La Ira Atronadora

Se quedó paralizada.

No era su voz.

Era familiar. Era... alguien que ella conoce.

Pero sus ojos... engañados por la neblina... solo veían un monstruo.

Una sombra grotesca que se cernía sobre ella.

—¡No te acerques a mí! —chilló, arrastrándose hacia atrás, con las uñas raspando el pavimento.

—Jean, ¡soy yo! Estás borracha, oh Dios mío, ¿alguien te drogó?... no deberías estar sola así —dijo la voz, desesperada—. ¡Espera aquí, voy a llamar a alguien! ¡No te muevas!

Ella no esperó.

No confiaba en los monstruos.

En el momento en que él se fue, ella se arrastró, descalza y temblando. Sus rodillas estaban magulladas, sus labios agrietados, pero caminó. A través de las calles vacías, bajo un cielo demasiado cruel para contener estrellas.

Caminó hasta que lo vio.

Un hospital.

Una oportunidad de sobrevivir.

Subió los escalones, cada uno desgarrando sus músculos como cuchillos. Pero justo cuando llegó a la entrada, sus piernas le fallaron.

Otra vez.