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Al día siguiente en la escuela, Max estaba sentado en silencio en su pupitre, con la mirada dirigida hacia los dos asientos vacíos en el aula.
Uno de ellos estaba justo a su lado, el antiguo pupitre de Sam. No dejaba que nadie se sentara allí. Ni estudiantes transferidos, ni nadie. Ese asiento pertenecía a Sam. Permanecía vacío como un recordatorio. De errores. De cosas que Max no podía deshacer.
Y ahora, en el lado opuesto del aula, cerca de la ventana que daba al pasillo, había otro asiento vacío.
El de Joe.
«Me enteré de toda la historia por todos en el gimnasio —pensó Max—, y también por Steven. Pero todavía no sé quién fue el que irrumpió ese día. Por lo que dijeron... parecía que me estaban buscando a mí».
Después de escuchar lo sucedido, Max no había dudado. Le dijo a Steven que no se preocupara por ninguna de las facturas del hospital. Él cubriría todo, tanto para Joe como para los otros estudiantes que resultaron heridos.