La partitura del silencio.

La lluvia golpeaba el cristal con una suavidad casi hipnótica. Afuera, el campus dormía envuelto en niebla. Adentro, el viejo edificio de música parecía suspendido en el tiempo. Nadie usaba ya esa biblioteca. Demasiado polvorienta, demasiado olvidada. Justo como le gustaba a Lía.

Caminaba entre estanterías llenas de partituras encuadernadas en cuero agrietado, cuando algo la hizo detenerse. Una carpeta negra, sin título, sin fecha, sobresalía ligeramente de una fila perfectamente alineada. La sacó con cuidado. No era una fotocopia ni una impresión. Era tinta real, trazos a mano, y una inscripción en latín al final de la página:

> “Sonet ad astra, et tempus curvabit”

Que suene hacia las estrellas, y el tiempo se doblará.

—Qué drama —murmuró, sonriendo, pero su curiosidad ya estaba atrapada.

Llevó la partitura al salón donde había un piano antiguo, cubierto por una sábana. Lo destapó. Las teclas estaban frías, algunas amarillentas, pero todavía respondían. Se sentó, estiró los dedos y empezó a tocar.

La melodía era... extraña. Triste y seductora. Cada nota parecía susurrar algo en un idioma olvidado. A medida que avanzaba, el aire se volvía más denso, como si la sala respirara con ella.

Entonces sucedió.

Una ráfaga de viento —imposible, no había ventanas abiertas— levantó las partituras y apagó la única lámpara de techo. La oscuridad cayó como una cortina.

Lía se puso de pie de golpe.

—¿Hola? —preguntó, aunque sabía que estaba sola.

Pero ya no lo estaba.

El aire olía distinto. A cera derretida. A madera vieja. A perfume masculino. Escuchó pasos. Lentos, firmes. Alguien estaba allí. Giró hacia la puerta… que ya no era una puerta moderna, sino de roble tallado.

Y el hombre que la cruzó no parecía de su tiempo.

Vestía un abrigo largo, negro, con botones de plata. Sus ojos la escanearon con la intensidad de alguien acostumbrado a tener respuestas. Pero Lía no tenía ninguna.

—¿Quién eres? —preguntó él, sin un atisbo de sorpresa. Su voz era grave, su acento extranjero.

Ella tragó saliva.

—Creo… creo que no debería estar aquí.

Él ladeó la cabeza, observándola como si fuera una alucinación interesante.

—Oh, sin duda no deberías.

Y entonces sonrió. Como si ya supiera que ella no tenía escapatoria.