Echo espera a que me calme, dándome palmaditas torpemente en la espalda todo el tiempo.
Cuando los vergonzosos sollozos finalmente cesan, desaparece en el baño contiguo, solo para reaparecer con una toalla húmeda. Me la arroja.
—Toma. Límpiate la cara.
Tomo la toalla, presionando su fría humedad contra mis ojos hinchados. Alivia el ardor, pero no hace nada por el aplastante peso de culpa que se asienta en mi pecho. Arrastro el paño por mi rostro, tratando de limpiar la vergüenza junto con los rastros de lágrimas.
Cuando bajo la toalla, Echo está observándome, con sus ojos rasgados entrecerrados. Sin previo aviso, pasa ambas manos por su cabello arcoíris, de un lado a otro en movimientos salvajes y vigorosos, dejándolo despeinado.
Suelta un suspiro tan dramático que podría desinflar un globo. Si ella fuera uno.
—¿Sabes que la muerte no es lo mismo para personas como ellos, verdad?
Parpadeo, con la toalla aún aferrada en mis manos.
—¿Qué?