.
Nozomi lo miró con extrañeza, pero lo aceptó.
Desenvolvió la tela.
Era un medallón, tallado en madera blanca, envuelto en hilo rojo. Rústico, pero preciso. Dentro, detrás de un pequeño cristal, estaba el pétalo que él mismo le había colocado detrás de la oreja. Solo que ahora... estaba vivo.
—No quería que muriera —dijo ella—. Usé un sello de conservación. No durará para siempre. Pero sí lo suficiente... para recordarlo.
Él apretó la mandíbula.
—¿Por qué haces esto?
—Porque aunque tú quieras olvidarte de ti mismo, yo no quiero hacerlo.
Nozomi no respondió. Se colocó el medallón con cuidado, como si cargarlo doliera.
Pero no lo soltó.
Escena del tejado (final del capítulo)
Esa noche, subió al tejado más alto de la ciudad.
Las tres lunas aún no estaban alineadas. Pero ya se acercaban.
La azul, gélida como una promesa rota.
La plateada, constante y lejana.
Y la roja, intensa y violenta.
Cuando esas lunas se alinearan, se abrirían las Puertas de Obsidiana que están en la Cueva de la Noche Eterna, en la Tierra de los Demonios. Ese era el sitio exacto —no una leyenda, sino parte real del relato— donde Selaris obtuvo su segundo despertar en la novela.
Ahí, en ese lugar, el Catalizador de Sangre Reversada podía darle no solo un despertar como el del protagonista, sino un segundo sello, y más aún: acelerar su patético potencial hasta convertirlo en algo real.
Todo estaba listo. La llave al mausoleo del patriarca. El contacto para los Órganos de Translimitación.
Y sin embargo...
Sostenía el medallón entre los dedos, alineándolo con las lunas.
El hilo rojo se tensaba con el viento.
—Se suponía que esto era por mí.
No por justicia. No por redención.
Por él. Solo él.
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—Pero ahora estoy enamorado… ¿y si todo sale mal?
Porque lo haría.
Y por primera vez, Nozomi no sabía si estaba dispuesto a seguir... sin ella.
Y sin embargo, lo sabía:
Tendría que avanzar. Seguir.
Porque el mundo no le daría nada.
Y porque él… le iba a quitar todo.
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