El rostro de Isolda, desolado, se convirtió en una extraña mezcla de miedo y fascinación. Sus ojos, antes llenos de resignación, ahora brillaban con una luz perturbadora. Dante lo percibió. Era un brillo que no toleraba, una disonancia que lo incitaba a la anulación.
"Necesito que entiendas tu posición, Isolda," dijo, su voz un murmullo helado que desmentía la aparente cercanía de sus cuerpos. "No eres una empleada. Eres una extensión de mi voluntad. Un activo."
Isolda tragó saliva, el olor a su colonia, mezclado con el suyo propio, mareándola. Él era el depredador, ella la presa, y la danza apenas comenzaba. La vida en el mundo de Dante era una lección constante de supervivencia. Pasó sus días inmersa en la oscuridad de los negocios ilegales de Dante, aprendiendo la cruda realidad de su imperio. Desde las ventas clandestinas de armas hasta el lavado de dinero y la trata de personas, cada tarea que le asignaban era una inmersión más profunda en el abismo.
Sus días estaban llenos de instrucciones precisas y de la constante vigilancia de Dante. Él nunca le dio órdenes directas, pero sus deseos se manifestaban a través de sus hombres, siempre con la implacable certeza de que no había margen para el error. Las reuniones eran clandestinas, en almacenes abandonados o en la oscuridad de los callejones. Isolda aprendió a moverse en las sombras, a leer las intenciones ocultas en las miradas, a distinguir la verdad de la mentira en los tonos de voz.
Una tarde, mientras lidiaba con una entrega de armas en el puerto, un hombre intentó engañarla. Un novato, con la arrogancia que solo la ignorancia podía dar. Isolda, impulsada por una intuición afilada, percibió el desequilibrio, la imperfección en su historia. Sus ojos, que antes reflejaban solo desesperación, ahora brillaban con una astucia aprendida en las calles. Su pasado como estafadora menor, su habilidad para leer a la gente, se convirtió en una herramienta invaluable para Dante. Descubrió la mentira, y expuso al hombre.
El castigo, sin embargo, no lo impuso Isolda. Lo impuso Dante.
La imagen de ese hombre, colgado de los tobillos en una habitación oscura, suplicando misericordia, se grabó a fuego en su mente. Dante no estuvo allí. Pero Isolda escuchó los gritos, sintió la crueldad implacable que emanaba de su imperio. Entendió que el equilibrio para Dante no era la justicia, sino la obediencia absoluta.
El incidente cambió a Isolda. Ya no era solo una marioneta; era una parte activa de la maquinaria de Dante. Su miedo se mezcló con una extraña forma de empoderamiento, una comprensión de que para sobrevivir en este mundo, tenía que volverse tan implacable como él. La desesperación había sido su salvación. La había llevado a un abismo del que no había retorno.
Una noche, mientras Dante observaba el mapa de su imperio, su figura imponente se recortaba contra la ventana del ático. Caracas, Miranda, Venezuela, se extendía bajo ellos, una alfombra de luces que ocultaba sus propias sombras. La voz de Dante rompió el silencio, fría como el acero.
"El Concilio ha movido sus piezas."
Isolda lo miró, confusa. —¿El Concilio? ¿De qué habla?
Dante se giró, sus ojos oscuros se clavaron en los de ella con una intensidad que la hizo temblar.
"Hay un orden más allá de lo que ves, Isolda. Un equilibrio. Y a veces, ese equilibrio debe ser... corregido."
No había explicación. Solo la certeza de que su mundo, ya oscuro, estaba a punto de volverse incomprensible. La vida de Isolda, que había comenzado como una huida desesperada, estaba a punto de chocar con una realidad que desafiaba toda lógica. Una realidad donde el equilibrio no era solo un concepto, sino una fuerza palpable. El fuego de las cenizas se había convertido en un infierno.