Desde que tengo memoria, he actuado.
No sobre un escenario de luces y cortinas de terciopelo, no. El mío es más discreto: la hija perfecta; en el colegio, la alumna aplicada; el asiento junto a mi mejor amiga.
Pero todo es una representación. Cada gesto, cada palabra, cada sonrisa...
Todo sigue un guion que no recuerdo haber escrito.
A veces fui la heroína.
Otras, el villano.
Me enamoré como Julieta, pero no había público que aplaudiera nuestro final.
No actuaba para entretener. Actuaba para sobrevivir.
—¿Puedes pasarme la sal? —dijo mi mamá una noche, durante la cena.
Le sonreí como la hija perfecta que interpreto cada día.
—Claro, mamá —respondí con dulzura, como si estuviera atrapada en una sitcom sin risas de fondo.
Mi padre asintió sin mirarme. Siempre fue parte del elenco, aunque nunca supo su papel. O tal vez lo olvidó.
En el colegio era otra. Otra versión. Otro personaje.
—¿Estudiaste para el examen? —me preguntó Isabella, mi mejor amiga.
—Obvio. Me pasé toda la noche —mentí.
No toqué una página. Pero lo dije con tanta convicción que hasta yo me lo creí.
Todo era teatro. Incluso mis silencios estaban ensayados. Uno, dos, tres segundos. Sonrisa. Giro de cabeza. Fin de escena.
—Isabella... ¿Vas al teatro hoy? —le dije, más por costumbre que por interés.
—Creo que sí —respondió, distraída, repasando mentalmente para el examen.
Las respuestas del examen:
1. D
2. D
3. B
4. A
5. C
Alguien del curso las había filtrado. Una trampa para sacar una nota “medianamente aceptable”: tres buenas, dos malas; Nada que levante sospechas.
Pero yo no podía usar eso.
No me servía una nota media. Tenía que destacar; debía.
Un promedio alto era la única condición para seguir en la escuela de teatro.
Y si perdía eso…
¿quién iba a decirme quién soy?