Capitulo 1

La bóveda celeste del Atrio del Silencio Estelar se cerró sobre sí misma, como si el cosmos contuviera el aliento. Las constelaciones se apagaron, una a una, con el mismo cuidado don el que se extinguen las velas de un santuario antiguo, hasta que solo un círculo de luz quedo sus pendido en el firmamento central del Atrio. En ese foco de eternidad se encontraba flotando Alphard.

Sus muñecas, aunque libres de cadenas físicas, estaban marcadas por restos de flotantes de cadenas rojas, fragmentos incorpóreos de un antiguo pacto quebrado. Las runas de juicio aun ardían con fulgor tenue, como si recordaran la culpa que el cosmos esperaba encontrar. Pero Alphard no se resistía. Su cuerpo estaba sereno. Su espíritu, contenido. Su mirada no era la de un culpable...si no la alguien cansado de ser culpado.

A su alrededor, en forma de un semicírculo elevado y severo, se alzaban los Cinco Tronos Estelares, ocupados por figuras que no necesitaban alzar la voz para imponer presencia.

Rigel Valenor, "La Llama Azul de Orión", observaba con los brazos cruzados, su mirada ardía como una estrella recién nacida. No lo dijo, pero se notaba su postura: deseaba una condena.

Schedar Elyssara, "La Corona del Trono Eterno", sostenía un cetro de luz antigua, símbolo de juicio en tiempos olvidados. Su voz seria la que dictaría el procedimiento.

Sirius Daen-Thalos, "El Guardian del Fulgor Inquebrantable", no se movía. Parecía esculpido en luz viva.

Polaris, "La estrella Inmóvil del Norte", no decía palabra. Solo observaba. Su presencia era tan firme que el tiempo temblaba a su alrededor.

Alioth, "La Luz del Carro Celeste", su mirada mostraba preocupación y miedo.

Pero el silencio no era solo de los jueces.

Desde los balcones de luz viva, que cobraban la cúpula del Atrio, se alineaban todas las estrellas convocadas: antiguas, nuevas, olvidadas y veneradas. Cada una, envuelta en la forma que el firmamento les otorgaba -algunos humanoides, otras solo fragmentos de llama, vapor de plata o susurros de energía consciente-. Estaban allí no como jurado, ni como salvadores. Eran testigos de la caída.

Y ninguno hablaba.

Porque en el Atrio, solo la verdad desnuda tiene voz.

Alioth. Desde su asiento, lo busco con los ojos; a Alphard.

El la miraba.

No como lo hacia de antaño, con la familiaridad de quien a compartido siglos de batallas y silencios, si no con urgencia...y algo más. Un rastro de súplica. Como si por un segundo, quisiera que ella hablara. Que lo salvara. Que rompiera la distancia que las acusaciones han construido.

Pero cuando sus ojos finalmente se encontraron, Alphard fue el primero en desviar la mirada. Lo hizo con tal calma, con tal decisión, que el mensaje fue claro; No lo hagas. No esta vez.

Alioth apretó los labios. Podía sentir como los susurros de las demás estrellas la rozaban como viento entre cristales, esperando su reacción. Pero no dijo nada. Y esa nada fue un eco que solio más que mil palabras.

—Alphard, Eco del Errante, —Declaro Schedar, rompiendo el silencio como un martillo contra cristal—, has sido traído ante este circulo no solo por tu invocación no registrada, sino por el fin trágico de tu invocadora. ¿Cómo te declaras ante el Consejo de la Luz?

Alphard alzo la cabeza. Toda la asamblea lo miraba, desde lo mas alto de Orión hasta las formas serpenteantes de Hydra.

—Incompleto —respondió.

Un murmullo cruzo el circulo. La palabra no era una defensa, ni una confesión. Era otra cosa. Una grieta en la verdad que aún no había sido mostrada.

Schedar entrecerró los ojos.

—Explícate, Estrella Errante.

Pero Alphard guardo silencio.

Ante el silencio, Schedar, alzo su voz. Era una voz serena, como un canto antiguo que resonaba entre las estrellas.

—Antes de dar paso a las declaraciones de los miembros del Alto Conclave Estelar... -dijo, con un tono suave pero firme- se debe aclarar un punto.

Sus ojos, brillantes como gemas olvidadas se posaron sobre Alioth.

—Alioth, Luz del Carro Celeste. ¿Comparecerás hoy como miembro del consejo de la Osa Mayor... o como defensa de Alphard

Un silencio se extenso entre las estrellas, tan denso que ni el tiempo pareció avanzar.

Alioth permaneció inmóvil. Su mirada tenue pero profunda, se deslizo hacia Alphard. Él, encadenado, pero aun erguido, no la miraba al principio. Solo cuando sintió su atención sobre él, alzo el rostro.

Y entonces lo hizo.

La vio.

Pero en sus ojos no había suplica, ni siquiera esperanza. Solo cansancio. Un fuego debilitado que prefería extinguirse antes que pedir ayuda. Su mirada no la invitaba. La rechazaba.

Alioth por un instante pareció romperse.

Pero bajo los ojos y respondió con voz baja.

—Compareceré como miembro del consejo.

Schedar asintió en silencio, con una sombra de pesar cruzando su rostro.

—Que así quede registrado en la luz.

Un murmullo sutil, como viento entre galaxias, comenzó a crecer dentro las estrellas. Las constelaciones y estrellas, normalmente inmutables, fluctuaban con destellos irregulares. Algunas hablaban y susurros de luz, otras intercambiaban pensamientos a través de hilos de energía apenas perceptibles.

"¿Entonces mato a su invocadora sin piedad alguna?, ¿Fue traicionado?, ¿Alguna otra estrella caerá?, ¿Realmente odiaba a los humanos...hasta el punto de matarlos? ¿Cómo puede haber uno de nosotros así?"

Murmullos y rumores comenzaron a correr, la sala comenzaba a desbordarse. Schedar ante aquello hablo.

—Silencio —su voz era tranquila, pero era lo suficiente para calmar todo el lugar.

El silencio permanecía eterno, hasta que Schedar dio una señal con su mano alzada para darle la palabra a Rigel, el juicio había comenzado.

Un paso resonó en el vacío celeste. Era seco, firme, casi marcial.

Rigel Valenor, "La Llama Azul de Orión", se adelante desde el lado occidental del circulo estelar. Su figura estaba envuelta en un fulgor azul intenso, como si cada hebra de su ser estuviera forjada en un fuego estelar contenido. Bajo su mirada hacia Alphard, y por un momento, todo el tribunal pareció sostener el aliento.

—Conozco a Alphard desde antes que su nombre se susurrara entre los humanos. Cuando aun era apenas una chispa errante. Ya entonces era imprudente, impulsivo...indomable.

Sus palabras eran duras, pero no frías. Había en ellos un dejo de verdad antigua y amarga.

—No niego su nobleza, ni que si luz haya salvado a mas de un mundo. Pero tampoco olvido cuantas veces a ignorado las leyes celestes. ¿Cuántas invocaciones ha roto? ¿Cuántos guardianes hemos tenido que contenerlo?...¿Cuál fue la verdadera razón para abandonar el consejo?

Algunos murmullos se alzaron entre las estrellas.

—Esta no es la primera vez que el Errante desciende sin orden. No es la primera vez que su fuego amenaza con quemar mas de lo que pretende salvar. Pero si es la primera vez... que un humano muere a su lado. Y eso mis hermanos, no puede ser ignorado.

Rigel dio un paso atrás. Su juicio había sido claro; no había odio en su voz, pero tampoco defensa.

Alphard no reacciono. Seguía inmóvil, mirando al horizonte vacío, como si las palabras de Rigel solo fueran ecos conocidos.

Schedar asintió, y la luz sobre Rigel menguo.

—Queda asentada la declaración del Guardian de Orión. Ahora llamamos a... Sirius Daen-Thalos.

Una luz blanca, abrasadora y serena a la vez, se alzó en el círculo. Sirius caminó sin prisa, su capa parecía ondear con los vientos de otra dimensión, y a su lado lo seguía la silueta espectral de un lobo solar.

Se detuvo frente al juicio y alzó la mirada hacia las incontables estrellas que observaban.

—Soy Sirius Daen-Thalos. Mi deber no es juzgar a la luz, sino proteger el equilibrio entre cielo y tierra... y advertir cuando este se fractura.

Su voz era grave, envolvente. Cada palabra parecía pesar siglos.

—Yo fui el primero en descender cuando una estrella cayó del cielo. Fui el primero en ver lo que pasa cuando olvidamos lo que somos... y dejamos que el corazón decida sobre el pacto. —Volteó hacia Alphard.— Vi el fuego con el que caminaste entre los hombres. Pero no pude ver la forma en que la mirabas. ¿Qué era, en realidad? ¿Superioridad? ¿Lástima? ¿Amor? ¿O... tal vez rencor?

Un murmullo recorrió a los presentes, como una corriente invisible de tensión.

—¿De verdad desprecias tanto a los humanos?

Sirius guardó silencio durante unos segundos. Alphard alzó la mirada; no había odio, ni rencor en sus ojos. Esa expresión puso por un segundo en duda las palabras de Sirius, pero él no retrocedió.

—No puedo afirmar que la mataste con intención. Pero sí puedo decir que tu presencia... selló su destino.

Bajó la mirada, como si luchara contra sí mismo. No quería retractarse.

—Y eso... te hace responsable.

Dio un paso atrás, sin más palabras. La luz que lo rodeaba se disipó con un susurro de fuego contenido.

Schedar asintió, su corona brillando más fuerte por un instante.

—Que hable ahora Polaris...

El aire pareció detenerse. No fue un paso lo que lo anunció, ni un destello. Fue un silencio tan denso que incluso las estrellas se inmovilizaron.

Polaris descendió.

No caminó. No flotó. Simplemente estuvo ahí, como si siempre hubiese formado parte del lugar y solo ahora lo notaban. Sus ojos no eran ojos, sino reflejos de un cielo sin tiempo. Su presencia no era luz ni sombra, era orden.

Se colocó en el centro del círculo. Nadie osó hablar.

—Soy Polaris —dijo, y su voz no retumbó, sino que se imprimió en cada pensamiento—. Ancla del cielo. Guardián de los pactos mayores. Último juicio de las estrellas.

Miró a Alphard.

—No todos recuerdan lo que Alphard fue. Ni siquiera él.

Las estrellas menores se agitaron ante aquella revelación.

—Cabe recordar que Alphard era una estrella viva, la más brillante, con la constelación más extensa... y solitaria al inicio. —Miró a su antiguo amigo con nostalgia antes de continuar—. Incluso fue parte del Consejo de las Siete Estrellas, pero abandonó su lugar. Sin embargo, su juicio no comienza aquí. Ni con esta invocación.

Un murmullo se alzó entre las estrellas menores, apagado al instante. Polaris prosiguió, sin emociones.

—En los registros prohibidos del firmamento yace un nombre ya borrado, una voz que alguna vez fue escuchada por él: su primer invocador. —Pausa— Aquel también murió... frente a los ojos del Errante. No por su mano, sino por la de los hombres.

El aire se volvió denso. Solo el crujido del cosmos resonaba entre las columnas de luz.

—Desde entonces, Alphard se negó a responder cualquier llamado. Vagó por los bordes del cielo. Rehuyó la Tierra.

Hasta que ella lo nombró. —Gira lentamente la mirada, observando al acusado— ¿Fue un acto de amor... o de obstinación? ¿Una segunda oportunidad... o una cicatriz que nunca cerró?

Y entonces, sin levantar la voz, deja caer la frase final.

—La historia se repite. Y algunos no creen en coincidencias.

Se giró lentamente hacia los presentes.

Las palabras de Polaris se deshicieron en el aire como hielo al fuego. Todos esperaban el silencio habitual de Alphard, su forma de desentenderse, de caminar al margen incluso en su juicio. Pero esta vez... fue distinto.

El Errante alzó la mirada. Y sus ojos, que siempre parecían apagados, arderían como un astro maldito.

—¡¿Y qué habría hecho tú, Polaris?! —Su voz quebró el silencio como un relámpago sin trueno.— ¡Tú, que jamás descendiste cuando el cielo ardía! ¡Tú, que vigilas pactos, pero no salvas vidas!

Las estrellas menores titilaron con nerviosismo. Algunas bajaron el brillo. Un aura oscura, no maligna, sino herida, se alzó alrededor de Alphard como una llamarada contenida.

—Mi primer invocador murió pidiéndome que no odiara. Y aun así... me llaman monstruo. ¡Porque sigo caminando cuando otros prefieren olvidar!

Una estrella, hasta ahora muda, brilló con un fulgor dorado y profundo. Desde las filas de la constelación de Hydra, una figura femenina emergió. Su luz era sinuosa, como el reflejo del agua en la noche. Su voz, suave, pero firme como las raíces del mundo.

Ghamyra Vel-Hydriss se incorporó desde su lugar en la penumbra del círculo. Su presencia no necesitaba adornos; con una túnica de aguas oscuras y ojos que no reflejaban luz, sino profundidad, cada gesto suyo parecía arrastrar siglos de sabiduría.

—Basta —dijo, con voz líquida, que parecía surgir desde una grieta en el tiempo.

El silencio fue inmediato, respetuoso...o quizás temeroso.

—Se habla del pasado de Alphard como si fuera una piedra tallada. Como si la historia pudiera leerse sin haber sentido el peso de sus días. Polaris —giró hacia él con lentitud serpentina— , tus palabras son firmes como el hielo del norte... pero incluso el hielo puede romperse cuando desconoce la corriente que lo envuelve.

Se volvió hacia el resto de las estrellas. Su voz seguía siendo baja, pero ahora era firme.

—Nadie aquí sabe lo que realmente ocurrió allá abajo. Y menos aún, cuando la Sala de Invocación quedó destruida tras su partida reciente. Todos juran que fue rencor... o tal vez una venganza hacia la humanidad por haberlo hecho caer. Solo hablan sin pruebas. Y los únicos testigos... son tratados como prisioneros.

Miró hacia una esquina, donde se encontraba Matusalén, la estrella más vieja de todo el cosmos, encadenada igual que Alphard. Luego posó su mirada en los dos humanos encerrados en una burbuja de polvo cósmico. Ambos observaban con miedo... pero no por la presencia de los seres celestiales, ni por estar en su reino.

Temían por su amigo. Por lo que le esperaba.

—Ninguno de ustedes caminó sobre la Tierra mientras la poca esperanza en la humanidad se desvanecía lentamente. Ninguno sostuvo a un invocador... a un niño... mientras la humanidad observaba. No con compasión, sino con deseo y poder. Creando más miedo en él que la misma humanidad que lo invocó. —Elevó la voz apenas un poco, suficiente para que retumbara como eco en los anillos de luz que los rodeaban.— ¿Y aun así... nos atrevemos a juzgar desde la distancia?

Se detuvo un instante, su mirada flotando hacia Alphard.

—No justifico sus actos. Pero exijo que no lo condenen por heridas que nunca sanaron. El juicio no es solo por lo que ocurrió esta vez... sino por siglos de soledad y fuego contenido.

Y con eso, se sentó, dejando tras de sí un murmullo silencioso en el aire, como si incluso el universo necesitara un momento para procesar sus palabras.

El silencio que dejó Ghamyra no duró mucho.

Un paso firme y seco quebró la calma como un trueno contenido. Rigel Valenor, "La Llama Azul de Orión", avanzó con la fuerza de una sentencia inevitable. Su figura se recortaba imponente bajo el fulgor del juicio, y su voz emergió sin adornos, con una gravedad que no pedía eco, solo atención.

—Hablas con belleza, Ghamyra. Como una corriente que susurra... antes de arrastrar.

Se detuvo, sin alejarse de ella. Su mirada era un filo helado, y su tono no contenía furia, sino algo más peligroso: certeza.

—Pero recuerda algo; tú también puedes caer. Como cualquier otra. Y cuando lo hagas, no habrá constelación ni antiguo eco que te salve.

Sus palabras atravesaron el espacio como un veneno preciso.

—Hydra se arrastra entre sombras, adorando su sabiduría como si el veneno no pudiera infectar el alma. Pero lo que tú llamas equilibrio, yo lo llamo negación. Y lo que defiendes... es la grieta por donde se pudre el cielo.

Alzó la voz, proyectándola hacia todas las estrellas presentes.

—¿De verdad van a seguir pretendiendo que Alphard no es una amenaza? ¿Cuántos más deben caer? ¿Cuántas lunas deben quebrarse? El problema no es solo Alphard. El problema es que Hydra lo acepta. Lo sigue. Lo obedece.

Miro de reojo hacia el sector donde se agrupaban las estrellas de la constelación serpiente, y su voz se volvió un filo que apuntó directo a todas ellas.

—Cada una de ellas es una chispa a punto de encenderse. Y si siguen su ejemplo, caerán con él. Y juro por la llama de Orión que si eso ocurre, no habrá juicio, solo fuego.

Dirigió su atención hacia las estrellas agrupadas bajo el estandarte de la serpiente.

—Hydra nunca debió existir.

Ese golpe no fue simbólico. Fue un estallido mudo. Las estrellas de la constelación de Hydra alzaron la vista como una marea que deja de fluir. No dijeron nada, pero sus ojos ardían. Uno de ellos apretó los puños. Otro desvió la mirada hacia Alphard con una mezcla de rabia contenida y lealtad imposible de quebrar. Un murmullo ahogado cruzó la sala, pero nadie habló.

Rigel no se detuvo.

—Hydra nació del miedo. Del aislamiento. De una idea disfrazada de sabiduría. Pero no es equilibrio lo que representan. Es el veneno que duerme esperando derramarse.

Caminó un paso atrás, clavando la última mirada en Alphard, como si el juicio ya estuviera sellado en su mente.

—Y si continúan siguiéndolo, caerán con él. Uno a uno. Como una constelación que nunca debió mirar al cielo.

El silencio fue más profundo que un grito.

Y sin embargo, las estrellas de Hydra no respondieron. Solo guardaron la furia como quien guarda un arma.

En medio de ese silencio cargado, todos los ojos recayeron, inevitablemente, en Alphard.

Había permanecido inmóvil, como si el juicio fuera un eco distante. Pero tras las palabras de Rigel, algo en él cambió.

Una sonrisa apenas visible se dibujó en su rostro. No de alegría. Sino de burla. Como si las palabras de Rigel fueran un cuento repetido que ya no tenía poder sobre él.

No dijo nada.

Solo se rió.

Primero fue apenas un suspiro entre dientes, luego un eco breve que resonó en el centro de la sala. No fue una carcajada, sino esa risa baja y quebrada que emana de alguien que ya ha perdido demasiado como para fingir respeto.

Una estrella entre la multitud —nadie supo exactamente quién— alzó la voz desde el fondo:

—¿Y te arrepientes, Alphard? ¿De todo? ¿De haberla matado?

El silencio cayó de golpe. Hasta las constelaciones más jóvenes contuvieron el aliento.

Alphard no respondió de inmediato. Su risa se desvaneció como una brasa apagándose. Cerró los ojos por un momento... como si en su mente pasaran imágenes que nadie más podía ver.

Luego, los abrió. Su mirada era pura noche. Sin temblor. Sin máscara. Y nuevamente su sonrisa apareció nuevamente, pero está vez, era diferente.

—No —respondió, con una voz clara, sin rastro de rencor—. No me arrepiento de nada.

La frase cayó como una sentencia.

Y entonces, comenzaron los murmullos.

Las estrellas más jóvenes se giraban unas a otras con incredulidad. Algunas figuras entre las constelaciones más antiguas fruncían el ceño. Un par se levantaron con visible incomodidad. El murmullo creció, se volvió un desorden de voces entrecortadas, acusaciones disfrazadas de preguntas, temores ocultos bajo supuestas dudas.

—¿Dijo que no? —susurró una estrella joven de la constelación de Lepus, con los ojos abiertos como lunas nacientes—. ¿Ni una palabra de arrepentimiento?

—Eso no es orgullo... —comentó otra estrella de la constelacion de Acuario, con un dejo de gravedad—. Es desafío. Y en este juicio, eso arde como culpa.

—¿Cómo puede no lamentarlo? —intervino una voz trémula desde Sagitta—. ¿Acaso olvidó que la invocadora murió?

—O quizás no fue olvido, sino elección —añadió alguien desde Corvus, con un tono venenoso disfrazado de reflexión.

—No, no, él no lo haría —dijo una estrella muy joven de Pisces Austrinus—. Alphard era distinto, ¿no? Siempre se apartaba, pero... no era cruel.

—Pero se apartaba -sentenció alguien desde la lejana Escorpio—. Y quien se aparta del pacto, se aparta también de su esencia.

—¿Y si lo que vio en el mundo humano lo cambió? —se preguntó una figura brillante desde Auriga—. No somos invulnerables al dolor... ni al amor.

—¡No digas eso! —replicó con un susurro agudo una estrella de Virgo—. Si justificamos la pérdida por emociones, ¿dónde queda la ley?

—¿Ley? ¿Qué ley? —retumbó un eco desde Draco, oscuro y cansado—. La ley no entiende de invocaciones rotas... solo de orden interrumpido.

Nadie entendía aquella sonrisa.

Nadie entendía aquella sonrisa.

¿Era arrogancia? ¿Burla? ¿Locura