«¿Por qué...? ¿Por qué... a mí?»
Kurayami temblaba, sintiendo cómo sus uñas eran arrancadas una a una. El dolor lo atravesaba como fuego líquido, y entre lamentos apenas distinguibles, solo podía maldecirse en voz baja.
«Duele... duele... duele...»
Movía bruscamente las manos y piernas atadas, agitando la silla en espasmos breves e inútiles.
—¡Detente ya, por favor! ¡Ya basta! —rogó entre lágrimas, la voz quebrada al límite del llanto.
Frente a él, la mujer sonrió, impasible.
—Tranquilo... solo falta un poco más. Quédate quieto.
Sin cambiar su expresión, apretó las pinzas y arrancó uno de sus dedos con una precisión escalofriante. Luego lo depositó en una caja de madera, junto con otros fragmentos sangrientos de Kurayami. Dientes, uñas, falanges... todos alineados como trofeos grotescos.
—Por favor... mamá... madre... ayúdame...
Perdido en sus pensamientos, Kurayami intentaba escapar del presente, pero fue arrastrado de nuevo a la realidad por la voz de la mujer.
—Por hoy terminamos, Kurayami. Hasta mañana.
Al oírlo, levantó la mirada y vio su cuerpo destrozado. No tenía dedos, ni uñas, ni paz. Pero en cuestión de minutos, las heridas se cerraron, y las partes arrancadas volvieron a su sitio como si nada hubiera ocurrido.
Y así pasaron los días. Tortura tras tortura. Regeneración tras regeneración. Su cuerpo sanaba... pero su mente comenzaba a fracturarse.
Hasta que, una noche, la mujer descendió las escaleras del calabozo con una sonrisa amplia, casi maternal.
—Ku-ra-ya-mi... ¿tienes hambre? ¿Sed, tal vez? Ya han pasado cinco días sin alimento.
Kurayami, nervioso, evitaba su mirada. Sudaba frío, temblaba.
—S-sí... tengo hambre... y mucha sed...
—Ehhh... qué bien.
Con una dulzura falsa, la mujer reveló lo que ocultaba tras su espalda: una pequeña navaja, brillante y afilada. La sonrisa de Kurayami desapareció.
Ella comenzó a jugar con la hoja entre sus dedos mientras se acercaba lentamente.
—Tranquilo —susurró—, solo será un momento.
Colocó un vaso bajo su brazo y comenzó a cortarlo con precisión quirúrgica. La sangre brotaba, caliente, llenando el recipiente. Al terminar, lo colocó en una esquina, satisfecha.
—¿Sabes? Esto me está saliendo mejor que antes —dijo con alegría, como si hablara de una receta casera.
Kurayami apenas podía respirar.
La mujer volvió a tomar la navaja y se le acercó aún más. Lo miró con ternura fingida, y él le devolvió una sonrisa vacía, mecánica, rota.
De un movimiento brusco, le hundió la hoja en el ojo y lo extrajo con precisión macabra. Luego lo colocó en un plato, junto con uno de sus dedos que sacó de la caja de madera.
Finalmente, con el vaso de sangre en una mano y el plato con carne en la otra, se lo ofreció a Kurayami.
—Hora de comer.
—¡Detente! ¡No quiero! ¡No quiero!
—Vamos... come, come, come...
Le abrió la boca a la fuerza y le metió el trozo de su propio cuerpo, obligándolo a tragar. Después, inclinó el vaso y le hizo beber su sangre.
Las lágrimas corrían sin pausa por el rostro de Kurayami. No era dolor. Era horror. Era desesperación pura.
Y en algún rincón profundo de su mente, una última barrera comenzó a romperse. Silenciosa. Irreversible.