El sol se hundía tras las laderas escarpadas de la sierra, derramando un resplandor dorado y anaranjado sobre las fachadas multicolores del barrio. Las casas, apiñadas como piezas de un rompecabezas desordenado, parecían absorber los últimos rayos de luz antes de que la noche las engullera. El aire estaba cargado de polvo y del aroma acre del humo de leña quemándose a medias, mezclado con el sudor de un día que se apagaba. El bullicio de Medellín, con sus voces, risas y motores lejanos, comenzaba a desvanecerse, dejando un murmullo que se fundía con el viento. Desde lo alto, la ciudad se extendía como un océano de luces titilantes, un manto brillante que cubría el valle del Aburrá.En un callejón angosto, donde la luz del crepúsculo apenas llegaba, un grupo de hombres se reunía bajo la sombra de un muro cubierto de grafitis: rostros desdibujados, frases de resistencia y manchas de pintura que contaban historias olvidadas. Sobre dos bloques de concreto, una mesa improvisada sostenía latas de cerveza y cenizas de cigarrillos. En el centro, un hombre robusto dominaba la escena. Sus brazos, cubiertos de tatuajes que narraban una vida de violencia, gesticulaban con autoridad. Hablaba en voz baja, sus palabras casi un susurro, pero cargadas de peso: nombres, contactos, movimientos de un hombre influyente en la ciudad. Información que, en las manos equivocadas, podía desatar un terremoto en los círculos de poder. Oculto en la penumbra que proyectaba una escalera de concreto carcomida, Jonathan observaba. Su figura alta y atlética se fundía con las sombras, envuelta en una sudadera negra con la capucha cubriendo su rostro. El viento jugaba con mechones de su cabello oscuro, que escapaban de la tela. En sus manos, sostenía un objeto pequeño y letal: una navaja de punta plateada que reflejaba los últimos destellos del sol. Sus ojos, un torbellino de tonos azulados y verdosos, brillaban con una intensidad fría, como los de un depredador a punto de saltar. No era la primera vez que alguien intentaba jugarle sucio, pero sí la primera que le robaban algo que le pertenecía. Y eso, para Jonathan, era un pecado imperdonable.
—Con esta mierda vamos a sacar más plata que con esos putos adictos —dijo el hombre tatuado, golpeando la mesa con el puño. El impacto hizo temblar las latas vacías, y sus hombres rieron, asintiendo como perros fieles.
Jonathan, inmóvil en su escondite, esbozó una sonrisa torcida, casi burlona. Sacó su teléfono del bolsillo, sus dedos moviéndose con precisión sobre la pantalla. Marcó un número que apenas se distinguía en la penumbra.
—Adelante —dijo, su voz baja, calma, pero cargada de una amenaza implícita.
El callejón explotó en caos. Ráfagas de balas cortaron el aire, estrellándose contra el muro y levantando nubes de polvo y escombros. Los hombres gritaron, unos lanzando insultos, otros suplicando, mientras intentaban desenfundar sus armas. A lo lejos, se oían los pasos frenéticos de los vecinos huyendo, puertas cerrándose y persianas bajando. Las balas silbaban, atravesando carne y hueso, salpicando sangre que pintaba el grafiti del muro con un rojo visceral. Los casquillos caían al suelo con un tintineo metálico, mezclándose con los gemidos de los heridos y el golpe seco de los cuerpos desplomándose.Jonathan salió de las sombras, subiendo las escaleras con una calma escalofriante, como si el infierno a sus pies fuera un simple trámite. Sus botas resonaban en el concreto, un ritmo pausado que contrastaba con los estertores de los moribundos. El callejón ahora era un cuadro de muerte: cuerpos desparramados, sangre corriendo como ríos entre las grietas del suelo, y el olor metálico impregnándolo todo. El hombre tatuado, el líder, estaba inmovilizado, con la cara aplastada contra la mesa por uno de los hombres de Jonathan. Sus ojos, inyectados de terror y rabia, se encontraron con la figura que se acercaba.Jonathan se detuvo frente a él. La luz de una farola cercana lo iluminó, revelando su rostro al quitarse la capucha. Su cabello negro, ligeramente largo y peinado con un estilo moderno, cayó sobre su frente. Era joven, con rasgos afilados: cejas pobladas, labios carnosos y una mandíbula que parecía tallada en piedra. Pero lo que más destacaba eran sus ojos, que brillaban con una mezcla de arrogancia y peligro.
—¡Un puto niño! —escupió el tatuado, su voz rota por el dolor y la humillación—. ¿Qué mierda hace un principito aquí? ¡Dímelo, carajo!
Jonathan ladeó la cabeza, como si evaluara a una presa.
—Deberías estar agradecido —dijo, su voz suave pero gélida—. Mi cara es lo último que verás, pedazo de mierda. —Se inclinó hacia él, la navaja destellando en su mano—. Tienes algo mío. Devuélvemelo.
—¡No sé de qué mierda hablas! —gritó el hombre, pero sus palabras se cortaron en un alarido cuando Jonathan, con un movimiento preciso, le clavó la navaja en la mano, atravesándola hasta la mesa. La sangre brotó, empapando la madera.
—¿Dónde está? —preguntó Jonathan, girando la hoja lentamente, como si estuviera esculpiendo.
—¡En mi bolsillo! —jadeó el hombre, las lágrimas mezclándose con el sudor en su rostro.Uno de los hombres de Jonathan lo levantó con brutalidad, mientras otro sacaba una memoria USB del bolsillo trasero del tatuado y se la entregaba a su jefe. Jonathan la examinó bajo la luz, sus dedos manchados de sangre acariciando el plástico negro.
—¿Hiciste una copia? —preguntó, su tono casi casual.
—No… —
El hombre no terminó la frase. En un movimiento fluido, Jonathan deslizó la navaja por su garganta, un corte limpio que abrió una cascada de sangre. El cuerpo se convulsionó antes de desplomarse sobre la mesa, los ojos abiertos en una expresión de incredulidad.Jonathan guardó la memoria en su bolsillo y recorrió el callejón con la mirada, su rostro torcido en una mueca de desagrado. Luego, se volvió hacia el hombre que había sujetado al tatuado, un tipo de rostro curtido y ojos vacíos.
—Limpia esta porquería —ordenó, antes de girar sobre sus talones y desaparecer en la oscuridad.
El bullicio de El Poblado era ensordecedor a las mañanas. Los cláxones de los autos se mezclaban con el rugido de los motores y las voces de los transeúntes, creando una sinfonía caótica. El aire estaba cargado de humo de escape, un velo grisáceo que irritaba los pulmones. La Milla de Oro, el corazón financiero de Medellín, palpitaba con vida: edificios modernos flanqueaban la avenida, sus fachadas de vidrio reflejando el cielo y las nubes como espejos gigantes. Entre ellos, uno destacaba: un rascacielos acristalado que parecía tocar el cielo, con una pantalla LED en la cima que proyectaba imágenes de la industria energética y logística. A un lado, una fuente de agua cristalina rodeaba un letrero que rezaba: CUMBRE CORP.El interior era un hervidero de actividad. Los teléfonos sonaban sin parar, las pantallas parpadeaban con datos y los empleados se movían como hormigas en un hormiguero. En el centro del vestíbulo, un letrero circular suspendido del techo mostraba números y gráficos en tiempo real: ingresos, egresos, proyecciones. El poder económico de la empresa se respiraba en cada rincón.Jonathan caminaba hacia su oficina a las 7:30 de la mañana, su presencia imponiendo respeto sin esfuerzo. Vestía un traje negro impecable, el corte ajustado resaltando su figura atlética. Su cabello, peinado con precisión, brillaba bajo la luz de los focos. Lo seguía un grupo de hombres igualmente elegantes, con auriculares discretos y miradas vigilantes. Uno por uno, se posicionaron en las entradas del piso superior, como centinelas en un castillo. El último, un hombre alto de unos 35 años, con barba recortada y ojos cafés, se detuvo frente a la puerta de la oficina presidencial. En su cinturón, una pistola relucía bajo la chaqueta.Apenas Jonathan cruzó el umbral, la puerta se abrió de golpe. Daniela irrumpió, su cabello rubio cayendo en cascada sobre sus hombros. Llevaba un pantalón gris de corte alto que abrazaba su figura con elegancia y una blusa de seda blanca, con el cuello ligeramente abierto, insinuando sin exagerar. Sus tacones resonaban como disparos en el suelo de mármol.
—Nuevo récord —dijo Jonathan, quitándose el saco y lanzándolo al sofá de cuero negro—. Escuché tus tacones desde el ascensor. ¿Ya me extrañabas?
La oficina era un templo de poder: muros blancos, una lámpara de cristal colgando de un rosetón decorado, estanterías repletas de libros y documentos, y cuadros modernos adornando las paredes. Al fondo, un escritorio de caoba dominaba el espacio, con un ventanal que ofrecía una vista panorámica de Medellín, las montañas recortándose contra el cielo.
—Te escribí anoche —dijo Daniela, su voz cargada de irritación—. Y no solo te escribí, te llamé como treinta veces. No contestaste.Jonathan se apoyó en el escritorio, cruzando los brazos.
—Sabes que odio ese tono —respondió, su voz baja pero cortante—. Controla tus celos.
—¿Celos? —replicó ella, con una sonrisa amarga—. No sería la primera vez que te acuestas con alguien que te abre las piernas.
—Entonces, ¿cuál es tu problema? —preguntó, arqueando una ceja.
—¿Por qué no contestaste? —insistió Daniela, acercándose—. Pensé que te había pasado algo.
Jonathan se enderezó, su presencia llenando la habitación. La luz del ventanal se reflejaba en su piel, resaltando los músculos que se marcaban bajo su camisa.
—Estaba resolviendo algo. ¿Contenta? —dijo, con una sonrisa que era más amenaza que consuelo.
—¿Era grave?—No. Solo un grupo de fracasados causando problemas —respondió, su tono burlón.Daniela lo miró, escéptica.
—Tú no te ensucias las manos con esas cosas. No eran tan fracasados si te hicieron salir personalmente.Jonathan rió, una risa corta y fría.
—Si quieres excitarme, quítate esa blusa. Pero deja de jugar a la detective. —Se acercó al escritorio y señaló con la barbilla—. Dime qué quieres.Con un gesto de fastidio, Daniela lanzó una tablet sobre el escritorio.
—Un correo de varios alcaldes del noreste —dijo—. Dicen que ya pagaron lo que debían y te piden que reactives la energía en sus municipios.Jonathan soltó una carcajada.
—Putos engreídos… que agradezcan que solo les corté la luz y no el cuello.
—¿Y? —preguntó Daniela, cruzando los brazos—. ¿Se las vas a devolver?
—No.
—¿No? ¿En serio? —Su voz se alzó, indignada—. Hay familias ahí, niños.
—¿Y qué? —respondió él, indiferente—. ¿Un día de luz les va a quitar el hambre? ¿Los va a sacar de la miseria?
—No, pero tal vez les dé un respiro.Jonathan se acercó, su mirada perforándola.
—Un respiro no evita que aparezca un cadáver con agujeros hasta en el culo cada día en esos pueblos. —Tomó la tablet y se la arrojó de vuelta—. Relájate. Les cortaré la luz un día más, luego la reactivarán. Solo quiero que esas ratas entiendan quién manda.
Daniela apretó los labios, claramente insatisfecha, pero no dijo nada. Jonathan se acercó, su voz bajando a un tono seductor.
—No pareces feliz —dijo, tomándola de la cintura—. Pero sé cómo sacarte una sonrisa.
La atrajo hacia él, sus labios rozando su cuello. Daniela no opuso resistencia, una sonrisa tímida asomando mientras él la besaba. El beso se intensificó, sus manos deslizándose por su espalda, apretándola contra el escritorio. Ella le arrancó la camisa, revelando una piel suave y músculos definidos que brillaban bajo la luz. Jonathan desabrochó su blusa, sus labios descendiendo por su pecho. La cargó y la sentó en el escritorio, sus gemidos llenando la oficina mientras el deseo los consumía.
Elizabeth Mondragón se miraba al espejo, ajustándose los aretes. Su cabello, liso en la raíz y ondulado en las puntas, caía como una cortina sobre sus hombros. Llevaba una blusa blanca escotada y una falda lápiz que resaltaba su figura con elegancia. Su piel morena brillaba bajo la luz suave del baño. Estaba perfecta, y lo sabía. No por vanidad, sino porque su madre siempre le había dicho que una mujer debía sentirse poderosa antes de enfrentar el mundo. Desde niña, su belleza había atraído miradas: ojos oscuros, labios carnosos, un porte que dejaba sin aliento. Con tanto halago, era imposible no creérselo.El aroma del café recién hecho flotaba desde la cocina. Rosa, su madre, una mujer de rostro cansado pero mirada firme, le sirvió una taza humeante.
—Ven a desayunar —dijo, su voz aguda cortando el silencio—. No te vas hasta que comas.
Elizabeth sonrió, tomando la taza.
—Ya no tengo cinco años, mami. Tengo prisa.
—Y por eso estoy aquí —replicó Rosa, seria—. No puedes seguirte saltando el desayuno por pasar horas frente al espejo.
—Es un día importante —dijo Elizabeth, sorbiendo el café—. Tengo que estar perfecta.Rosa suspiró, colocando una arepa con huevo y un pan en la mesa.
—Estoy preocupada, Eli. Lo tenías todo: un buen puesto, un buen sueldo… —Su voz se suavizó, cargada de tristeza—. Te graduaste con honores, lideraste negociaciones en una empresa grande. ¿Y ahora? ¿Secretaria? No lo entiendo.Elizabeth dejó la taza en la mesa, su expresión suavizándose.
—Sé que parece una locura, pero Inducevalle es la empresa más grande de la región. No me quedaré como secretaria para siempre. —Tomó el rostro de su madre y la besó en la frente—. No te preocupes por mí.
Tomó su bolso y salió, no sin antes girarse hacia Rosa.
—Y no tienes que venir a cocinarme, mi viejita. Descansa. Vete a casa.
El trayecto en el MIO fue un caos, como siempre. El bus estaba abarrotado, y Elizabeth se aferró a la barandilla mientras la ciudad pasaba frente a sus ojos. Cali se transformaba a medida que avanzaba hacia el sur: las calles se ensanchaban, los edificios se volvían más elegantes, los conjuntos residenciales exudaban riqueza. En el corazón de Ciudad Jardín, un edificio destacaba: una torre de vidrio que reflejaba el sol como un diamante. En la entrada, un bloque negro con letras doradas anunciaba: INDUCEVALLE.Elizabeth entró con paso firme, su presencia atrayendo miradas. En la recepción, un hombre bajo, de anteojos y traje beige desfasado, la interceptó.
—¿Elizabeth? —preguntó.
—SÍ —respondió ella, con una sonrisa profesional.
—Soy Jeison. Sígueme.Tomaron el ascensor hasta el piso quince. Mientras subían, Jeison hablaba con aire de superioridad.
—Aquí el dinero es un medio, no un fin. Nuestra fuerza está en las conexiones. —Caminaban frente a una ventana flanqueada por plantas exuberantes—. Controlamos la agroindustria, decidimos qué sindicatos prosperan y cuáles caen. Nadie mueve un dedo en este país sin nuestra autorización.Elizabeth arqueó una ceja.
—¿Eso es legal?Jeison rió, su tono condescendiente.
—Aquí, nosotros decidimos qué es legal. O mejor dicho, lo hace el señor Leonor.
Leonor García, el presidente de Inducevalle, era una figura omnipresente en las revistas de finanzas. Elizabeth lo sabía, pero no esperaba que le hablaran tan abiertamente de su poder.
—¿Cómo es él? —preguntó, curiosa.
—Es de la vieja escuela. Tiene experiencia y conexiones, pero… —Jeison se detuvo, mirándola con seriedad—. Estás aquí por tu talento, no solo por tu apariencia. Mantén la distancia con él.
Elizabeth frunció el ceño.
—¿Por qué?
—No te lo digo con mala intención. Leonor viene de una familia… digamos, aristocrática. Tiene ciertas actitudes… poco convencionales.
—Es racista —dijo ella, su voz fría.Jeison no lo negó.
—Podría decirse.Elizabeth apretó los labios, un destello de desafío en sus ojos.
—Está bien. Puedo con eso.
Llegaron a un escritorio de concreto decorado con maderas finas, con un letrero que decía “Presidencia”. Jeison señaló un teléfono y un cuadernillo de cuero.
—No manejarás solo una agenda, sino un sistema de influencias. Cada llamada debe filtrarse según lo que ofrezcan. Nadie habla con Leonor a menos que sea importante. —Hizo una pausa—. Y esto —señaló el cuadernillo— es la lista de invitados para una recepción el 15 de abril. Encárgate de las invitaciones.Sin más, Jeison se retiró.
Elizabeth miró el cuadernillo, una reliquia en un mundo digital, y suspiró. No sería fácil, pero estaba lista.
El restaurante La Bahía, en Laureles, era un refugio de elegancia sobria. Las paredes de madera pulida, las lámparas de cristal y la luz tenue creaban una atmósfera íntima, perfecta para cerrar negocios o ajustar cuentas. Jonathan ocupaba una mesa en la esquina, frente a Antonio, un hombre delgado con entradas pronunciadas y piel trigueña. El nerviosismo de Antonio era palpable, sus manos temblando mientras sostenía una copa de vino.
—No sé de qué hablas —dijo Antonio, su voz quebrándose.
Jonathan lo observaba con calma, sus ojos perforándolo como dagas. Su presencia era abrumadora, como si absorbiera todo el oxígeno del lugar.
—¿De verdad? —respondió, su tono suave pero cargado de amenaza—. Pensé que eras su cliente favorito.
—¡Yo no consumo esa mierda! —espetó Antonio, pero al notar la mirada de Jonathan, bajó la voz.
—¿Crees que no sé cada movimiento que haces? —dijo Jonathan, inclinándose hacia él. Sus músculos se tensaron bajo la camisa—. Mírate. Estás hecho un desastre. No engañas a nadie.
Antonio vació su copa de un trago, el líquido temblando en sus manos. Jonathan sacó un objeto del bolsillo de su saco: la memoria USB.
—¿Sabes qué es esto? —preguntó, sosteniéndola frente a él.
Antonio negó con la cabeza, tragando saliva.
—No…
—¿No? —Jonathan rió, una risa fría que heló el aire—. Tú se la diste a esos idiotas. Aquí hay información jugosa: cuotas, cuentas, teléfonos. Nombres que conoces muy bien. ¿Sabes qué habría pasado si esto cae en otras manos?
—Estarías en problemas —murmuró Antonio, su voz apenas audible.Jonathan sonrió, pero sus ojos eran puro veneno.
—Yo no tengo problemas. Yo los creo. Pero esto podría joderme en el Congreso, y eso no es bueno para los negocios. Necesito a mis payasos en el circo.
—¿Qué me estás contando? —preguntó Antonio, alterado.
Jonathan se inclinó más, su rostro a centímetros del suyo.
—Si descubro que fuiste tú quien les dio esta memoria, te sacaré los intestinos y te haré limpiar la sangre del suelo. Rogarás que termine contigo tan rápido como con tus amiguitos.Antonio bajó la mirada, temblando.
—Las noticias dijeron que fue un ajuste de cuentas entre bandas…—Exacto. Eso es lo que quería que dijeran —respondió Jonathan, su voz destilando satisfacción.
En la oficina de Cumbre Corp, Luisa estaba junto a la cafetera, sirviéndose una aromática.
—¿Quieres un poco, Dani? —preguntó.—Prefiero café, gracias —respondió Daniela, tomando una taza.
—Te ves agotada, y apenas es mediodía —señaló Luisa.
—He tenido una mañana intensa —dijo Daniela, con un dejo de amargura.Luisa rió.
—SÍ, ya me contaron.Daniela la fulminó con la mirada.
—¿Cómo van los aspirantes? —preguntó, cambiando de tema.
—Publiqué la oferta para segundo asistente. Ya llegaron las primeras hojas de vida. Todas mujeres.
—Como sea —dijo Daniela, tomando un periódico abandonado y hojeándolo con indiferencia.
—¿Sabes si ya recuperaron la información? —preguntó Luisa.Daniela alzó la vista, intrigada.
—¿Qué información?
—Ayer desaparecieron unos registros de la base de datos privada de Presidencia —respondió Luisa—. Pensé que Jonathan te lo había dicho.
—¿Qué datos?
—No sé, no tengo acceso. Pero no estaban en los backups.Daniela frunció el ceño, molesta.
En ese momento, vio a Jonathan entrar a la oficina. Lo siguió y, al llegar, lanzó el periódico sobre su escritorio. La portada gritaba: “Masacre en la sierra”.
—¿Por esto no me contestabas? —preguntó, señalando el titular.
—No eres mi esposa. Deja de actuar como tal —respondió Jonathan, su tono cortante—. Y contrólate.
—Tómalo como una consulta corporativa. Tiene que ver con la base de datos, ¿verdad?
Jonathan miró a Carlos, su guardaespaldas, que observaba en silencio.
—Ya está resuelto —dijo al fin.
—Te pudieron matar.
—No, no podían —respondió con arrogancia—. Nunca tuvieron una oportunidad. Si tanto te importa, piensa que fue una limpieza. Hay demasiada basura por aquí. —Sonrió, cínico.
Antes de que Daniela pudiera replicar, una notificación sonó en su celular. Lo tomó y leyó el mensaje con atención.
—Una invitación… para ti —dijo, sin apartar los ojos de la pantalla—. “Estimado colega, lo invitamos cordialmente a celebrar nuestra duradera alianza… bla, bla, bla… Cordialmente, Leonor García, presidente de Inducevalle.”
—Recházala —ordenó Jonathan, restándole importancia.
—Tal vez no deberías apresurarte —intervino Carlos—. Revisé los teléfonos de los hombres de anoche. El tipo que degollaste dejó su celular. Encontré mensajes que indican que alguien esperaba la entrega de la memoria. Rastreé el origen.
—¿De dónde? —preguntó Jonathan, sus ojos encendidos.
—Cali. Valle del Cauca.
Jonathan sonrió, una sonrisa amplia y peligrosa. Sus pómulos se marcaron, y en su rostro se dibujó una mezcla de furia y satisfacción.
—Con que fuiste tú… puto marrano de mierda.