Me detuve frente a su puerta, respiré hondo como si estuviera a punto de lanzarme en paracaídas sin paracaídas, y llamé.
Ya no había vuelta atrás. A menos que me apeteciera tirarme por el hueco de la escalera.
La puerta se abrió casi inmediatamente, sin darme tiempo para entrar en pánico o salir corriendo.
Ahí estaba él —con traje. Uno de verdad. No del tipo que te pones para una reunión de Zoom o para dar celos a tu ex en Instagram, sino de esos que susurran «dinero» y «yo nunca hago cola para nada, jamás».
Parecía que estaba a punto de salir.
Quizás a una cita.
Probablemente con alguien alta, elegante y peligrosamente inmune a los carbohidratos.
El arrepentimiento dio un rápido giro en mi estómago, y di un pequeño paso atrás, replanteándome ya todo.
Pero entonces me hizo un gesto para que esperara. Estaba al teléfono, pareciendo mucho un hombre que cerraba tratos antes del desayuno. Levantó una mano, articuló «un segundo», y luego señaló hacia dentro.