Hace millones de años, cuando el mundo aún no tenía forma ni nombre, reinaba un silencio absoluto. Todo era oscuridad, vacío y olvido. No existía tiempo, ni color, ni siquiera el eco de un pensamiento. En ese vasto umbral de penumbra, de pronto, una chispa de luz surgió, diminuta y temblorosa, como si brotara del propio latido del vacío. De esa chispa nació Silfi, una gota luminosa y pura que, con el paso del tiempo, cobró forma y conciencia. Se convirtió así en la primera deidad, portadora de la Luz de Vida Eterna.
Al principio, Silfi no comprendía lo que era.
“¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Qué soy? ¿Por qué? ¿Solo estoy yo aquí?”
La luz que la formaba apenas iluminaba lo suficiente para ver su propio resplandor. A su alrededor, solo existía un abismo interminable de oscuridad y silencio.
Conforme fue despertando a la conciencia, esa pregunta se volvía cada vez más pesada. No había nadie con quien compartir pensamientos, palabras o recuerdos. Cada instante era idéntico al anterior, sin compañía, sin historia, sin propósito, el tiempo era infinito e inmutable. En su soledad, Silfi comenzó a soñar. Soñaba con compañía, con voces que respondieran a la suya, con manos que pudieran tocar la suya. Y fue entonces cuando comprendió:
“Si no hay nadie más, yo misma crearé a alguien con quien hablar.”
Movida por esa inspiración, tomó lo único a su alcance, tomo sus cabellos largos como hilos de obsidiana y comenzó a tejer dos pequeñas figuras. Sus manos resplandecían mientras moldeaba sus formas con esmero y ternura. Al darles forma, se inclinó sobre ellas y, con un susurro que resonó como un eco dulce en la vastedad, pronunció:
—Ustedes serán mi familia.
A la primera figura, mientras la nostalgia la invadía, una lágrima brillante brotó de su ojo. La atrapó con un dedo y la depositó sobre ella:
—Tú serás Thaloren. Te entrego esta gota como símbolo de pureza y claridad.
Al mirar la segunda figura, notó que su superficie era más áspera y opaca. Al intentar alisarla, se hizo un pequeño corte en el dedo, de donde brotó un hilo carmesí. La sangre resbaló y cayó sobre la figura.
—No te pongas celosa, también eres importante —le susurró con ternura—. Tu nombre será Nyvereht. Te otorgo esta gota de sangre, emblema de sacrificio y perseverancia.
Entonces, con un delicado aliento, les insufló vida. Las figurillas se estremecieron, y con los dones recibidos, sus formas adquirieron colores. Thaloren se aclaró, irradiando un resplandor cálido y suave como el oro nuevo. Nyvereht se tornó de un rojo profundo e intenso, semejante al de un rubí en llamas, tan saturado que en sus bordes casi se oscurecía hasta volverse negro. Era como si su esencia llevara en sí misma el fuego de la sangre y el misterio de la noche.
—Serán los pilares de mi nueva familia —dijo Silfi con solemnidad.
Pero la creación tuvo un precio. Al darles vida, Silfi entregó la mitad de su esencia, debilitándose notablemente. Sin embargo, dejó en ellos un poder equivalente al suyo. Así nacieron dos razas: los seres de luz, guiados por Thaloren, y los seres de oscuridad, guiados por Nyvereht. Que, a diferencia de su creadora, Thaloren y Nyvereht podían crear vida a su imagen, pero esta capacidad dependía de un sutil flujo de poder residual de Silfi, que cada vez que se activaba, debilitaba lentamente a la diosa. Nadie lo notaba: ni Silfi, dichosa al ver su creación multiplicarse, ni Thaloren y Nyvereht, quienes creían que su poder era propio e inagotable.
Durante siglos, convivieron en armonía, construyendo un mundo dividido entre el cielo, regido por ellos, y la tierra, donde habitaban los humanos creados por Silfi. Cuando Silfi terminó sus creaciones, sintió que algo aún faltaba. Y así creó a los humanos, seres sin poderes, pero dotados de un alma capaz de evolucionar y de un profundo lazo con la vida misma. Al fin, su mundo estuvo completo.
Aunque todas las razas eran distintas, no eran enemigos; al principio coexistieron en armonía, compartiendo el delicado equilibrio que sostenía toda la creación. Durante siglos, Sílfí gobernó con sabiduría, manteniendo ese balance entre ambas fuerzas. Pero la paz nunca es eterna. Uno de sus seres más cercanos, consumido por los celos, traicionó a Sílfí, y su traición desató una guerra brutal que llevó a ambas razas al borde de la extinción. En medio del caos, Sílfí fue asesinada. De su cuerpo divino surgieron los Cristales Sagrados, fragmentos de su poder puro que se dispersaron por el mundo, ocultos o perdidos, mientras luz y oscuridad luchaban por controlarlos. Con el tiempo, las memorias se desvanecieron, los nombres se olvidaron, y solo quedó una profecía susurrada entre ruinas:
“Quien reúna todos los cristales, conocerá el verdadero poder del mundo.”
Lo que nadie sabe, o prefiere no recordar, es que la traición que desencadenó esta catástrofe no vino de un enemigo externo, sino de alguien que amó y odió a Silfi con igual intensidad.
Alguien cuyo nombre, se oculta en la sombra de las leyendas, esperando el momento de resurgir.