capítulo 3 Huir

Después de un par de minutos en silencio absoluto, Adán pensó en qué decidir. Siempre supo que no era como los demás, que era diferente… ¿un ser mitológico acaso? Quería a sus padres adoptivos, pero no lo suficiente como para quedarse y arriesgarlos. Irse con Gin, su tío, parecía la única salida.

—Ok, creo que ya lo tengo. Iré contigo. ¿Qué tengo que hacer? —habló Adán.

—Excelente decisión. Ahora nos quedan muy pocos minutos para que los humanos despierten de su letargo. Date prisa. Salgamos por la ventana —respondió Gin, abriendo el seguro y recorriendo la ventana hasta dejarla completamente abierta.

Adán tomó su mochila, echó algunos cambios de ropa, cosas que tuvo a la mano y, por supuesto, la carta de sus verdaderos padres. Corrió hasta Gin.

—¿Puedes volar, cierto? —preguntó al ver la altura en la que se encontraban.

—No volaremos, al menos no aún —respondió Gin, tomando a Adán de los hombros, y lo lanzó desde la segunda planta—. ¡Protección! —dijo antes de soltarlo.

Adán gritó al verse caer desde al menos cinco metros de altura hacia el pasto del jardín. Cubrió su cabeza con los brazos, pero en cuestión de segundos ya estaba en el suelo. No sintió dolor alguno; fue como caer sobre un sofá o una esponja.

—¿¡Qué rayos fue eso, idiota!? ¿¡Cómo me arrojas así nada más desde tan alto!?

Gin sonrió y se dejó caer lentamente, como si fuera una pluma que no pesara ni un gramo.

—Tranquilo. Usé un hechizo de protección. No dañaría a mi pequeño sobrino —continuó riendo mientras caía de pie en el pasto.

—Eso estuvo realmente peligroso. Al menos me hubieras dicho que no me pasaría nada… aunque lo admito: fue muy cool —dijo, poniéndose de pie y sacudiéndose la ropa.

—Deja de quejarte. Esto no es nada comparado con lo que viene si no huimos ya.

—Está bien, está bien. Solo dime qué sigue.

Gin empezó a correr hacia unos árboles, y Adán lo siguió. En unos minutos, comenzaron a escucharse gritos y alboroto en la casa donde estaba la fiesta.

—¡Demonios! Creí que tendríamos más tiempo. Mis hechizos duran muy poco. ¡Corre, tenemos que llegar a esos árboles ya!

—Claro… ¿por qué hay tanto alboroto en mi casa?

Al llegar al árbol, Gin sacó una pequeña varita color verde fosforescente, de unos treinta centímetros.

—¡Corre, idiota, tenemos que escapar! Toma mi mano —gritó Gin.

Adán llegó hasta él y le tomó la mano. Gin tocó el árbol enorme que estaba frente a ellos y pronunció unas palabras en voz baja, en un idioma que Adán jamás había escuchado antes.

Una ranura del color de la varita comenzó a abrirse lentamente, hasta dejar un hueco con el tamaño suficiente para que pasaran ambos. Gin jaló a Adán y lo metió al interior del árbol.

—Nos vemos después, mocoso —dijo mientras volvía a susurrar una palabra y tocaba el árbol con la varita.

La ranura se cerró en un parpadeo. Adán sintió que se movía por una infinita oscuridad hasta perder el conocimiento y desmayarse.

Gin guardó su varita en el bolso de su chaleco. Sintió un pequeño mareo por haber agotado más de la mitad de su magia al enviar a su sobrino a un lugar seguro. Ahora tenía que encargarse de que los vampiros que habían invadido la casa de Adán desaparecieran de la faz de la Tierra.

—Carajo, no he descansado en años. No puedo recuperar mi magia por completo… solo espero que esos malditos dientudos no sean difíciles de derrotar —dijo, cubriéndose la cabeza con el gorro de su chaleco negro.

Los gritos se escuchaban a kilómetros. La gente pedía ayuda… hasta que todo se quedó en completo silencio. Gin se acercó, sabiendo que su condición de hada lo favorecía para no ser detectado fácilmente por los vampiros.

Caminó pegado a la pared trasera. Llevaba un par de hechizos muy eficaces para matar vampiros y otros seres poderosos. De un pequeño morral de cuero color beige, escondido detrás de su chaleco, sacó un frasco pequeño de color violeta.

—Espero tener suficiente magia para acabar con esos vampiros —susurró, mientras con su uña abría un corte limpio en la palma de su mano derecha. Luego recitó un hechizo prohibido y dejó caer dos gotas del líquido violeta.

Ese poderoso hechizo podía carbonizar a cualquier vampiro, a menos que estuviera protegido por magia avanzada. Una vez que su brazo estuvo preparado, tomó de nuevo su varita y comenzó a cazar a los vampiros.

Dentro de la casa había una carnicería. Tres vampiros habían sido más que suficientes para acabar con todos los invitados de la fiesta sin recibir ni un solo rasguño. Solo quedaban los padres adoptivos de Adán, heridos de gravedad, siendo interrogados por los atacantes.

—Por favor… tomen todo lo que deseen, pero dejen a mi familia en paz —suplicó Jack Miller, el padre adoptivo de Adán.

—Escucha, pequeño e insignificante humano: no buscamos tu apestoso dinero. Buscamos algo más importante. Un niño que escondiste aquí. Este lugar apesta a él —se escuchó una voz ronca e intimidante de un hombre vestido de traje negro con manchas rojas de sangre—. Mi nombre es Igor, y represento a los verdaderos dueños de este mundo: los vampiros. El consejero real me envió para llevarnos al niño que escondes. Así que dime dónde está… ¡ahora! —gritó, acercándose a Jack.

Igor medía un metro noventa. Era uno de los más temidos por todas las razas mágicas. Un ser despreciable, con una sed de sangre y maldad absolutas. Dos cuernos de diez centímetros sobresalían de su frente, y una cicatriz recorría su rostro de oreja a oreja. Lo acompañaban dos soldados de bajo nivel, asignados a esta misión de extracción.

Igor nunca fallaba. Tenía un cien por ciento de eficacia, dejando un rastro de muerte, sangre y destrucción a su paso.

Gin escuchaba todo desde una esquina de la casa, adonde logró infiltrarse usando un hechizo para ablandar cualquier cosa no viva, como si fuera papel. Conocía bien a Igor… y sabía que estaba en grave peligro si no actuaba con total precisión. Decidió empezar por los dos soldados de bajo nivel. Uno de ellos revisaba la parte del sótano.

—¿Dónde estás, mocoso? —gruñó el vampiro.

Gin se escondió entre los muros, y cuando estuvo seguro de atacar, salió con sigilo. Se posicionó justo detrás del vampiro y, con un movimiento rápido, tocó su cuello desnudo con la palma de la mano.

El vampiro reaccionó de inmediato. Lanzó un puñetazo brutal que alcanzó a Gin, quien apenas logró cubrirse antes de salir disparado contra un montón de herramientas metálicas, haciendo un estruendo.

Gin se incorporó con dificultad. El vampiro ya venía hacia él. Justo en ese momento, su cuerpo se volvió polvo. Solo quedaron su ropa y sus armas.

Gin respiró agitado y tomó su espada.

—Un vampiro menos… quedan solo dos —se dijo, aliviado de salir casi ileso.