Capítulo 4: Bosque de los Susurros Mortales

El frío era lo primero. Un frío que no provenía del aire húmedo de la noche, sino de la piedra muerta de la jaula contra su espalda. Valen Thorne yacía encogido en el rincón de la caja de hierro negro, temblando no solo por la temperatura, sino por el eco de la agonía que aún resonaba en sus huesos. Su mano derecha —la que Orin había purgado— era un peso extraño e insensible atado a su muñeca. Al tocarla con los dedos de la izquierda, solo sintió una piel fría y granulada, como corteza de árbol enfermo. Las fisuras doradas, ahora extendidas desde los hombros hasta los nudillos, pulsaban con un ritmo febril, como si algo bajo su piel intentara escapar del recuerdo del fuego blanco.

Clanc. Clanc.

El sonido metálico de los cerrojos al abrirse lo sobresaltó. La puerta de la jaula se abrió de golpe, revelando no la oscuridad de las mazmorras, sino una noche estrellada y un viento cargado de olores a tierra húmeda y podredumbre dulce. Dos inquisidores lo agarraron por los brazos. Esta vez, no hubo cadenas rúnicas. Solo empujones brutales que lo arrojaron fuera de la jaula. Cayó de bruces sobre un suelo blando y frío, lleno de hojas podridas y raíces retorcidas.

—Aquí termina tu viaje, Apátrida —dijo una voz encapuchada desde la oscuridad. Era la del conductor del carromato—. El Bosque de los Susurros Mortales te acoge. O te devora.

Valen levantó la vista. El carromato ya retrocedía por el angosto sendero que serpenteaba entre árboles monstruosos. Sus ramas, negras y desnudas como garras petrificadas, se entrelazaban sobre el camino, ahogando la luz de la luna. A sus espaldas, una muralla natural de espinas gruesas como lanzas cercaba el claro donde lo habían arrojado. No había puerta. No había salida. Solo el bosque, respirando con un susurro constante que parecía provenir de la tierra misma.

Sssssssssssss… hhhhhhhhhh…

No eran palabras. Era el sonido de la descomposición, del viento filtrándose por huesos de bestias olvidadas, de raíces chupando la vida de lo que una vez fue verde. El Bosque de los Susurros Mortales. El lugar donde la Santa Inquisición Arcana desechaba lo intratable, lo irreparable. Su tumba al aire libre.

Se levantó con dificultad, apoyándose en un tronco cubierto de musgo negro. El dolor de su mano purgada era un fantasma: no ardía, no punzaba, solo no estaba. Como si una parte de él ya hubiera muerto. Pero las fisuras doradas… esas vibraban. Un cosquilleo caliente, casi doloroso, recorría sus brazos cada vez que una ráfaga de viento traía el olor a flores marchitas o a carne en descomposición. Era como si el bosque le hablara directamente a esas marcas, un diálogo malsano que solo él podía sentir.

Sobrevive, se ordenó, clavándose las uñas en la palma izquierda hasta hacerla sangrar. El dolor agudo, real, lo ancló a la realidad. Sobrevive como el lobo que salvaste. Como la flor que drenaste en el patio.

El recuerdo de aquella flor en Fortaleza Thorne —un capullo de sangre que había marchitado instintivamente— lo asaltó. Ese tirón en su pecho, ese vacío hambriento que había robado un hilo de vida a la propia llama purificadora… ¿Podría hacerlo aquí? ¿Con algo más que una flor?

Caminó, o más bien se arrastró, alejándose del lugar donde lo habían abandonado. Cada paso era una batalla. Las raíces parecían intentar enredar sus tobillos. Las ramas bajas le arañaban la cara con dedos leñosos. El suelo, cubierto de una alfombra esponjosa de hongos bioluminiscentes que emitían un brillo verdoso fantasmal, cedía bajo su peso como la piel de un cadáver. El aire era denso, cargado de esporas que le hacían toser, con un sabor metálico en la lengua, como sangre vieja.

De repente, un crujido. Seco. Cercano.

Valen se congeló. El susurro constante del bosque pareció callarse por un instante. Solo el latir de su propio corazón, acelerado y salvaje, resonaba en sus oídos. Escudriñó la oscuridad. Entre los troncos retorcidos y las cortinas de enredaderas carnívoras que goteaban un néctar pegajoso, algo se movía. No con la torpeza de un animal, sino con una fluidez serpentina, silenciosa. Una sombra más oscura que la noche misma, deslizándose sobre el tapiz de hongos sin perturbar su luz.

Una Sombra Serpentina.

Las historias que Garvin, el viejo palafrenero, le contaba para asustarlo siendo niño volvieron a él: criaturas nacidas de la corrupción del bosque, sin forma fija, que se alimentaban del calor vital de los vivos. Se dejaban ver solo como sombras, hasta que saltaban.

Valen retrocedió, tropezando con una raíz. Cayó de espaldas. El impacto sacudió su cuerpo dolorido, pero fue el sonido lo que lo paralizó: un silbido agudo, como el de una serpiente enfurecida multiplicado por diez, surgió de donde había estado la sombra. No provenía de un punto fijo. Parecía emanar del aire mismo, de los árboles, de la tierra bajo sus manos.

SssssssSSSSS-KLIK!

Algo frío y húmedo rozó su tobillo.

Gritó, pateando hacia atrás con todas sus fuerzas. Su pie encontró solo aire. Pero al girar, la vio. O más bien, la no vio. Era una mancha de oscuridad absoluta, de unos dos metros de largo, que ondulaba como una cinta de tinta espesa sobre el suelo. No tenía ojos, ni boca, solo un contorno impreciso que absorbía la tenue luz de los hongos, creando un vacío con forma. De su "cabeza", dos apéndices delgados como látigos se extendieron, palpando el aire cerca de su rostro. El frío que emanaban era tangible, un vaho gélido que le hizo erizar el vello de la nuca.

La energía… debajo de la piel… La voz del anciano prisionero resonó en su mente, mezclada con el silbido de la criatura.

La Sombra Serpentina se arqueó, preparándose para atacar. Valen no pensó. Instinto puro. Rodó hacia un lado, justo cuando los látigos de oscuridad traspasaron el aire donde había estado su cabeza, clavándose en el tronco de un árbol viejo. Donde tocaron, la corteza se cubrió de escarcha al instante, agrietándose con un sonido de vidrio roto.

Se arrastró hacia atrás, buscando refugio entre las raíces de un roble gigante cubierto de líquenes fosforescentes. Su mano derecha, muerta, inútil, golpeó algo blando. Una flor. Pero qué flor. Brotaba de una grieta en la raíz, grande como su mano abierta, con pétalos de un rojo oscuro, casi negro, veteados de venas doradas que brillaban con luz propia. Olía a miel podrida y cobre. Era hermosa y repulsiva a la vez, una criatura del bosque corrompido.

Ssssssss-KRAAAAK!

La Sombra golpeó de nuevo. Uno de sus látigos de oscuridad le rozó el brazo izquierdo. No lo tocó, pero la proximidad fue suficiente. Un frío como el del fuego purificador de Orin le mordió la piel. El tejido de su túnica harapienta se congeló y se deshizo como ceniza. Bajo ella, la piel se puso lívida, y las fisuras doradas que recorrían su brazo estallaron en un brillo cegador, como si protestaran contra la invasión.

El dolor fue insoportable. Un frío que quemaba, que robaba sensación, que prometía convertir su brazo en otro trozo de carne muerta. Gritó, no de miedo esta vez, sino de rabia. Una rabia ciega, alimentada por el desprecio de su padre, la tortura de Orin, la crueldad del bosque. Esa rabia encontró el camino hacia el vacío hambriento en su pecho, el mismo que había tirado de la llama blanca.

Sin pensar, sin invocar, sin ritual, empujó esa rabia hacia fuera. No hacia la Sombra, sino hacia la flor maldita que tenía al lado.

Su mano izquierda se estrelló contra los pétalos viscosos.

Y tiró.

No físicamente. Fue un acto visceral, un grito interno de ¡Dame! dirigido a la vida retorcida de la planta. El vacío en su pecho se abrió como una fosa, hambrienta, desesperada.

La flor reaccionó al instante. Sus venas doradas parpadearon violentamente. Luego, ante sus ojos, los pétalos carmesí comenzaron a marchitarse. No lentamente, como una flor normal privada de sol, sino con una rapidez obscena. Se encogieron, arrugándose como papel quemado, perdiendo su brillo enfermizo. El tallo grueso se secó, volviéndose quebradizo y negro. En segundos, solo quedó un montón de ceniza oscura sobre la raíz, y un hilo de humo dorado que se elevó hacia la noche.

Pero no fue el fin. Una oleada de algo entró en Valen. No era calor, ni fuerza. Era como un río de electricidad sucia, viscosa, que subió desde su mano izquierda, atravesó su brazo (aliviando milagrosamente el frío de la sombra), y se estrelló contra el vacío en su pecho. Era energía, sí, pero energía corrompida. Sabía a metal oxidado, a tierra encharcada con sangre, a la desesperación del bosque. Náuseas violentas lo doblaron por la mitad. Vomitó bilis y agua fétida, su cuerpo rechazando la esencia robada.

Sin embargo, bajo el asco, hubo un instante de claridad. Un segundo de poder crudo, incontrolado, que corrió por sus venas. Las fisuras doradas en sus brazos brillaron como faros, iluminando la base del roble con una luz áurea que ahuyentó las sombras más profundas. La Sombra Serpentina retrocedió con un silbido agudo, casi de dolor, su forma oscura ondulando como si la luz le quemara.

Valen jadeó, apoyando la frente contra la tierra fría. El poder —el Vitalis robado— se disipaba rápido, dejando tras de sí un vacío aún más profundo y un sabor amargo en la boca. Pero había funcionado. Había drenado vida. Vida corrompida, pero vida al fin. Y había herido a la Sombra. O al menos, la había asustado.

Miró su mano izquierda, la que había tocado la flor. No estaba dañada. Al contrario. Las pequeñas heridas de sus uñas clavadas habían cerrado. La piel estaba intacta. Solo las fisuras doradas, ahora un poco más anchas, brillaban con un resplandor residual.

Sobrevive, recordó, escupiendo el último resto de amargura. Pero ahora la palabra tenía un nuevo significado. No solo sobrevivir al bosque. Sobrevivir a sí mismo. A este poder hambriento y peligroso que llevaba dentro.

La Sombra Serpentina no se había ido. Acechaba al límite del círculo de luz que sus fisuras habían creado, una mancha de oscuridad impaciente, sus látigos de frío palpando el aire como lengua de serpiente. Valen se puso lentamente de pie, apoyándose en el roble. El miedo no había desaparecido, pero ahora se mezclaba con algo más: una determinación fría, forjada en la piedra de la traición y el dolor. Miró la ceniza de la flor, luego la sombra que lo acechaba.

Su estómago rugió, no de hambre física, sino del hambre recién descubierta en su pecho. El vacío quería más. Necesitaba más.

El Bosque de los Susurros Mortales susurraba a su alrededor, prometiendo muerte. Pero Valen Thorne, el Apátrida, el abandonado, había encontrado una monstruosidad propia con la cual responder.

Apretó el puño izquierdo, sintiendo el eco del poder robado. Las fisuras doradas pulsaron, aceptando el desafío.

La Sombra atacó de nuevo.