capítulo 4 Sombras y Raíces

Gin esperaba poder acabar con el otro soldado de bajo nivel antes de toparse con Igor, ya que enfrentarse a él requeriría toda la magia que tuviera disponible, y aun así, analizaba opciones para escapar si era necesario.

El ruido había sido evidente. Los dientudos —seres con sentidos extremadamente agudos— no tardaron en movilizarse hacia él.

Igor corrió directamente al sótano, dejando muy heridos a los padres adoptivos de Adán. En pocos minutos llegó al lugar.

—Apesta a magia prohibida —dijo Igor, apuntando su nariz en todas direcciones—. Parece que tenemos un invitado no deseado.

Gin seguía oculto entre los muros, esperando su oportunidad para acercarse lo suficiente y tocarlo con su brazo encantado. Pero claro, tratándose de Igor, eso era más complicado. Una mala reputación lo precedía.

—Huelo las cenizas de uno de mis hombres. No sé quién seas, pero no podrás huir de mí —habló Igor al aire mientras tocaba uno de sus cuernos—. Sabes, en todas las razas hay individuos virtuosos que sobresalen del molde. A nosotros, los vampiros, los seres más perfectos y poderosos, nos diferencia algo especial: los cuernos —dijo, mientras caminaba por todo el sótano moviendo cosas y husmeando los rincones—. En mi caso, me otorgan una ventaja: no hay nada vivo que escape de mi olfato en un rango de cien metros cuando los activo.

Sin previo aviso, lanzó con fuerza descomunal un cuchillo hacia el muro donde se escondía Gin.

—¡Ahhh! —gritó Gin, al sentir el cuchillo clavarse en su hombro derecho.

—Sabía que estabas ahí desde que entraste en mi rango de olfato —dijo Igor, sonriendo con orgullo—. Pero como depredadores supremos, nos gusta jugar con las presas.

Gin estaba en apuros. El peor escenario posible se hacía realidad. Aún quedaba un vampiro de rango bajo y ahora enfrentaría a Igor con su brazo derecho prácticamente inutilizado por unos minutos, hasta que la magia de sanación hiciera efecto.

Cada vampiro con cuernos superiores a diez centímetros poseía habilidades descomunales. Eran escasos, usualmente de linaje real o noble. Aunque en raros casos, como el de Igor —nacido plebeyo—, eran vendidos al reino desde pequeños por su talento natural.

—Ese tibio y dulce olor a sangre azul… sin duda eres un hada de la realeza. Me imagino que has venido por el mocoso antes que yo —afirmó Igor.

Gin salió del muro mientras su mano izquierda curaba el hombro derecho con dificultad.

—¿Y eso acaso importa? —cuestionó Gin, empuñando su espada con la izquierda.

—Claro que importa, niño. Me encanta aniquilar realeza de cualquier especie inferior —respondió, sacando dos hachas pequeñas, una en cada mano.

—Lamento decepcionarte, ¡pero hoy no será tu día de suerte! —gritó Gin.

Igor era imponente: alto, musculoso, con una fuerza que se sentía a metros. Todo lo contrario a Gin: delgado, pequeño y herido.

—¡Cambio! —gritó Gin, desapareciendo en un parpadeo. En su lugar cayó una vieja escoba.

Apareció a espaldas de Igor e intentó tocarlo con su brazo derecho, pero no se había recuperado lo suficiente. Igor lanzó una patada. Gin alcanzó a cubrirse con la espalda, pero fue lanzado unos metros hacia atrás.

—Espero que des buen espectáculo. Todavía tengo un par de humanos esperando su ejecución allá arriba —dijo Igor, en posición de combate.

Gin apenas podía moverse. Su hombro no mejoraba, y empezaba a sospechar que aquel cuchillo tenía magia o veneno. No podía examinarse, no tenía tiempo.

—Pregúntale a tu soldado, no resistió ni un solo ataque. Se hizo cenizas.

—Esos debiluchos no me importan. Si fallan, los elimino yo mismo. Me has ahorrado el trabajo.

Gin preparó un hechizo eléctrico que potenciaría su espada. Sabía que combatir cuerpo a cuerpo con Igor era suicida. Tenía que mantener distancia y esperar el momento justo.

Igor avanzó, lanzando hachazos en todas direcciones. Gin retrocedía, bloqueando lo que podía y esquivando con agilidad, concentrado solo en sobrevivir.

Adán comenzó a sentir un viento cálido que lo arropaba. Le llegaban susurros, suaves y lejanos, imposibles de comprender.

—Despierte, su majestad —dijo una voz vieja, amable y cálida.

—¿¡Qué pasó!? —exclamó Adán, sobresaltado. Se encontraba en un pequeño pueblo… literalmente pequeño.

—Qué bueno que ha despertado, su majestad. Mi nombre es Taar —dijo un diminuto hombrecito barbudo con túnica verde y botones blancos.

—Taar, soy Adán… ¿Dónde estoy? —preguntó, aún desorientado.

Estaba sentado entre las raíces de un árbol gigante, rodeado por pequeñas criaturas de unos 30 o 40 centímetros, vestidos con ropas viejas y coloridas.

—Su majestad Adán, por favor, tranquilo. Ahora está a salvo. Gin es nuestro protector y nos pidió llevarlo a un lugar seguro —explicó Taar.

—Lo siento, esto es demasiado para mí… hace unas horas solo conocía a humanos y animales. Con todo respeto, ¿ustedes son… duendes?

—Su raza nos llama así. En realidad, no sabría cómo traducir el nombre real de nuestra especie. Pero sí, puede llamarnos duendes.

Increíble cómo la vida puede no sorprender por años y luego, en cuestión de horas, lanzarte una bomba mágica. Criaturas, familia secreta, vampiros, magia… y ahora, duendes. Adán apenas podía asimilarlo.

—Recapitulando… Gin me metió por un agujero en un árbol. Pero ese árbol no era tan grande como para tener una ciudad dentro… ¿o sí?

—Claro que no, al menos no por donde usted entró. Todo en este mundo tiene magia, incluso los árboles. Gin usó un hechizo que aprovecha la conexión mágica entre todos los árboles y lo envió con nosotros. Básicamente, viajó entre raíces mágicas. Eso requiere muchísima energía, sobre todo si el viaje no lo hace quien invoca el hechizo.

—Entiendo… usé un transporte mágico y llegué aquí. Eso es increíble. Pero… ¿qué pasó con Gin? ¿Por qué no vino conmigo?

—Desconocemos los detalles. Solo teníamos la instrucción de llevarlo a la Aldea Silvandor, un lugar oculto donde viven algunas hadas y seres mágicos. Allí se encontrará de nuevo con Gin.