—Ey, Sophie, ¿por qué estás tan distraída hoy? —eso fue lo que rompió mis pensamientos de golpe.
—Nada importante, Lyra —respondí rápido.
—Tienes la cara un poco roja. ¿Eso es "nada"? —dijo, alzando una ceja.
Inevitablemente, no pude contener mi vergüenza.
Llevaba gran parte de la clase pensando en un hechizo de magia avanzada que quería aprender. Pero, ¿cómo decírselo a Lyra sin que me mire como bicho raro? Eso fue lo primero que pensé.
Intenté responderle, pero antes de que pudiera abrir la boca, el profesor Karl alzó la voz desde el frente:
—¿Qué hacen ahí atrás?
Solo guardamos silencio y volvimos a mirar al frente, fingiendo que no pasaba nada.
Cuando por fin salimos de la clase, Lyra me miró con esa expresión suya, entre curiosa y un poquito insistente.
—Ahora sí… ¿me vas a decir qué fue lo que te puso roja?
Yo bajé la mirada un segundo, dudando, pero al final solté:
—Pensé que… quería conocer a algún chico.
Lyra se quedó en silencio medio segundo y luego gritó de la impresión:
—¡¿TÚ QUIERES ENAMORARTE?!
Su voz resonó por todo el pasillo. Varias personas se giraron a vernos con cara de “¿qué está pasando?”.
Yo solo quería que me tragara la tierra.
Vaya excusa más mala, pensé para mí misma.
Lyra se puso insistente.
Desde que salimos del aula no paró de hablar, de mirarme de reojo con esa sonrisa suya de “sé algo que tú no quieres admitir”, y de lanzarme preguntas una tras otra, como si estuviera en una misión secreta.
—Pero, ¿cómo así? ¿Desde cuándo? ¿Tienes a alguien en la mira? ¿Soñaste con alguien, ¿verdad? ¿Fue Cayene? Dime que fue Cayene…
Yo solo trataba de responder con evasivas. Un “no sé”, un “ni idea”, un “no fue nadie en particular”, y un par de murmullos sin forma. Pero Lyra no se rendía fácil. Ella podía oler un secreto a kilómetros. Y peor aún, parecía divertirse con eso.
—¡Vamos, Sophie! Esto no te lo puedes guardar, me decía, empujándome suavemente con el hombro mientras bajábamos las escaleras que daban al jardín principal de la academia. Tú me ayudaste a practicar el hechizo de levitación inversa. Ahora me toca ayudarte a ti a… levantar el corazón.
—Eso no es ni un conjuro real —resoplé.
—Ya veremos —dijo con un guiño exagerado.
Cuando por fin llegamos al jardín, el aire olía a hojas frescas, lavanda encantada y un poco a pólvora mágica (probablemente alguien había hecho explotar algo sin querer). Las ramas de los árboles flotaban apenas unos centímetros sobre el suelo, como si el viento se moviera solo para ellos, y las flores abrían y cerraban sus pétalos al ritmo de una canción que solo ellas podían oír.
Había varios chicos y chicas por ahí, practicando magia o simplemente descansando. Algunos intentaban controlar esferas de energía sin que se les escaparan de las manos; otros jugaban con criaturas pequeñas hechas de luz y polvo de estrellas. Un par discutía sobre teorías de hechizos con el ceño fruncido, como si se estuvieran jugando la vida en una fórmula.
Nos sentamos en uno de los bancos de piedra, bajo una enredadera que soltaba pequeñas gotas brillantes cuando caía la luz del sol.
Lyra estiró las piernas, me miró con ojos encendidos y dijo:
—Bueno… a ver qué tenemos hoy. Hay buenas opciones.
Yo me giré para verla y antes de que pudiera protestar, ya estaba señalando con la barbilla, como si fuera una cazadora en medio del bosque.
—Ese de allá, el que tiene el cabello revuelto y cara de que no durmió en toda la noche… ese debe ser de los que escriben hechizos y lloran con libros antiguos. Tiene toda la pinta.
Moví los ojos, pero no dije nada.
—El que está haciendo levitar esa roca gigante sin esfuerzo, ¿lo ves? Ese parece más del tipo fuerte pero tierno. Seguro te hace reír sin darte cuenta.
Me crucé de brazos, fingiendo indiferencia, mientras ella seguía.
—Y ese que está solo, leyendo a la sombra… ese sí que es interesante. Está en su mundo. Míralo. Ni se inmuta. Me encanta ese aire de misterio como de “yo sé algo que tú no”. Tú necesitas alguien así.
Yo suspiré y me cubrí la cara con las manos.
—Lyra… no son varitas en un mercado, ¿sabes?
Ella se rió como si hubiera dicho el mejor chiste del mes.
—¡Ya sé, ya sé! Pero tampoco puedes quedarte esperando que alguien caiga del cielo directo a tus brazos mágicamente. Aunque… bueno, literalmente podría pasar, con la clase de transmutación aérea que tienen los de cuarto año —añadió, y ambas soltamos una risa baja.
Me quedé un momento en silencio, mirando al chico del libro bajo la sombra. No es que me interesara de verdad… pero había algo en cómo pasaba las páginas, como si estuviera buscando respuestas que no se escriben tan fácil.
A lo mejor era solo mi imaginación. O el hecho de que, por primera vez en mucho tiempo, me estaba permitiendo mirar.
Lyra se me acercó un poco, más tranquila ahora, y me dijo en voz más baja:
—No se trata de tener novio, Sophie. Se trata de abrirte. De sentir. De dejar de esconderte como si no tuvieras derecho a querer algo… o a alguien.
La miré. Sus ojos no tenían burla esta vez, ni esa expresión de “estoy disfrutando tu drama”. Solo ternura. Como si entendiera más de lo que decía.
—Tal vez… —susurré.
Ella sonrió de lado.
—Y si no funciona… siempre puedes enamorarte de mí. Aunque eso sí, también es complicado —dijo riendo mientras me daba un pequeño codazo.
Yo solo la miré con desdén, sin decir nada.
Lyra se llevó una mano al pecho, exagerando como si la hubiera herido de muerte.
—¿Tanto te desagrada mi última propuesta? dijo, entre risas.
—Sé que es broma… tú Sophie estás enamorada de Cayene, ¿no?
Yo solo aparté la mirada y murmuré:
—Solo que… creo que debería ir a practicar hechizos en este momento.
Caminé sin apuro, cruzando el jardín, mientras los sonidos del lugar seguían flotando a mi alrededor, risas, conjuros que chispeaban en el aire, palabras suaves en idiomas antiguos que los aprendices murmuraban con dedos temblorosos.
Pero en mi cabeza… había otra cosa.
Una pregunta que me daba vueltas.
¿De verdad necesito enamorarme?
Cuando llegué a mi habitación, cerré la puerta con un suave chasquido de magia. Me senté en la cama, sin siquiera quitarme los zapatos.
Miré mis manos, sentí un leve zumbido en mis dedos, como un recordatorio constante de todo lo que ya habitaba en mí.
Y solo pensé:
Para qué necesito amor… si la magia es suficiente para mí