Capítulo 6: La Bestia y el Niño

El susurro del bosque se había convertido en un zumbido dentro del cráneo de Valen, una sinfonía de promesas venenosas y recuerdos distorsionados. *Ssssolo un poco… nadie lo sabría… ssssobrevivir es lo primero…* Las sombras entre los troncos retorcidos parecían danzar, formando breves siluetas de ojos fríos y sonrisas afiladas que se desvanecían antes de que pudiera enfocarlas. El olor a flores invisibles, dulce y nauseabundo, se intensificó, mezclándose con el hedor a barro y sangre del lobo moribundo a sus pies. Las fisuras doradas en sus brazos pulsaban con un ritmo febril, como corazones ansiosos bajo su piel, sus bordes teñidos ahora de un violeta siniestro que recordaba demasiado a las runas de la Inquisición. En sus parpadeos de luz, Valen juró ver de nuevo los ojos de Aion, flotando en la negrura más allá de los árboles: pozos de hielo estrellado observando su debilidad con desdén infinito.

Un escalofrío, diferente al frío de la noche, le recorrió la espina dorsal. El lobo a su lado emitió un quejido ahogado, enterrando el hocico más profundamente en el fango frío. Sus patas traseras, destrozadas por la trampa, eran un amasijo sangrante de hueso blanco y pelaje oscuro. La vida palpitaba débilmente en el animal, un calor tentador que llamaba al vacío hambriento en el pecho de Valen. Su mano izquierda, aún apoyada en el lomo del lobo, tembló. Las yemas de sus dedos sentían el leve temblor de la respiración entrecortada, el latido acelerado bajo la piel. *Tan fácil. Tan necesario. Un poco de su dolor… un poco de su fuerza… solo para sanar… para sobrevivir…*

Cerró los ojos con fuerza, apretando los párpados hasta ver estrellas. La imagen del halcón de los Thorne surcando el cielo azul, libre y poderoso, se desvaneció bajo el peso del hambre visceral que retorcía sus entrañas. No era un halcón. Era un gusano en el barro, junto a otro gusano roto. *¿Compasión? ¿Humanidad?* Las palabras sonaban huecas, ridículas, en este lugar donde solo el susurro de la muerte tenía sentido. Las fisuras en sus brazos ardían, presionando, exigiendo. El resplandor violeta se intensificó, punzante como agujas de hielo bajo su piel.

*Toma*, susurró el bosque, una voz múltiple que salía de las raíces y las hojas podridas. *Toma lo que te ofrecen. Es ley del pantano.*

Valen inspiró profundamente, el aire fétido llenando sus pulmones hasta doler. Cuando abrió los ojos, ya no había duda, solo una desesperación fría y calculadora. La compasión era un lujo para quienes no estaban condenados. Su mano izquierda se tensó sobre el pelaje del lobo, los dedos extendiéndose hacia la herida abierta en el costado, donde la sangre oscura palpitaba como un corazón expuesto. El vacío en su pecho se abrió, una fosa oscura y hambrienta, lista para succionar.

Pero entonces, el aire se cortó.

Un silbido agudo, como vidrio quebrado bajo presión, rasgó la quietud opresiva. Provenía de las mismas sombras donde había vislumbrado los ojos de Aion. No era el susurro constante del bosque. Era un sonido dirigido, *personal*. Un sonido de depredador que ha encontrado a su presa.

Valen levantó la cabeza, el instinto de supervivencia sobresaltando incluso al hambre. Allí, deslizándose entre dos robles necróticos cubiertos de líquenes fosforescentes, estaba la Sombra Serpentina. No una mancha indistinta como antes, sino una forma más definida, más *hambrienta*. Dos metros de oscuridad líquida que absorbía la tenue luz de los hongos, ondulando con una fluidez antinatural. De su "cabeza", los dos látigos de frío absoluto se extendieron, palpando el aire con avidez. Esta vez, no apuntaban solo a Valen. Se dirigían, con intención clara y letal, hacia el lobo indefenso que yacía a sus pies.

La bestia herida sintió la amenaza. Un gruñido ronco, cargado de pánico, brotó de su garganta. Intentó arrastrarse, pero sus patas destrozadas solo se convulsionaron inútilmente, arrancándole un aullido de agonía. Sus ojos dorados, velados por el dolor, se clavaron en Valen. No había acusación. Solo terror puro, la mirada de una criatura que sabe que ha llegado su fin.

Algo se quebró dentro de Valen. No fue la compasión. Fue algo más antiguo, más visceral. Un desafío. Un rugido silencioso contra la injusticia de este lugar, contra la crueldad que lo perseguía incluso aquí, en el fango. *¡No!* El pensamiento fue un relámpago blanco en su mente oscurecida. *¡No a ella! ¡No ahora!*

La Sombra atacó. Los látigos de oscuridad se dispararon como flechas de hielo, silbando por el aire húmedo, directamente hacia el costado sangrante del lobo. El frío que precedía al contacto ya empezaba a escarchar el aire, a formar una película de hielo en las hojas podridas alrededor.

Valen no pensó. Reaccionó. El vacío hambriento en su pecho, tan cerca de consumir al lobo, se volvió de repente hacia la amenaza exterior. Un torrente de rabia, miedo y esa extraña necesidad de proteger lo único que no lo había rechazado abiertamente en este infierno, lo inundó. Con un grito gutural que no sonó humano, se lanzó hacia adelante, interponiendo su cuerpo entre la Sombra y el lobo. Su mano izquierda, la que instantes antes iba a drenar la vida del animal, se alzó ahora como un escudo, las palmas abiertas hacia la criatura de oscuridad.

El hambre vital dentro de él, desorientada por el cambio de objetivo, se enfocó de repente con una intensidad aterradora. Ya no era un deseo vago. Era una orden. Un comando primigenio nacido del instinto de supervivencia y de esa chispa de desafío. *¡Dame TÚ!*

Los látigos de frío tocaron sus palmas abiertas.

No hubo impacto físico. No hubo sonido de golpe. Fue un silencio repentino, absoluto, como si el mundo contuviera la respiración. Luego, una sensación que hizo que Valen gritara, pero su voz se ahogó en su garganta.

Era frío. El mismo frío absoluto, devorador, que había sentido con el fuego purificador de Orin, pero multiplicado por diez. Un vacío que intentaba borrarlo, célula a célula. Pero esta vez, no fue pasivo. El vacío dentro de *él* respondió. No retrocedió. *Se abalanzó*.

Fue como si dos agujeros negros chocaran. El frío de la Sombra tratando de congelar, de aniquilar. El hambre de Valen tratando de consumir, de absorber. Una batalla silenciosa y titánica librada en el espacio intangible entre sus palmas y las puntas de los látigos oscuros.

Las fisuras doradas en los brazos de Valen estallaron en una luz cegadora. Ya no eran líneas sutiles; eran grietas incandescentes, ríos de oro fundido que serpenteaban bajo su piel, iluminando sus huesos desde dentro. El resplandor violeta en sus bordes se convirtió en un fuego helado, luchando contra la luz dorada, como si dos fuerzas opuestas lucharan por el control de su cuerpo. El dolor fue monumental. No era el dolor del frío externo, sino una guerra interna. Sentía sus propias venas arder y congelarse al mismo tiempo, sus músculos desgarrarse y reconstruirse con cada pulso de luz. El zumbido de las fisuras se convirtió en un rugido en sus oídos, ensordecedor.

La Sombra Serpentina emitió un chillido que no era de este mundo. Un sonido de sorpresa y luego de agonía pura. Sus látigos de oscuridad, en contacto con las palmas de Valen, comenzaron a *deshilacharse*. Como humo atrapado en un vórtice, la sustancia oscura que los formaba fue succionada hacia las manos de Valen. Donde la oscuridad se disipaba, quedaba un rastro de escarcha quebradiza que caía al suelo y se hacía añicos.

Valen no dirigía el proceso. Era un torbellino incontrolable. El hambre vital, desatada y enfurecida, devoraba la energía de la Sombra con una voracidad aterradora. No era la energía viscosa y corrupta de las plantas. Esto era… diferente. Más denso. Más *consciente*. Una esencia fría, antigua, impregnada de malicia y el susurro eterno del bosque corrupto. Fluía hacia él, a través de sus brazos, como un río de hielo negro, directo al vacío en su pecho.

Y el vacío… se llenaba. No con calidez, ni con fuerza reconfortante. Se llenaba con una oscuridad activa, un poder gélido y retorcido que prometía dominio y destrucción. Una euforia perversa lo invadió. ¡Poder! ¡Verdadero poder! Por primera vez desde su Despertar fallido, se sintió… *lleno*. Capaz de todo. El dolor de la batalla interna se transformó en un éxtasis eléctrico. Las fisuras brillaban como pequeños soles, proyectando sombras danzantes y grotescas en los árboles circundantes. El bosque susurrante pareció callar, observando con expectación malsana.

El chillido de la Sombra se convirtió en un gorgoteo ahogado. Su forma central, la mancha de oscuridad que era su cuerpo, comenzó a desestabilizarse. Ondulaba violentamente, como un velamen destrozado por un huracán invisible. Grandes jirones de su sustancia eran arrancados y absorbidos por el vórtice que emanaba de las palmas de Valen. La criatura intentó retroceder, retirar sus látigos, pero estaban atrapados en la succión implacable. Era como si Valen hubiera clavado garfios de energía en su esencia misma.

El lobo, a sus pies, observaba con ojos desorbitados por el terror, ajeno a su propio dolor. Emitía pequeños gemidos, arrastrándose instintivamente hacia atrás, alejándose tanto de la Sombra como del niño que brillaba con luz dorada y violeta como una antorcha maldita.

Valen sintió el momento en que la resistencia de la Sombra se quebró. Hubo un último y desgarrador chillido, un estallido de frío que hizo que los líquenes fosforescentes de los árboles cercanos se apagaran por un instante, y luego… silencio. La sustancia oscura restante de la Sombra implosionó, colapsando sobre sí misma antes de ser aspirada por completo hacia las palmas de Valen con un sonido de succión húmeda y final.

El silencio que siguió fue absoluto. Ni siquiera el susurro constante del bosque se atrevía a romperlo. Valen permaneció de pie, jadeando, sus brazos extendidos, las palmas humeando levemente. La luz de las fisuras se atenuó rápidamente, dejando solo un resplandor residual. Pero algo había cambiado. El dorado ya no era puro. Estaba manchado, ensuciado. Las líneas luminosas que serpenteaban por sus brazos hasta los hombros habían adquirido un tinte oscuro, como si hollín se hubiera incrustado en el oro fundido. En sus bordes, el resplandor violeta no solo permanecía, sino que se había profundizado, volviéndose más sólido, más amenazante, como venas de amatista envenenada bajo su piel.

La euforia del poder se esfumó tan rápido como había llegado. En su lugar, un vacío diferente lo inundó. No hambre física, sino una profunda, abrasadora náusea. El poder que había absorbido, la esencia fría y maliciosa de la Sombra, se agitaba en su pecho como una serpiente de hielo. No era suyo. Era un invasor. Un parásito dentro de otro parásito. Sintió la mente de la Sombra, o lo que quedaba de ella: fragmentos de instinto depredador, el eco del susurro del bosque, una sed insaciable por el calor vital. Era repugnante. Violento. Se dobló por la cintura, vomitando violentamente. Solo bilis y agua fétida, pero la arcada sacudió su cuerpo como un látigo. El sabor a metal podrido y hielo viejo llenó su boca.

Cuando pudo respirar de nuevo, temblaba incontrolablemente. El agotamiento físico y el horror moral lo derribaron de rodillas junto al lobo. Miró sus manos. La izquierda, que había canalizado el drenaje, estaba intacta, pero las fisuras que la recorrían ahora eran más profundas, más oscuras. La derecha, la muerta, colgaba inútil, un recordatorio mudo de la Inquisición. El poder robado, la esencia de la Sombra, se asentaba en su centro como una piedra glacial, fría y pesada. Había sobrevivido. Había vencido. Pero a qué costo.

Un movimiento a su lado lo sobresaltó. El lobo, a pesar de su terror y su dolor, había arrastrado su cuerpo destrozado unos centímetros hacia él. No para atacar. Para acurrucarse. Su hocico, manchado de barro y sangre, rozó débilmente la pierna de Valen. Sus ojos dorados, aún velados por el dolor, lo miraron. Ya no había solo terror. Había… reconocimiento. Una pregunta silenciosa. ¿Aliado? ¿Protector? ¿O simplemente otro monstruo, diferente al que acababa de devorar?

Valen extendió su mano izquierda, la viva, la que había usado para drenar y luego para proteger. La detuvo a centímetros del pelaje del lobo. Las fisuras oscurecidas pulsaban débilmente. ¿Podía tocarlo sin dañarlo? ¿Sin que el hambre, o la oscuridad recién adquirida, lo tentaran de nuevo? El lobo no retrocedió. Inclinó ligeramente la cabeza, un gesto cansado, casi de sumisión. Un gemido débil salió de su garganta.

Con una cautela extrema, como si tocara cristal finísimo, Valen posó la yema de sus dedos en el lomo del animal, lejos de las heridas. No hubo tirón. No hubo intento de drenaje. Solo el contacto. La piel áspera y fría del lobo bajo sus dedos. El leve temblor de su respiración. El pulso acelerado pero constante.

Un alivio extraño, tibio y frágil, se abrió paso a través de la náusea y el horror en el pecho de Valen. No había matado a esta criatura. La había salvado. De algo peor. Quizás, en este acto, había salvado un jirón de sí mismo. Las lágrimas, calientes y saladas, le quemaron los ojos. No lloró por el dolor, ni por el miedo. Lloró por la monstruosidad que llevaba dentro y por el débil destello de algo que aún no quería morir.

"Lo siento," susurró, su voz un hilillo de aire rasgado. "Lo siento… por antes."

El lobo emitió un pequeño bufido, como si entendiera el tono. Luego, con un esfuerzo sobrehumano, arrastró su cuerpo roto un poco más cerca, hasta que su cabeza descansó sobre el muslo de Valen. El calor del animal, débil pero presente, se filtró a través de los harapos. Era un contraste brutal con la piedra glacial de la esencia de la Sombra que llevaba dentro.

Valen dejó su mano sobre el lomo del lobo, sintiendo el leve ascenso y descenso de la respiración. El bosque seguía en silencio, observando. Las sombras parecían retroceder un poco, respetando el pequeño círculo de luz residual de las fisuras y la frágil tregua entre el niño marcado y la bestia herida.

Miró hacia la oscuridad de donde había venido la Sombra. Los ojos de Aion ya no estaban allí. Pero sabía que el Diablo había visto. Había visto el hambre. Había visto el poder. Había visto la rendija por donde podía entrar.

Un eco de la batalla resonó en sus brazos. Las fisuras oscurecidas pulsaron una vez más, no con luz, sino con una profunda sombra interna. El oro había sido mancillado. El precio del poder se había cobrado su primera cuota visible. Valen apretó suavemente el pelaje del lobo, buscando anclarse en ese contacto vivo, en esa chispa de calor en medio del frío que ahora llevaba dentro y fuera.

"Eco," murmuró, sin saber por qué elegía esa palabra. Quizás por el sonido que la Sombra había hecho al ser destruida. Quizás por el último gemido del lobo. O quizás porque en este bosque de susurros mortales, cualquier sonido de vida, por débil que fuera, era un eco de esperanza. "Te llamaré Eco."

El lobo, con los ojos cerrados, respiró profundamente. Parecía dormitar, agotado por el dolor y el terror, pero vivo. Valen se acomodó contra el tronco del árbol más cercano, manteniendo su mano sobre Eco. La noche era larga. Los peligros, innumerables. Pero por ahora, en este pequeño claro maldito, no estaba completamente solo. Tenía a Eco. Y Eco, milagrosamente, parecía tenerlo a él. Las fisuras en sus brazos, ahora un mapa de oro manchado y venas violetas profundas, eran el recordatorio del pacto no dicho que acababa de sellar: la supervivencia tenía un precio, y su piel era el pergamino donde se escribía la letra pequeña. La oscuridad avanzaba, pero el eco de algo distinto, algo tan frágil como el aliento de un lobo moribundo, resonaba en la noche.