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Al día siguiente, Sheri dejó escapar un largo gemido mientras se retorcía en la cama. El brillante rayo de sol que atravesaba las cortinas le dio en la cara, obligándola a entrecerrar los ojos. Lentamente, sus ojos se abrieron, solo empeorando el martilleo en su cabeza.
—¿Qué demonios... dónde estoy? —gimió, aferrándose al borde de su edredón.
Mirando alrededor, el espacio le resultaba familiar, porque lo era. Estaba en su propia habitación.
—¿Cómo llegué aquí? No puedo... no puedo recordar nada de anoche.
Fragmentos comenzaron a resurgir. El evento de recaudación de fondos... la bebida... las lágrimas rodando por sus mejillas. Y luego, Max. Sus ojos se abrieron cuando el último recuerdo encajó en su lugar.
Inmediatamente, tiró de las sábanas sobre su cabeza y se acurrucó en una bola apretada.
«No, no, no... lloré frente a Max», pensó, mortificada. «¡Y lloré tanto! Me apoyé en él. ¿Qué me pasaba ayer?!»