Hubo un día, imposible de fechar, donde el sol ascendió como siempre… pero sin esencia. Las campanas de las catedrales no sonaron. Los ancianos despertaron con la sensación de que algo —algo inmenso y eterno— había sido arrancado del tejido mismo del mundo. Fue aquel amanecer gris donde el Cielo decidió cerrar sus ojos.
La humanidad lo sintió. No de inmediato, no como un trueno. Fue un silencio que se arrastró entre los rezos y los templos, carcomiendo el dogma, filtrándose en los huecos del alma. No hubo señales, ni ángeles caídos, ni jinetes del Apocalipsis. Hubo algo mucho más aterrador: la ausencia total de Dios.
No era prueba. No era juicio. Era hartazgo. El Creador, tras milenios de ruegos vacíos y fe contaminada por el egoísmo, se marchó. No con furia, sino con desgano. Como un padre que, tras años hablando a una casa sorda, simplemente cierra la puerta sin decir adiós.
Desde ese punto, cada hilo de realidad se tensó. El abandono no fue un momento. Fue un colapso escrito en las sombras del tiempo.
Dios no huyó, ni murió, ni fue destronado. No hubo rebelión en el Reino Celestial, ni traición entre querubines. Fue voluntad pura, absoluta. Y fue humana la causa.
Por siglos, el hombre convirtió lo sagrado en negocio, la piedad en espectáculo. Los templos eran catedrales de vanidad; las escrituras, armas políticas; los profetas, caricaturas. La guerra en Su nombre se volvió rutina, la oración una máscara.
Cada acto contaminado con doble intención fue una gota. Y el cáliz rebosó. El momento exacto es desconocido, pero hay registros antiguos que hablan de un eclipse sin fin sobre el Vaticano, de una lluvia negra en Jerusalén, de un grito sin sonido que hizo sangrar los oídos de los monjes en el Himalaya.
Fue entonces cuando el Reino cerró sus puertas. No por castigo, sino por asco. Y con Él, se retiraron las leyes que sostenían el equilibrio.
Antes de los hombres, antes de los nombres, hubo seres. No ángeles, no demonios, sino potencias sin moral, sin rostro. Fueron llamados Colosales, pero no porque fueran grandes, sino porque eran absolutos. Representaban pulsos puros de existencia: Hambre, Sangre, Tormento, Putrefacción, Locura, Tiempo, Ruina.
En la génesis de la creación, cuando el mundo aún era una bestia sin domesticar, estos entes fueron sellados por Dios mismo en los nudos invisibles de la realidad. No fueron derrotados: fueron contenidos. Porque ni siquiera Dios podía destruir lo que había nacido junto a Él.
Pero cuando se rompió el vínculo con la humanidad, esos sellos también se rasgaron. No como un castigo, sino como una consecuencia natural. Sin la voluntad divina para sostenerlos, los nodos cósmicos cedieron. Y los Colosales despertaron.
Cada uno emergió no desde afuera, sino desde dentro. Las montañas se abrieron como costras. El mar vomitó ojos. Los desiertos se partieron en espinas vivas. Aquello que fue sellado regresó… no para conquistar, sino simplemente para existir. Y su existencia significaba ruina.
Las leyes eran un susurro divino en el entramado del universo. Dios no solo dictó mandamientos, sino gravedad, lógica, causalidad, moral. Todo se sostenía en su presencia. Al marcharse, las costuras comenzaron a rasgarse.
Tiempo y espacio colapsaron en regiones enteras. En las Islas del Norte, el día se repitió por 93 años seguidos. En el sur, el cielo giraba como un remolino. En ciertas aldeas, los muertos no se pudrían, ni los vivos envejecían. Las matemáticas dejaron de funcionar: dos más dos era cinco, pero solo los lunes.
Las leyes humanas fueron las primeras en romperse. No porque eran débiles, sino porque eran reflejo de un orden que ya no existía. Los jueces fueron arrastrados por multitudes, los parlamentos se convirtieron en arenas de sangre. Las escrituras sagradas fueron quemadas, pero no por enemigos: por sus propios sacerdotes.
No todos aceptaron el colapso. Muchos buscaron sentido, otros negaron la realidad. Pero entonces llegó la Noche del Ojo.
El 13 de un mes que ya no pertenece a ningún calendario, la luna desapareció. En su lugar, el cielo se partió como una piel muerta, y un ojo —inmenso, eterno, imposible— se abrió en lo alto. No miraba: observaba. No brillaba: juzgaba.
Cada ser humano en la Tierra escuchó, al mismo tiempo, una frase. No con los oídos, sino con los huesos:
**“Yo era vuestro aliento. Ahora, sed vuestro juicio.”**
No hubo histeria. Solo un silencio más profundo que el anterior. Porque la frase no contenía amenaza, sino verdad. Ya no habría intervención, ni redención, ni misericordia. Estábamos solos. Completamente solos.
El mundo respondió como siempre responde cuando se enfrenta a lo incomprensible: con violencia. Las potencias se acusaron mutuamente. Las facciones religiosas se enfrentaron. Sectas surgieron como hongos. Y los gobiernos… los gobiernos activaron todo lo que habían prometido no usar jamás.
El cielo se llenó de fuego. Satélites cayeron como estrellas malditas. Misiles con cabezas nucleares surcaron los continentes. En menos de seis días, veintisiete naciones fueron borradas del mapa. Pero no importó. Porque los Colosales ya caminaban.
La criatura llamada Hambre cruzó el continente africano y, a su paso, la piel de los hombres se marchitaba como papel viejo. La entidad llamada Ruina hizo de las ciudades cadáveres de concreto viviente. Sangre, con forma de danzarina de mil brazos, convirtió la región asiática en una sinfonía de arterias abiertas.
No había defensa. No había frontera. No había diplomacia.
Y entonces, sin Dios, sin patria, sin lógica… el hombre se desnudó. Lo que emergió no fue la barbarie: fue la esencia. Porque en ausencia de juicio, la verdad se muestra sin máscaras.
Las madres abandonaron a sus hijos. Los hijos comieron a sus padres. Las mujeres fueron encadenadas por precio de una fruta podrida. Los cuerpos fueron moneda. El honor, un cuento antiguo. Los templos se convirtieron en mercados de esclavos. Y aún así, cada transacción llevaba una oración vacía.
Los pocos creyentes que resistieron fueron cazados. No por odio, sino por burla. Se los crucificaba de espaldas, se les tatuaban blasfemias con hierro caliente, se los obligaba a comulgar con sangre contaminada.
Las biblias fueron destripadas. Y con ellas, la esperanza.
Y sin embargo, todo esto —cada lágrima, cada crimen, cada sombra— fue consecuencia de un abandono anunciado. No una venganza, sino una devolución. Dios no los castigó. Les devolvió el mundo tal como lo habían hecho.
Desde la primera letra de la historia humana hasta la última lágrima del último niño vendido por pan… todo había estado entrelazado. No había caos: solo consecuencia.
Ese día como los demás el refugio se cubrió de sombras tras llegar la noche. Allí, en ese rincón escondido entre montañas rotas y árboles secos, las personas no eran fuertes pero tampoco eran débiles. No habían olvidado lo que se perdió: la felicidad plena, la paz del mundo antiguo, la risa sin miedo.. Pero esa noche todo cambio.
No hubo luna aquella noche. Solo un ojo.
Un ojo inmenso, rojo, abierto en el firmamento como una herida sin cicatrizar. Suspendido donde antes reinaba la luna, giraba lento sobre sí mismo, con una pupila dilatada que parecía observar el mundo no con juicio... sino con hambre.
Y fue bajo ese ojo que nació Zorok.
Pero su madre ya estaba muerta.
Su cuerpo, desnudo y lacerado por cuchillos y hombres, yacía medio enterrada bajo restos de concreto ennegrecido. Su vientre se había abierto por el filo de una lanza o quizá por la furia de algún hombre feroz. Nadie supo. Nadie preguntó. Nadie quedaba vivo que se atreviera a acercarse.
Excepto él.
Excepto ese pequeño cuerpo que, aún manchado de sangre y nacido entre vísceras, no lloró.
Zorok no hizo el sonido que debería anunciar la vida. No gritó, no se agitó. Solo abrió los ojos. Y en ese instante, el ojo del cielo lo miró.
Y él… le devolvió la mirada.
Sus ojos, negros como el abismo grandes y puros, se tiñeron con un leve resplandor carmesí.
No fue rabia.
No fue miedo.
Fue reconocimiento.
El mundo a su alrededor era una sinfonía de ruinas. Aquel refugio, que alguna vez estuvo lleno de calidez y bonitas casas, ya no lo tenía. Solo quedaban muros destruidos, árboles calcinados, un suelo quebrado como la fe del hombre. Lo poco que aún resistía, estaba en llamas.
Era la noche del saqueo. Humanos que habían escapado de refugios lejanos —hombres sin alma, piel curtida por la desesperación y ojos vacíos de compasión irrumpían en el cementerio de ruinas para arrebatar lo último que quedaba: comida, cuerpos, carne viva. Algunos buscaban pan. Otros, cuerpos jóvenes. Otros simplemente querían hacer daño. Ya no sabían por qué.
Cerca del lugar donde Zorok había nacido, una mujer fue atrapada mientras intentaba esconder a sus dos hijas bajo unas planchas oxidadas. Las separaron, las golpearon. Violaron a la madre primero. Luego a la mayor. La menor fue degollada solo por llorar. Uno de los hombres reía mientras usaba sus órganos como adorno en su cuello. En una esquina, un niño de cinco años fue quemado vivo porque uno de los saqueadores "quería ver si gritaban diferente que los adultos".
Perros, antes mascotas, ahora bestias famélicas, se alimentaban de cadáveres aún calientes. Un cuerpo que se arrastraba buscando agua fue despedazado por una jauría. Nadie los detenía. Nadie los guiaba. Dios ya no estaba.
Y Zorok, con apenas minutos de existencia, vio todo.
Un hombre quizás un padre intentó proteger a su hija. Cayó. Le cortaron las piernas. Luego las manos. Luego, entre risas, le dijeron que si no se las comía, violarían a la niña.
El hombre, entre llanto y sangre, la miró.
Le sonrió, como un monstruo que aún intentaba ser humano.
Y devoró su carne.
Luego, como premio, uno de los saqueadores le hundió una lanza en la espalda y le abrió el estómago, mostrando los intestinos a su hija, que solo podía temblar y llorar, como si ese llanto pudiera comprarle una última noche de vida.
Zorok no pestañeó.
Fue entonces cuando un cambio invisible estremeció el aire. Un silencio repentino, como si el mismo suelo se negara a respirar. Las llamas dejaron de crepitar. Los perros huyeron con el rabo entre las piernas. Y los saqueadores… se quedaron inmóviles.
Un sonido se oyó en la distancia.
PUM…
Un paso.
PUM…
Otro.
Los humanos, aquellos asesinos, temblaron como niños. Uno murmuró con los labios resecos:
S-se aproxima un colosal…
No esperaron confirmación. Todos comenzaron a correr. Algunos se lanzaron en pozos, otros se escondieron entre cadáveres aún tibios, como si la muerte los disfrazara de invisibles
Zorok no se movió.
Una mujer, violada hasta sangrar, la piel hecha jirones, vio al bebé entre los escombros. No tenía fuerzas. No tenía fe. Pero algo en esos ojos la obligó a moverse. Gateó. Sangró en cada arrastre. Pero llegó hasta él.
Lo tomó. Lo envolvió en su cuerpo tembloroso, Se lleno de coraje y cor
Mientras se desvanecía por una grieta, Zorok alzó la vista una vez más.
En el horizonte, una silueta negra se alzaba como una montaña con vida. Su cabeza no tenía rostro, solo bocas. Decenas. Abriéndose y cerrándose como heridas antiguas. No hablaba. No gritaba. Solo avanzaba.
Y con cada paso, las estructuras colapsaban, los huesos se partían, los vivos olvidaban quiénes eran.
No era un monstruo.
Era un juicio.
Zorok lo miró sin miedo.
No lloró.
No gimió.
Solo observó.
Y en sus ojos, lo que una vez fue inocencia se rompió como un cristal bajo una bota.
Un mar de sangre comenzó a nacer en su mirada. No por odio. No por venganza.
Sino porque comprendía.
El mundo ya no tenía salvación.
Solo testigos.
Y él sería el más fiel de todos.