Entré en la espaciosa oficina de Sebastián, con el corazón martilleando contra mis costillas. El sol de la mañana se filtraba por los ventanales del suelo al techo, iluminando las motas de polvo que bailaban en el aire. Sebastián estaba sentado detrás de su enorme escritorio, con la atención centrada en los documentos que tenía delante. Levantó la mirada cuando entré, y su expresión severa se suavizó inmediatamente.
—Hazel —me saludó, poniéndose de pie—. Por favor, ponte cómoda.
Su secretaria se movía de un lado a otro, ordenando papeles y retirando tazas de café vacías. Me senté torpemente en el borde de un sillón de cuero, aferrando mi bolso en el regazo.
—¿Necesitará algo más, Sr. Sinclair? —preguntó la secretaria.
—Eso será todo, Vanessa —respondió Sebastián.
Ella asintió y se marchó, cerrando la puerta con un suave clic.