Introducción.

Nunca pensé que hackear a la NASA sería tan fácil.

Bueno… fácil si tienes a Rodrigo distrayendo al profesor, a Elvia controlando las cámaras del centro de investigación y a África y Francisco vigilando las puertas. Yo solo tuve que pulsar “enter”.

Ese clic lo cambió todo. Fue el momento en que nuestra máquina teletransportadora dejó de ser un proyecto imposible para convertirse en una bomba de problemas.

Estábamos en plena excursión del colegio, supuestamente aprendiendo sobre ciencia. Pero, en realidad, habíamos venido a por la última pieza para nuestro invento épico. Un microscopio con cuatro lentes de cien aumentos, conectado a un ordenador capaz de apuntar coordenadas y desintegrar materia.

En teoría, nada podía salir mal.

En la práctica… bueno, ya verás.

—¡Chicos, qué hacéis! No podéis estar aquí. —la voz del vigilante nos heló la sangre.

—Perdón, pero estamos terminando la máquina teletransportadora. —respondí con la cara más seria que pude.

—¿Qué?

—De hecho, estamos hablando con la NASA para terminarlo.

—…Vale, pero vais a tener un parte.

Cuando terminó de regañarnos, activamos la máquina por primera vez. Metimos a una rata con un trozo de queso. Un destello. Un rayo. Un silencio que nos hizo contener la respiración.

La rata apareció en el otro lado… con una bruma extraña a su alrededor.

Nos miró. Cogió el queso. Y algo en su mirada no era normal.

—Lo hemos conseguido… —susurró África.

—¡Tenemos que patentarla ya! —gritó Rodrigo.

—Vale, las coordenadas de Madrid son estas: 40°25'13.6"N 3°41'18.1"W —dije yo.

Nos teletransportamos. Volvimos. Y ahí fue cuando todo empezó a salir mal.