LA LLAMA QUE NO SE APAGA

El sol apenas había comenzado a teñir de rosa y oro el cielo cuando León cruzó el borde del Bosque de Ghaldir. Pero Eldranor no despertaba, sino que parecía contener la respiración. El aire estaba denso, cargado de cenizas y de un hedor putrefacto que lo acompañaba desde hacía días, como un mal presagio pegado a la piel.

Pisó una rama seca que crujió con fuerza bajo sus botas. Casi le pareció que el sonido retumbó en el silencio absoluto. Desde que llegaron los primeros demonios, ese silencio se había hecho común, roto solo por gritos, el choque de acero o el llanto de los sobrevivientes.

El olor era insoportable: savia podrida mezclada con hierro oxidado y algo más. El aroma a carne quemada. No era algo nuevo, pero el hedor aumentaba con cada pueblo que caía.

Mirell aún resistía. El pequeño pueblo de madera y piedra parecía un último vestigio de normalidad, aunque hasta allí la sombra de la guerra había llegado con su manto de muerte. Las ventanas estaban selladas con tablones clavados en forma de cruces invertidas, que decían, espantaban a los demonios. Pero León sabía que esas supersticiones no valían frente a la realidad.

Los niños jugaban en la plaza, pero sus risas eran cortas y nerviosas, como si el aire pesara más para ellos que para los adultos. Algunos sostenían palos, imitando a los guerreros que no volverían.

Una voz aguda cortó la calma como una flecha al viento.

—¡León!

Era Mara, la arquera. Su figura se recortaba firme en la sombra, su arco preparado y tres flechas negras colgando en su carcaj, pulidas y empapadas en veneno de araña del desierto: el único veneno capaz de matar a los demonios menores.

—¿Vas a quedarte a pelear o a correr como los otros? —preguntó, escupiendo al suelo con desprecio.

León no respondió. Su mirada se clavó en el horizonte, donde ya se alzaba una columna negra de humo, señal inconfundible de destrucción.

—No hay dónde correr —dijo al fin, con voz seca.

Mara asintió, tensando la cuerda de su arco con la determinación de quien ya no tiene nada que perder.

Un grito desgarró el aire, brutal y desesperado.

Era el aviso definitivo: los demonios estaban cerca.

León sintió cómo su pecho se apretaba con una mezcla de miedo y rabia, emociones que no tenía tiempo para procesar.

Entonces, en un claro del bosque cercano, apareció Elaia.

No la diosa de los cuentos ni leyendas, no la imagen luminosa que los bardos cantaban. Elaia era un espectro quebrado, una figura translúcida y fragmentada, como un cristal roto en mil pedazos que brillaban con luz propia, pero rota.

De sus ojos caían lágrimas azules que quemaban la tierra a su paso, dejando marcas humeantes en el suelo.

—Has venido —susurró Elaia, una voz que era al mismo tiempo suave y dolorosa, como el crujido de vidrios bajo el agua.

León sintió el peso de esas palabras. Era más una acusación que una bienvenida.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó, aunque su garganta estaba seca.

Elaia extendió una mano fantasmal y en ella apareció un relicario. Palpitaba, como si tuviera vida propia, un corazón agonizante atrapado en metal frío.

—Toma esto —ordenó—. Y maldíceme cuando entiendas el precio.

León dudó, pero al mirar dentro del relicario, vio imágenes: su propio rostro reflejado, agrietándose como cerámica bajo el fuego, Mara con una flecha negra rota clavada en el pecho, Elaia misma encadenada por lágrimas de su propio sufrimiento.

—¿Por qué yo? —susurró, sin esperar una respuesta.

La diosa le sonrió, una mueca afilada como cuchillas.

—Porque los héroes sanos siempre fallan. Tú… ya estás roto.

León tomó el relicario. Al instante, un dolor eléctrico le atravesó el cuerpo, como si mil agujas le atravesaran las venas, y la oscuridad le reclamó por un momento.

Cuando recuperó la conciencia, el pueblo estaba ardiendo.

Los demonios no eran bestias sin sentido: eran hombres y mujeres retorcidos por la corrupción, con sonrisas de dientes afilados como agujas y piel que parecía derretirse y gotear como cera caliente.

Uno levantó a un niño por el cabello, mostrando el pequeño cuerpo como un trofeo.

—¡Mira lo que pasa cuando juegas a ser héroe! —rugió con una voz que parecía un eco de pesadilla.

Sin pensarlo, León alzó su mano y el relicario reaccionó.

Un muro surgió a su alrededor. No era luz ni fuego. Era un escudo formado por almas perdidas, cadáveres que brillaban con una luz azulada, bocas abiertas en gritos eternos. El muro protegió a Mara y a dos niños.

Al resto los dejó a la suerte de las llamas y los demonios.

Un demonio se lanzó contra la barrera, pero los espectros lo devoraron en segundos, dejando solo huesos limpios.

Mara lo miró, asombrada.

—¿Qué diablos eres? —preguntó, sin quitar la vista del escudo.

León no tenía respuesta.

Esa noche, mientras enterraban a los muertos, Elaia volvió a aparecer.

Su voz era un susurro quebrado:

—Esto es solo el comienzo. Cada vez que uses el relicario, perderás algo. Hoy fue un recuerdo. Mañana… no lo sabrás.

León miró sus manos. Las venas brillaban con un azul espectral, una llama que no se apagaba, una marca de su condena.

Y en su mente, una risa oscura creció.

No era la risa del Rey Demonio.

Era más antigua. Más hambrienta.