Capítulo 3 – Una tarde de engranajes y presagios

El sol subía con parsimonia cuando Kael volvió a descolgar el cartel de «Vuelvo en un soplo de viento». En la calle, la actividad del Muelle de los Vientos había alcanzado esa cadencia casi musical que solo las ciudades portuarias conocen: silbatos de capataces marcando ritmos, cadenas jadeantes, martillazos que retumbaban como claves de bajo y, por encima de todo, el bufido profundo de los hornos de vapor encendiéndose para el turno vespertino. Hordas de estibadores iban y venían, y entre las cajas de especias, los toneles de queroseno y las jaulas de fauna exótica, un murmullo de “nueva librería” empezaba a colarse en los corrillos. La Voz del Puerto—ese rumor informe que todo lo acaba sabiendo—tardaba menos de medio día en inventariar cualquier novedad.

Con la puerta abierta de par en par, Kael apoyó el hombro en el marco y respiró hondo. El olor a carbón húmedo y algas se mezclaba con el perfume de cuero y tinta que escapaba del interior. Folio, a su lado, olfateaba el aire con refinada curiosidad, mientras Marcapáginas se mantenía en la viga alta, como una gárgola doméstica. El gato tenía especial interés en un paréntesis azulado que, travieso, le rozaba las patas antes de ascender de nuevo; era obvio que probaba pacientemente los límites de su paciencia. Si los ecos narrativos ya se sentían lo bastante cómodos para jugar, significaba que la librería empezaba a enraizarse en la trama invisible de la ciudad.

El siguiente cliente tardó poco en aparecer. Era un joven de bata blanca, lentes redondas y un manojo de tubos de ensayo asomando del bolsillo. Venía corriendo tanto que casi se lleva de bruces el poste de la farola. Se detuvo jadeando delante de Kael.

—Dis… disculpe —farfulló, reajustándose las gafas—. ¿Es aquí donde venden…? —Su mirada atravesó la puerta y quedó presa de los anaqueles, visiblemente trastornada, como si hubiera visto emerger un laboratorio de alquimia en mitad de la calle.

Kael reprimió una sonrisa.

—Bienvenido. Soy Kael. Y sí, si busca libros, está en el lugar adecuado.

—¡Excelente! Soy Alwin Drask, ayudante de laboratorio en el Instituto de Turbulencia Aérea. Buscamos— —se corrigió sonrojado— busco un compendio fiable sobre corrientes convectivas en altitud media. Y tal vez un tratado de isobaras dinámicas. —Sacó un bolsillo suelto de monedas y las tintineó con nervios.

Kael apartó un mechón de pelo del sombrero y se giró, haciéndole un gesto para que lo siguiera.

—Parece que sus temas favoritos acaban de ponerse firmes en la sección de Cartografías Atmosféricas —dijo—. Hablemos de corrientes convectivas.

Alwin caminó tras él con paso vacilante, evitando a Folio, que gruñó amistoso, y mirando de reojo a Marcapáginas, no muy convencido de que aquellos ojos felinos no terminaran evaluándolo. En el corredor izquierdo, Kael rozó tres lomos toscos y uno se inclinó hacia fuera como un saludo. Tapas verde oscuro, letras doradas: «Flujos Ascendentes y Anillos de Estabilidad». A su lado, otro volumen más pequeño, encuadernado en lino azul: «Isobaras Cantantes – Teoría y Práctica».

—Ambos —indicó Kael, apoyando un dedo en cada cubierta—. El primero, para comprender el mapa. El segundo, para oírlo. —Se apartó con elegancia. Alwin, fascinado, abrió el verde y se sumergió en dibujos de corrientes que giraban como serpientes enmarañadas.

—Esto… puede cambiar nuestras mediciones en el instituto —murmuró—. ¿El precio?

Kael calculó rápido: no quería espantar al muchacho, pero tampoco subestimar un texto que, sin duda, era raro. Cinco coronas de plata era demasiado. Tres… tres era justo, teniendo en cuenta el presupuesto anecdótico de un ayudante de laboratorio.

—Tres de plata por los dos —dijo—. Incluye un separador de páginas con escala de altímetros grabada. —Sacó de la manga un marcapáginas de cuero flexible sobre el que se veía una escala vertical en micras; Folio meneó la cola de puro orgullo: la pieza olía a autenticidad.

Alwin palideció, pero vació el monedero. Las monedas plateadas cayeron sobre el mostrador con un sonido claro. Kael aceptó, agradeció, recogió la suma en la libreta de inventario. El Libro Vacío vibró apenas; no era un latido, más bien un cosquilleo, indicio de que aquella transacción alteraba un destino, aunque quizá a baja escala. Kael imaginó que en algún momento, cuando Alwin comparara datos, la Academia entera registraría una desviación en sus mapas.

—¿Quiere bolsa de tela? —preguntó.

—¿Incluida en el precio? —dudó el estudiante.

—Incluida —sonrió Kael—. Solo procure no guardar dentro sustancias explosivas: la literatura convulsiona cuando se mezcla con nitrato.

Alwin soltó una risa tímida, agradeció el consejo y salió casi a trote con los volúmenes bajo el brazo. Al cruzar el umbral, las comillas verdes lanzaron un brillo de aprobación que se reflejó en los lentes redondos. En el exterior, un sirviente del instituto lo esperaba con una carretilla; Alwin apenas lo saludó, impaciente por compartir sus descubrimientos.

Kael vio cómo se alejaba y apuntó la venta en su registro:

“VENTA Nº 3 — Cliente: Alwin Drask. Corrientes Ascendentes & Isobaras Cantantes. Pago: 3 SP. Echo narrativo: leve, persistente.”

Marcó un círculo junto a la nota: quería comprobar en unos días si aparecían ecos asociados. Entonces recordó que el té de la tetera se había entibiado más de la cuenta. Se encogió de hombros: a fin de cuentas, el té era pretexto para medir el tiempo y nunca degustarlo caliente.

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A media tarde, el tráfico peatonal cambió de composición: menos obreros, más comerciales; los vendedores de hierbas exóticas daban paso a corredores con muestras de combustibles y a agentes de aduanas que paseaban con carpetas, apuntando matrículas de aeronaves. Kael aprovechó la pausa para reorganizar la sección de Filosofías del Vapor (un estante caprichoso: cada vez que alguien citaba a un filósofo de caldera, los libros se reordenaban solos). Mientras movía un volumen particularmente pesado, su mente divagaba —como siempre— en paralelo: recordaba la primera vez que había sentido la vibración del Libro Vacío, siglo y pico atrás, cuando salvó a un traductor de morir congelado ofreciendo un diccionario de lengua muerta que resultó ser manual para encender hogueras sin madera. Desde entonces, cada cambio de vida dejaba tinta fresca en las hojas. Pero nunca había descubierto quién se la dictaba: el propio universo, quizá.

El timbre de la puerta retumbó. Kael se giró, empujando el libro gordo a la repisa. Entró una mujer menuda, de cabello recogido en moño rígido, gafas de montura fina y cuaderno de notas apretado contra el pecho. Llevaba insignia de la Asociación de Navegación Comercial —un caduceo alado sobre ancla—, símbolo de contables y auditores. Detrás aparecía un hombre alto, brazos cruzados, rostro curtido: un oficial de muelle. Ambos examinaron la sala con ojos de recelo.

—Buenas tardes —saludó Kael, sin perder la amabilidad—. ¿En qué puedo servirles?

—Inspección rutinaria —anunció la mujer, clavando la mirada en cada estante—. Su establecimiento ha figurado como nuevo registro en la oficina municipal esta mañana; debemos verificar prácticas comerciales y pago de licencias.

Kael negó con respeto.

—Toda la documentación está en regla. —Sacó de un cajón una carpeta de papel crema. Los formularios relucían, sellados con timbres oficiales: la ventaja de un pequeño truco caligráfico aprendido en un reino donde los burócratas adoraban la pulcritud. Aun así, eran legítimos: Kael nunca falsificaba, solo rellenaba con antelación.

La inspectora revisó, asintiendo. Folio, tumbado tras el mostrador, gruñó muy bajito: aroma de tinta fresca en autoridades predispuestas; ni mala ni buena, solo burocracia. Marcapáginas, más curioso, se desplazó sin ruido por la viga superior hasta quedar encima de la pareja.

—Tenemos constancia —continuó la mujer— de que un menor adquirió esta mañana un manual de aerodinámica. ¿Confirma usted haber cobrado la tasa juvenil reducida?

—Exactamente tres de plata por los dos libros—respondió Kael, mostrando el asiento contable—. Puede comprobar.

Ella contó las monedas. Confirmó. El oficial, que hasta entonces no había dicho palabra, sonrió de medio lado.

—Bonito gato —apuntó, señalando a Marcapáginas—. No suele verlos uno tan quietos.

El felino, ofendido por la insinuación de simple decoración, bufó. El bufido desencadenó algo inesperado: una de las comillas verdes que aún flotaba sobre la sección de Mecánica cayó como una luciérnaga y giró en torno al uniforme del oficial. Desconcertado, el hombre trató de espantarla; la comilla dejó un trazo fluorescente en su manga, como si lo firmara.

La inspectora arqueó ambas cejas. Kael avanzó con calma.

—Pequeña reacción de tinta lumínica —improvisó—. A veces los pigmentos almacenan electricidad estática. Se disipará en un minuto.

La mujer aceptó la explicación a medias. Sacó su cuaderno y anotó algo. Cuando levantó la vista, la comilla ya flotaba de vuelta con su compañera, sin rastro de tinta en la manga —la realidad había decidido que aquel rasguño era decorado sobrante. El oficial, frunciendo el ceño, se ajustó la chaqueta. No comentó nada.

Finalmente, la inspectora cerró la carpeta.

—Todo está correcto —concedió—. Pero recuerde: esta zona es estricta con los registros de importación. Si llegan volúmenes procedentes de otros puertos, declare el impuesto de paso. —Guardó el cuaderno—. Buenas tardes.

Cuando la pareja salió, el portal quedó inundado de rumor de motores. Folio se relajó; Marcapáginas se limpió una pata con aire de triunfo.

—Gracias por no abrir portales improvisados —susurró Kael hacia el felino. El gato, altivo, se encogió de hombros.

Con la inspección superada, el librero se permitió un respiro. Sacó de bolsillo interno el Libro Vacío; esta vez sí lo abrió. Dos frases se habían escrito durante la tarde, ambas aún calientes:

«La brisa estudiosa encuentra un mapa, y el mapa le enseña a escuchar los giros del viento.»

«Un cuaderno de sellos se llena, pero una duda luminosa se posa sobre la manga de un guardián.»

Kael sonrió. Siempre poética, la tinta parecía apreciar la ironía.

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El día avanzó sin sobresaltos: vendió un compendio de recetas de resinas antipolilla a un maestro talabartero, un catecismo de engranajes a un adolescente fascinado por relojes, y un ensayo sobre la ética de la cartografía a una pareja de filósofos en plena discusión. Cada vez que una venta ocurría, los ecos narrativos aparecían: un paréntesis deslizándose por la lámpara, un punto y coma flotando sobre el mostrador, un adverbio fosforescente que chispeó y se deshizo antes de tocar la alfombra. La librería estaba viva, latiendo.

Al caer la tarde, Kael cerró la puerta para limpiar. Se sentó en el banco de la trastienda, Folio apoyó el hocico sobre sus botas y Marcapáginas, tras una sesión de caza improvizada de puntos suspensivos —que siempre acababan escapando— se acurrucó sobre una pila de mapas sin encuadernar.

Kael dejó la libreta de inventario a un lado y sacó del chaleco un pequeño reloj de arena, sustituto temporal del cronómetro perdido. Las arenillas negras descendían despacio. Cuando la última llegó abajo, se permitió recordar. Su memoria volvió a aquel incendio, años atrás, cuando, aún humano, salvó un incunable en llamas; a la biblioteca infinita que se abrió como compensación por aquel acto; a la primera vez que Folio ladró señalando una mentira escrita; a la vez que Marcapáginas, curioso gatillo entonces callejero, atravesó un estante como si fuera cortina y salió con un manual sobre portales.

Sacudió la cabeza: el pasado era útil sólo como contexto. Lo importante era el presente: un puerto que apenas empezaba a descubrirlo, una niña que quería volar, un ayudante de laboratorio a punto de redefinir gráficas, unos inspectores satisfechos—por ahora—y un Libro Vacío con tres líneas recién entintadas. Cada línea, una semilla.

—Mañana será más movido —dijo en voz baja, acariciando el lomo oscuro.

Y quizá encuentres tu cronómetro, se burló su mente. Kael rió suavemente: sarcasmo y esperanza eran dos caras de la misma moneda.

Apagó el hornillo. Las lámparas se redujeron a brasas. El puerto, al otro lado, aún gruñía, pero las sirenas se apagaban una a una. Kael cerró la puerta trasera y regresó al centro de la librería. Contempló los estantes, satisfecho: cada libro parecía respirar, expectante. Acarició el mostrador como quien toca el timón de un barco y subió la escalera al altillo: una buhardilla con cama estrecha y ventana al océano de luces nocturnas.

Folio se acomodó al pie de la escalera. Marcapáginas lo imitó, pero desde lo alto de la barandilla, guardián incorruptible. Kael se despojó del gabán, dejó el chaleco colgado y, antes de acostarse, abrió la ventana. El aire entró cargado de sal y carbón. Miró la línea del horizonte, donde un dirigible fantasma flotaba con los faroles apagados, y sonrió sin que nadie lo viera.

—Falta mucho para que me sorprendas del todo, mundo —susurró—. Pero vamos bien.

La brisa respondió con un silbido que agitó las hojas de un diccionario abandonado. En algún lugar del puerto, un clarín nocturno anunció la última guardia. La Librería Errante suspiró al unísono, y en su corazón de páginas, la tinta de las nuevas líneas se secó, dispuesta a esperar la próxima historia que reclamara un renglón.

Kael cerró los ojos. Mañana el puerto de los Vientos volvería a despertar, y él abriría de nuevo la puerta, preparado para las preguntas correctas y los libros exactos. Porque esa era la única promesa que un librero inmortal podía hacer: la de ofrecer al lector lo que necesitaba antes de saber que lo buscaba. Y el Libro Vacío, paciente, aguardaba la próxima palabra.