El mundo no era más que dolor y luz dorada. Había perdido la cuenta en algún momento después del tricentésimo temple corporal. Mi conciencia iba y venía, como un pequeño bote en mares violentos.
—Cuatrocientos setenta y uno —la voz ronca de Eamon me alcanzó a través de la neblina.
Cada reconstrucción me desgarraba y me reformaba más fuerte que antes. Mi piel se abría solo para sanar instantáneamente, mis huesos se destrozaban y se fusionaban de nuevo con densidad creciente. El jardín a mi alrededor pulsaba con energía desplazada, las plantas se doblaban como si se encogieran ante una tormenta.
—Quinientos... —la voz de Eamon se quebró con incredulidad.
No podía responder. El habla, el pensamiento, la existencia misma se había destilado en un solo propósito: resistencia.
—Quinientos treinta...