Un gran mesón volteado, instrumentos de navegación y otros muebles destruidos llenaban el espacio. Peces pequeños de múltiples colores y diminutos cangrejos se movían entre los escombros. Theo buscaba un baúl y, con los pulmones a medio llenar, quería actuar con rapidez y precisión. Continuó removiendo lentamente los restos en puntos estratégicos, pero sin éxito. Cambió de dirección y avanzó hacia el fondo de la silenciosa habitación, donde encontró vidrios rotos, aparejos y adornos metálicos.
Entre ellos, al mover más escombros, resonó un sonido metálico familiar: el choque tosco de placas de hierro contra los bordes reforzados de un cofre que, pese a su tamaño, cabía fácilmente entre sus brazos. No esperaba un gran botín, pero el tiempo apremiaba. El oxígeno escaseaba, y no podía perder más segundos evaluando su hallazgo. Ató la cuerda firmemente al cofre y comenzó a ascender.
Por la emoción, casi pierde el aire, ese elemento vital para alcanzar la superficie. Apenas lo logró. El sol calentaba su rostro mientras expulsaba respiraciones entrecortadas y casi agónicas. Tras varios segundos, recuperó una respiración agitada, pero estable, con el cofre atado a la cuerda y un trozo de hierro en su cinturón, probable causa del esfuerzo adicional para salir.
Ahora venía la parte más agotadora: confiar en la flotabilidad de su saco de cuero y usarlo como ancla para jalar el botín mientras regresaba a la orilla. No sería tarea sencilla, pero tenía varias horas para cumplir su cometido: tirar, retraer la cuerda y nadar de vuelta a la costa.
El sol ya se acercaba al horizonte cuando Theo llegó a la orilla. Eligió un punto entre la arena y las rocas, se aseguró de que no hubiera nadie cerca y, dejando de lado su flotador, comenzó a jalar la cuerda con cuidado, evitando enterrar o golpear el cofre. Poco a poco lo fue acercando hasta que, por fin, lo vio sobresalir por encima de las pequeñas olas, prueba viva de su esfuerzo y determinación.
Jaló con dificultad el botín lejos de la arena, separándolo de la cuerda que sujetaba firmemente el tesoro. Impulsado por la emoción, comenzó a golpear la cerradura con la placa de hierro que acababa de obtener. Mientras tanto, el cofre, húmedo y cubierto de algas, se agitaba violentamente. Tras una serie de golpes metálicos, la chapa cedió, desatando en él un torrente de emociones y expectativas que esperaba cumplir con determinación.
Después de todo, ese botín era su esperanza para darle una mejor vida a su madre y alcanzar lo que siempre le había parecido tan lejano: convertirse en marinero o mercenario, surcar los mares, llenar de comodidades su hogar, comer con frecuencia y saciar su sed de curiosidad, exploración y aventura. Demostrar su fuerza y valentía para, finalmente, llenar su espíritu como siempre soñó.
Por un momento titubeó, dudando de la realidad que tenía frente a sí. Era poco probable que un barco así guardara un tesoro; tal vez ya había sido saqueado por otros marineros. Sin embargo, con la rapidez de quien quiere salir pronto de una encrucijada, Theo abrió el cofre enérgicamente, haciendo ceder las bisagras desgastadas. Lo que apareció no era una simple riqueza…
Decenas de pequeñas monedas brillaban junto a un par de cadenas adornadas con finas piedras preciosas y un pequeño reloj… no, una brújula sellada. También había papeles imposibles de descifrar, prueba de lo bien cerrado que había estado el cofre y los muchos años que habían pasado desde entonces. No era en vano.
Pero para sorpresa de Theo, eso no era todo. Aunque la cantidad de objetos era modesta, algo llamó su atención: una pequeña botella, similar a un frasco de perfume, un objeto extraño en sí mismo. El líquido en su interior era de un azul marino profundo, con destellos que brillaban al balancearse. Su consistencia densa invitaba a destaparla.
Al abrirla, el joven percibió un aroma cautivador, pero no como esperaba. Era tenue, vibrante, incluso un poco ácido, aunque no parecía peligroso. Tentado por la curiosidad, decidió probar un sorbo. El sabor le recordó a una comida preparada por su madre. Con un gesto vacío, vació los pocos mililitros que quedaban en el frasco.
Quizás esa era la trampa, pensó más tarde. Demasiado tarde, tal vez. Un fuerte dolor de cabeza le nubló la vista. Sus venas se retorcían como serpientes, pulsando grotescamente sobre su delgado cuerpo, mientras su corazón se revolvía en su pecho. El veneno ingerido no era más que el inicio de su desgracia. Exhausto, y con ambas manos apretando su pecho, se desplomó en el cálido suelo. Aún estaba consciente, aunque no por mucho tiempo.
Un constante frío en sus piernas lo despertó. La luna ya estaba alta en el cielo y el aire fresco disipaba su pesadez mental. Theo agradeció estar vivo, pese a lo que parecía un final inevitable.
Su cabeza le pesaba terriblemente, como si hubiera bebido más de la cuenta. La visión se le nublaba y, entre parpadeos, todo se duplicaba. Miraba sus manos sin sentirlas, como si fueran el eco de un recuerdo lejano. Todo su cuerpo le resultaba ajeno. Pese a que intentaba con todas sus fuerzas recuperar el control, no lo lograba de inmediato.
Fueron minutos que parecieron detener el tiempo.
Theo cerró los ojos y se sentó, cubriéndose como pudo. El grueso abrigo ayudaba a calentar su cuerpo helado. Tiritaba intensamente cada vez que el viento se arremolinaba bajo sus pies.
Se inclinó, quedando en cuclillas, con los ojos cerrados. Solo necesitaba descansar un poco más. Permanecía consciente de su estado físico, intentando estabilizarse para volver pronto a casa. Su corazón comenzó a calmarse, y sus respiraciones, profundas al principio, se volvieron más suaves y constantes. Se concentró en distribuir el oxígeno por todo su cuerpo, y al cabo de unos minutos, el color regresó a su rostro.
Abrió los ojos. Ya veía mejor; borroso, sí, pero aceptable. Brazos y piernas respondían a sus órdenes, aunque se detuvo un instante más para evaluar su condición con cautela.