El segundo día en el Valle de Tor Kharel amaneció con una niebla densa que no existía el día anterior. Axael despertó temprano, su cuerpo aun adaptándose al ritmo de un lugar que no parecía obedecer las reglas normales del tiempo. Las brasas de la hoguera, supuestamente extintas, ardían como si nunca se hubieran apagado.
Kuroin estaba allí, posado en una estaca junto a su tienda improvisada.
Observaba. Siempre observaba.
—¿Tú también duermes? —preguntó Axael, ajustándose la túnica mientras hojeaba su cuaderno.
—Solo cuando nadie piensa —respondió la voz de Kuroin, en su mente—. En este valle… eso nunca ocurre.
Axael no replicó. Cerró su cuaderno y se dirigió al límite del campamento. Allí, donde las líneas invisibles que dividían los bandos cruzaban el terreno, algo lo llamaba. Había decidido cruzar al otro lado.
El campamento opuesto era un reflejo inquietante del primero: los mismos rostros, diferentes nombres. Un centinela lo detuvo al instante, apuntándole con una lanza.
—¿Quién eres?
—Un escribano —repitió Axael—. Registrador de patrones de guerra. El viento no sopla igual en ambos lados. Necesito verificar por qué.
El centinela lo miró con desconfianza… luego lo dejó pasar. Como si el guion le dijera que debía hacerlo.
Dentro, todo era igual.
Las mismas frases.
Las mismas expresiones.
El mismo anciano que lo había visto morir la noche anterior… vivo y sin heridas.
Contando piedras.
Axael dio un paso atrás, abrumado.
—Esto no es una guerra —susurró para sí—. Es una historia sin autor… pero con actores que no pueden improvisar.
Buscó los glifos. Esta vez, no en las piedras, sino bajo los pies de los soldados. Estaban inscritos en los suelos de ambas zonas, perfectamente sincronizados, como si la tierra hubiera sido escrita por una mano invisible.
Kuroin apareció entre las sombras, caminando sobre las vallas como si no existiera la gravedad.
—Te dije que eran ecos —dijo—. Este lugar no está vivo. Solo repite lo que fue escrito hace mucho. Y tú estás aquí porque puedes leerlo.
—¿Y romperlo?
Kuroin ladeó la cabeza.
—Eso no lo decide el lector… sino la Trama.
Esa noche, Axael no durmió. Rodeó ambos campamentos, cruzó sus límites como si fueran membranas de una ilusión, y marcó en su cuaderno todos los lugares donde los símbolos se repetían.
En el centro del valle encontró una grieta: una hendidura en el suelo, delgada y profunda, como una cicatriz sellada con magia antigua. Los símbolos se acumulaban allí, brillando tenuemente.
Axael se arrodilló. No intentó descifrarlo. Solo escuchó.
Y en el silencio más puro, oyó una voz distinta.
Una voz de mujer.
—No quiebres lo que aún no puedes sostener, Axael.
Serel.
No la veía, pero sentía su presencia como una sombra sobre el alma.
Kuroin no dijo nada. Esta vez, ni siquiera estaba cerca.
Estaba solo.
El valle lo miraba.
La historia esperaba.