Ecos de un Silencio que No Sé Nombrar

La mañana llegó con un brillo tibio, más suave que el de los días anteriores. Kenji estaba sentado al borde de su cama, ya vestido, con los codos sobre las rodillas y la mirada clavada en sus propias manos. No había despertado por una alarma, ni por el canto de los pájaros. Se había despertado solo, como si algo en su interior lo llamara al mundo despierto con un susurro seco.

No sabía qué era. Solo sabía que lo sentía.

Kyoko entró a su cuarto sin tocar, como solía hacer desde que eran pequeños, y lo vio así, en silencio. Pensó en molestarlo con una de sus bromas de hermana menor, pero algo en la postura de su hermano la detuvo.

—¿No dormiste bien? —preguntó, su voz apenas un hilo.

Kenji tardó en responder. Luego alzó el rostro, sonrió con ese aire despreocupado que tan bien había aprendido a usar y negó con la cabeza.

—Dormí bien. Solo... pensaba.

Kyoko lo miró un momento más, ladeando la cabeza. Había algo distinto en su hermano desde hacía días, como si su cuerpo siguiera siendo el mismo pero su espíritu estuviera más lejos, más hondo. Más perdido.

—Baja cuando estés listo. Mamá hizo tamagoyaki —dijo finalmente, y se fue, cerrando la puerta con cuidado.

Kenji se quedó un rato más allí, antes de tomar su mochila. Antes de reencarnarse en este mundo, lo había visto todo como una historia en tercera persona. Ahora, sentía que el guion se deshacía lentamente frente a él. ¿Qué tanto de sí mismo era auténtico? ¿Qué tanto estaba fingiendo esa perfección?

En la escuela, el día pasó como siempre. Sonrisas, bromas, clases. Pero por dentro, Kenji se sentía desconectado. Su mente volvía una y otra vez a una sensación que no sabía cómo nombrar: la certeza de que, aunque lo tenía todo, había algo esencial que le faltaba.

Durante el almuerzo, Ishikawa y Iura discutían sobre riffs de guitarra, mientras Miyamura y Kyoko hablaban en voz baja en su rincón habitual. Remi hojeaba una revista de moda, y Sakura leía un libro, atenta solo a sus letras. Sawada no estaba hoy. Algo en eso alivió y molestó a Kenji a la vez.

Él escuchaba a todos, reía donde debía, asentía cuando hacía falta. Pero sentía que estaba viendo todo desde detrás de un cristal. Como si los sonidos no le llegaran del todo. Como si estuviera ausente, incluso en medio de la multitud.

Después del almuerzo, se excusó para ir a la azotea.

Allí, bajo el cielo, dejó caer la mochila y se apoyó en la barandilla. El viento le movía el flequillo con dulzura. Miró hacia abajo, al patio soleado, y pensó: ¿Estoy viviendo de verdad esta vida… o solo estoy actuando lo que creo que debo ser?

Su corazón palpitaba con una extraña intensidad.

Tal vez —se dijo— me he esforzado tanto por ser perfecto, por ayudar a todos, que olvidé preguntar si yo mismo necesitaba ayuda.

Entonces escuchó una voz detrás de él.

—No te ves bien, Hori-senpai.

Kenji se giró con calma. Yanagi estaba allí, con su cabello suave al viento y una mirada que no era ni de juicio ni de lástima. Solo presencia.

—¿Desde cuándo estás ahí? —preguntó Kenji.

—Desde hace un rato. Estabas muy metido en tus pensamientos. Casi parecía que ibas a saltar.

Kenji soltó una risa breve.

—¿Y me salvarías?

—Te empujaría —respondió Yanagi con una sonrisa irónica—. A veces los que parecen estar en lo más alto solo necesitan caer un poco para entender algo nuevo.

Kenji lo miró con más atención. Ese chico tenía algo raro, algo que desafiaba las apariencias. No era solo una cara bonita. Había inteligencia en sus palabras. Y también sombra.

—¿Tú también te sientes... incompleto a veces? —preguntó, sin saber por qué.

Yanagi no respondió de inmediato. Caminó hasta ponerse junto a él, mirando también al patio.

—A veces siento que el mundo me mira esperando algo que no soy. Y otras veces... que yo mismo soy quien pone esas expectativas.

El silencio entre ambos fue más profundo que incómodo. Fue necesario.

—Supongo que eso nos hace humanos —murmuró Kenji.

Yanagi asintió. Luego se fue, sin despedirse, como si hubiera dicho lo que tenía que decir.

Kenji se quedó solo. Pero no se sintió tan solo como antes.

Esa noche, en casa, Kyoko discutía por mensajes con alguien —probablemente Miyamura—, mientras Sota jugaba con un robot de juguete. Kenji observó la escena desde la cocina mientras lavaba los platos.

—Hermano, ¿puedes ayudarme con esto? —preguntó Sota, mostrando un tornillo flojo en su juguete.

Kenji secó sus manos y se agachó. Mientras lo arreglaba, Sota lo miraba como si fuera invencible.

—Hermano... ¿Tú también te equivocas?

Kenji lo miró, sorprendido por la pregunta.

—Claro que sí, Sota.

—Pero tú sabes todo y haces todo bien...

Kenji sonrió con tristeza. Terminó de ajustar el robot y se lo devolvió.

—Saber mucho no significa no equivocarse. A veces... uno se equivoca más porque cree que no puede equivocarse.

Sota asintió, sin entender del todo, pero abrazó a su hermano con fuerza.

Ese abrazo lo desarmó más que cualquier palabra. Lo hizo sentir visto. No por lo que hacía, sino por lo que era.

Esa noche, Kenji escribió en su cuaderno, por primera vez en mucho tiempo:

"Hoy, sentí que algo se rompía dentro de mí. No sé si es bueno o malo. Pero al menos sé que, por fin, estoy escuchando mis propios ecos."