Cicatrices Invisibles

La mañana amaneció silenciosa, como si el mundo entero supiera que algo había cambiado. Kenji abrió los ojos y se quedó mirando el techo durante un largo rato, inmóvil. La luz tenue que se filtraba por la ventana no traía consuelo, sino un recordatorio: no podía escapar de las consecuencias de la noche anterior.

Se levantó despacio, cada movimiento pesado como si arrastrara cadenas invisibles. Bajó las escaleras y encontró a Yuriko en la cocina, sirviendo té con la misma serenidad de siempre. La saludó con un gesto apenas perceptible antes de tomar asiento. Sota jugaba en el suelo, ajeno al torbellino que sacudía la casa.

Kyoko apareció segundos después. No lo miró. Se sirvió café en silencio y se sentó frente a él, con los brazos cruzados. El aire se tensó al instante. Kenji intentó romper la barrera.

—Kyoko…

—No empieces —lo cortó, sin alzar la voz, pero con un filo que helaba la sangre—. No tengo nada que decirte que no te haya dicho anoche.

Kenji apretó los labios, conteniendo el impulso de defenderse. Yuriko los observaba en silencio, pero no intervino. Era como si esperara que ellos resolvieran solos un nudo que llevaba demasiado tiempo formándose.

—Lo siento —dijo finalmente Kenji, y la palabra sonó sincera, aunque supo que no sería suficiente.

Kyoko lo miró por fin, y en sus ojos había algo que lo golpeó más que cualquier grito: decepción.

—¿De verdad? ¿Lo sientes? Porque no parece que entiendas lo que hiciste —su voz se quebró apenas—. ¿Tienes idea de cómo se veía eso, Kenji? Dos chicas peleando por ti en medio de la noche. ¿Sabes lo que dicen ahora en la escuela? Que eres un idiota que juega con todas.

Kenji cerró los ojos un instante, respirando hondo antes de responder.

—No quise que pasara. Nunca quise… que alguien saliera herido por mi culpa.

—Pues felicidades —replicó Kyoko, poniéndose de pie con brusquedad—. Lo lograste.

Se alejó sin mirar atrás, dejando tras de sí un silencio cargado de tensión. Yuriko suspiró y dejó la taza sobre la mesa.

—No voy a darte un sermón —dijo con calma—. Pero quiero que pienses en algo: ¿por qué intentas cargar con todo? ¿Qué intentas probar, Kenji?

Él la miró, y por primera vez, las palabras no salieron. Yuriko se inclinó un poco, posando una mano cálida sobre la suya.

—La perfección… no existe. Y si existiera, sería solitaria. ¿Eso es lo que quieres para ti?

Kenji bajó la mirada. Por dentro, algo se resquebrajaba. Había llegado a este mundo decidido a ser perfecto, a no repetir los errores de su vida anterior, pero ahora… ¿en qué lo había convertido esa obsesión?

El resto del día pasó en una niebla. En la escuela, las miradas eran cuchillos. Algunos lo felicitaban por el festival, otros susurraban a sus espaldas. Sakura no apareció en clase. Sawada estaba, pero no le dirigió ni una palabra. Cada vez que intentaba acercarse, ella se alejaba sin mirarlo.

Al salir, decidió buscar respuestas. Caminó hasta la librería donde sabía que Sakura solía pasar tiempo. No la encontró. Luego fue al parque cercano, donde a veces se refugiaba. Nada. Finalmente, vio su mensaje: "Necesito tiempo."

Su pecho se apretó, pero lo entendió. Ella merecía espacio. Todos lo merecían. Incluso él.

Cuando llegó a casa, la tarde ya caía. Yuriko lo esperaba en la sala, con una manta sobre las piernas y un libro en las manos. Levantó la vista al verlo entrar.

—¿Quieres hablar? —preguntó, y la simpleza de la pregunta lo desarmó.

Kenji se sentó a su lado, hundiendo el rostro entre las manos.

—Creí que podía hacerlo todo bien, mamá. Que podía ser alguien perfecto. Que si era fuerte, inteligente, amable… todo saldría bien.

Yuriko dejó el libro en la mesa y le acarició el cabello como cuando era niño.

—¿Sabes qué pienso? Que intentas vivir para todos… menos para ti.

Kenji levantó la mirada, y en sus ojos había algo que ella no veía desde hacía tiempo: vulnerabilidad.

—¿Qué hago entonces? —su voz sonó rota, apenas un susurro.

—Empieza por algo simple —respondió Yuriko, con una sonrisa suave—. Sé humano. Permítete fallar, equivocarte, sentir sin miedo. La perfección… no te hará feliz.

Las palabras calaron hondo. Kenji se levantó más tarde, subió a su habitación y se sentó frente al piano. Las teclas estaban frías bajo sus dedos, pero la melodía que brotó no era calculada ni perfecta: era cruda, honesta, casi rota. Y por primera vez, sonrió al tocar, aunque las lágrimas le nublaban la vista.

Porque había tomado una decisión: dejar de intentar ser un ideal inalcanzable. Empezar a vivir, de verdad.

No sabía qué significaba eso para Sakura, para Sawada, para Kyoko… ni para él mismo. Pero sabía que ese sería el primer paso para reparar lo que había roto.

Y mientras la última nota se desvanecía en la noche, Kenji supo que, aunque no podía borrar las cicatrices invisibles que había dejado, podía aprender a vivir con ellas.