Suena una alarma de teléfono marcando las 8:00 a.m. El tono estridente se escucha acompañado de una voz programada que dice:
"¡Okite, namakemono! Gakkō ni ikanakya ikenai! Okiro!"
(¡Despierta, vago! ¡Tienes que ir a la escuela! ¡Despiertaaa!)
Junto al teléfono, sobre el suelo, hay un futón tradicional japonés (un colchón de algodón que se usa directamente sobre el piso). Debajo de una sábana que cubre por completo a alguien, un brazo sale perezosamente en dirección al teléfono para apagar la alarma. Pero, antes de lograrlo, suena una llamada entrante: Misumi.
Con los ojos entrecerrados, presiona el botón de cancelar llamada, apaga la alarma y se sienta en el futón, confundido, murmurando medio dormido:
—¿Qué... qué tenía que hacer hoy? Mmm... no lo recuerdo... mejor me duermo otro rato...
Se acuesta de nuevo, pero 25 minutos después, suena el teléfono otra vez, mostrando el mismo nombre: Misumi. Trata de apagar la alarma de nuevo, pero por accidente acepta la llamada. Una voz furiosa, intensa y con tono amenazante se escucha al otro lado:
—¡Nakamura! ¿Por qué no contestabas? ¿Otra vez pasaste toda la noche jugando videojuegos como la última vez? ¡Levántate, idiota!
Kidai , aún medio dormido, abre los ojos de golpe, asustado.
—Ah... son las... —mira el celular— ¡SON LAS 8:25! ¡LA ESCUELA!
Salta del futón apresurado.
—Hola, soy Kidai Nakamura. Sí, ese mismo que parece recién sacado de la tumba, con el pelo despeinado y la cara de zombie, yendo tarde al instituto.
Corre al baño, se ducha y se cepilla los dientes a toda velocidad. Mientras tanto, su gato Kuro lo observa, maullando para que le dé de comer.
Sale del baño, se pone las zapatillas, pero olvida los pantalones. Kuro sigue insistiendo, maullando más fuerte.
—¡Ah, mi pantalón, demonios! —regresa corriendo al baño a buscarlo.
Kuro se tumba junto a la puerta, rascándola desesperadamente para pedir comida. Kidai abre la puerta y, sin querer, pisa la cola del gato. Kuro lo mira con desprecio e indignación.
—Lo siento, Kuro...
Se termina de vestir, prepara un sándwich improvisado, le da la mitad al gato y mete lo que queda en su mochila. Sale apurado hacia el instituto. Al abrir la puerta, suena el teléfono otra vez; lo saca del bolsillo derecho y atiende con tono confundido:
—¿Hola?
La misma voz furiosa grita:
—¡Nakamuraaaa! ¿Por qué no estás en el instituto?
—Lo siento, Misumi... ya voy saliendo, directo al instituto.
—¡Más te vale, Nakamura! Si no llegas, vas a ver de lo que soy capaz... y no se te ocurra colgarme...
Kidai cuelga sin dudar.
—Jajaja... me va a matar cuando llegue —murmura.
Antes de cerrar la puerta, le habla a su gato:
—Kuro, cuida la casa... y perdón otra vez.
Kuro lo mira con soberbia e indignación. Kidai cierra la puerta, saca la llave del bolsillo izquierdo y la traba.
Al mirar al cielo, se cubre los ojos del sol.
—No sé por qué, pero siento que este será el mejor día de mi vida...
Toma su bicicleta, la desata y coloca la mochila en el canasto. Pedalea entre calles congestionadas de autos. Saluda de lejos a una vecina con su hija, pero al girar para verla de nuevo... choca de frente contra un auto.
El impulso lo lanza por los aires, gira sobre sí mismo y cae violentamente al suelo. Su cabeza golpea con fuerza... su cuello se rompe. Todo se detiene.
Con la poca conciencia que le queda, piensa:
—¿Qué... qué pasó? Choqué... qué mala pata...
Sus ojos se cierran lentamente. Todo se vuelve oscuridad.
—Morí... así de simple... Ya no alimentaré a Kuro... Misumi, no te enojes porque morí... Mis padres... ¿me extrañarán? Tal vez me olviden... La vida es tan frágil...
En la oscuridad, una voz grave resuena:
—Despierta, tonto. Deja de llorar y lamentarte porque moriste.
Kidai abre los ojos. Frente a él, un monstruo de 2,3 metros, piel completamente negra, ojos blancos brillantes, dos alas negras como la noche, lo observa sentado, piernas cruzadas e inclinado hacia adelante.
—Por fin despiertas —dice el monstruo, con un tono aburrido.
Kidai, aterrado, corre en dirección opuesta.
—¿Dónde estoy? —grita.
El monstruo responde:
—En Nanamonai.
Kidai corre y corre, pero siempre termina en el mismo lugar, sin notarlo por el shock. El entorno es un espacio infinito de oscuridad, salvo por un círculo de luz blanca donde están él y el monstruo.
—Morí hace unos segundos... —dice Kidai en voz alta.
—Sí, moriste —confirma el monstruo.
Agotado, Kidai se detiene, respirando con dificultad.
—¿Dónde estoy? ¿Es... el infierno? ¿Eres un akuma que me atormentará toda la eternidad?
El monstruo ríe:
—¿El infierno? Ojalá. Ni infierno, ni cielo... Es un limbo de oscuridad llamado Nanamonai. Yo te llamé aquí con esta campana.
—¿Qué campana? —pregunta Kidai.
El monstruo extiende su brazo izquierdo, chasquea los dedos, y en su palma aparece una pequeña campana plateada.
—Te llamé a este limbo para ofrecerte un trato —dice el monstruo, sonriendo apenas.
—¿Un trato? ¿De qué se trata?
—Es simple —el monstruo extiende su mano derecha, su tono se vuelve siniestro—. Solo quiero un apretón de manos. Así de simple. A cambio, regresarás a la Tierra... conmigo a tu lado. Este apretón será eterno... hasta que tus huesos se vuelvan polvo.
Kidai duda.
—¿Qué ganas tú?
—Mi libertad —responde el monstruo—. Y tú, la tuya. Vamos, deja los rodeos. ¿Aceptas?
Kidai, sin estar del todo convencido, asiente:
—Acepto...
—Excelente —dice el monstruo—. Dame tu mano y cerraremos el trato.
Kidai extiende su brazo. Al estrechar la mano del monstruo, la luz sobre ellos comienza a expandirse más y más.
—¿Qué está pasando? ¿Cómo te llamas? —pregunta Kidai.
—Me llamo... Daiki. Y gracias —responde el monstruo.