Capítulo V

Capítulo V

EN EL QUE KERABÁN ABANDONA CONSTANTINOPLA DESPUÉS DE DISCUTIR A SU MANERA EL MODO CÓMO ÉL ENTIENDE LOS VIAJES

La Turquía Europea comprende en la actualidad tres divisiones principales; Rumelia (Tracia y Macedonia), Albania, Tesalia y a más una provincia tributaria, Bulgaria. Después del tratado de 1878, el reino de Rumania (Moldavia, Valaquia y Dobrudja) y los principados de Servia y de Montenegro han sido declarados independientes; Austria ocupa Bosnia, excepto el sanjacado de Novi-Bazar.

Desde el momento en que Kerabán pretendía seguir el perímetro del mar Negro iba primeramente a desenvolver su itinerario sobre el litoral de Rumelia, Bulgaria y Rumania para llegar a la frontera rusa.

Desde allí, a través de Besarabia, el Quersoneso, la Táurida, o sea el país de los cherkeses, del Cáucaso y de la Transcaucasia, dicho itinerario contornaría la costa septentrional y oriental de Ponto Euxino, hasta los límites que separan a Rusia del Imperio otomano.

En seguida, por el litoral de Anatolia, al Sur del mar Negro, el más testarudo de los osmanlíes llegaría por el Bósforo a Scutari sin haber pagado el nuevo impuesto.

En realidad, era un trayecto de seiscientos cincuenta agatchs turcos, que equivalen aproximadamente a dos mil ochocientos kilómetros, o (contando por leguas otomanas) la distancia que recorre un caballo de carga al paso ordinario, que es un trayecto de setecientas leguas de veinticinco al grado. Así, pues, del 17 de agosto al 30 de setiembre, median cuarenta y cinco días. Por lo tanto, había que recorrer quince leguas cada veinticuatro horas, si querían estar de vuelta el 30 de setiembre, que era el plazo fijado para el matrimonio de Amasia, sin lo cual esta última no se encontraría en las determinadas condiciones para cobrar las cien mil libras de su tía. En suma, por muy bien que se diera el viaje, su convidado y él no se sentarían a la mesa de la casa de campo, donde la comida les aguardaba,

antes de transcurridos cuarenta y cinco días.

Sin embargo, empleando medios de transporte rápidos, tales como los que ofrecen los diversos trayectos de ferrocarril, hubiese sido fácil ganar tiempo, y abreviar la longitud del viaje.

De este modo, saliendo de Constantinopla, un tren conduce a Andrinópolis, y, desde allí, a Yambol. Más al norte, el tren de Varna a Rustchuk se une a los de Rumania, y éstos, prolongándose el itinerario a través de la Rusia meridional, por Yassy, Kishinev, Kharkov, Taganrog y Najichevan, vienen a concluir en la montaña del Cáucaso. Finalmente, un ramal de Tiflis a Poti conduce, desde el litoral del mar Negro, hasta la frontera turco-rusa. Después, por la Turquía Asiática no se encuentra ninguna vía férrea hasta Brusa; pero desde allí hay todavía un último ramal que concluye en Scutari.

Pero sobre dicho punto era tarea imposible el convencer a Kerabán. Introducirse él en un vagón de ferrocarril, sacrificarse así a los progresos de la industria moderna, él, un antiguo turco, que desde hacía cuarenta años resistía con todo su poder a las invasiones de las invenciones europeas. ¡Jamás! Hubiera hecho el viaje a pie antes que ceder sobre ese punto. Así que, la tarde misma, Van Mitten y él llegaron al despacho de Galata y tuvieron sobre ese punto un principio de discusión. A las primeras palabras que el holandés dijo sobre los trenes otomanos y rusos, Kerabán respondió primeramente alzándose de hombros, y luego rechazando categóricamente esos medios de locomoción.

—Sin embargo… —repuso Van Mitten, que creyó deber insistir por pura forma, pero sin esperanza de convencer a su huésped.

—Cuando yo digo que no, es que no —replicó Kerabán—. Me pertenecéis; sois, además, mi convidado; por lo tanto, me encargo de vos, y no tenéis que hacer otra cosa sino dejaros llevar.

—Sea —respondió Van Mitten—. Sin embargo, a falta de trenes puede ser que haya otro medio más sencillo de transporte para Scutari, sin franquear el Bósforo; pero también sin rodear el mar Negro.

—¿Y cuál? —preguntó Kerabán, frunciendo el entrecejo—. Si este medio es bueno, lo acepto; si es malo, lo rechazo.

—Es excelente —respondió Van Mitten.

—¡Hablad pronto! Aún tenemos que hacer los preparativos de viaje, y no hay que perder una hora.

—Helo aquí, amigo Kerabán: vayamos a uno de los puertos más próximos a Constantinopla en el mar Negro, fletemos un vapor…

—¡Un vapor! —exclamó Kerabán, a quien la palabra vapor tenía el don de poner fuera de sí.

—No…, un barco…, un simple barco de vela —se apresuró a decir Van Mitten—, un jabeque, una tartana, un cárabo, y hagamos rumbo para uno de los puertos de la Anatolia, Kirpe, por ejemplo. Una vez sobre este punto del litoral, llegaremos tranquilamente por tierra a Scutari, en donde beberemos a la salud del Muchir.

Kerabán había dejado hablar a su amigo sin interrumpirle. Puede que creyese Van Mitten que su amigo iba a dar buena acogida a su proposición, muy aceptable por otra parte, pues que salvaba todas las cuestiones de amor propio.

Pero, el anuncio de esta proposición, la vista de Kerabán se animó, sus dedos se plegaron y desplegaron sucesivamente, llegando por fin a apretar sus puños, de manera que Nizib hubiera encontrado poco segura para él.

—¿Lo que me aconsejáis, Van Mitten, es, en suma, embarcarme en el mar

Negro para no pasar por el Bósforo?

—Eso sería una buena jugada, según creo —respondió Van Mitten.

—¿Habéis oído hablar alguna vez —repuso Kerabán— de cierto género de enfermedad que se llama mareo?

—Sin duda, amigo Kerabán.

—¿Y no lo habéis tenido nunca, sin duda?

—¡Jamás! Pero, tratándose de una travesía tan corta…

—¿Tan corta? —replicó Kerabán—. ¿Decís que es corta la travesía?

—¡Apenas setenta leguas!

—¡Aunque hubiese cincuenta, veinte, diez, cinco! —exclamó Kerabán, en quien la contradicción empezaba, como siempre, a sobreexcitarle—. Ni aunque hubiese dos, ni una, eso sería demasiado para mí.

—Queréis, por lo tanto, reflexionar…

—¿Conocéis el Bósforo?

—Sí.

—Apenas tendrá media legua de ancho por el lado de Scutari…

—En efecto.

—Pues bien, Van Mitten, por ligera brisa que haga, me mareo en mi caique.

—¿Os mareáis?

—¡Me marearía en un estanque, en una bañera! Osad, pues, hablarme de tomar ese partido. Osad proponerme fletar un jabeque, una tartana, un cárabo, u otra clase de las pesadas máquinas de esa especie. ¡Osadlo!

No es necesario decir que el digno holandés no osó tal cosa, y que la cuestión de una travesía por mar se abandonó por completo.

Pero, ¿cómo efectuarían el viaje? Las comunicaciones son no poco difíciles, al menos en Turquía, propiamente dicha, por más que no sean de todo punto imposibles. Se hallan relevos de posta en los caminos ordinarios, y nada se opone al viajero a caballo, con provisiones, campamento, cantina y bajo la dirección de un guía, si es que no se quiere seguir al Tatar, es decir, al correo encargado del servicio postal; pero como dicho correo no debe emplear más que un tiempo limitado en ir de un punto a otro, el seguirle es muy fatigoso, por no decir impracticable, a quien no tiene la costumbre de esos largos trayectos.

No es necesario decir que Kerabán abandonó por completo este medio, para dar la vuelta al mar Negro. Él no iría muy de prisa, pero sí cómodamente. Sería cuestión de dinero, lo cual no era para asustar a un

rico negociante del barrio de Galata.

—Bien —dijo Van Mitten resignado del todo—; puesto que no viajamos ni por ferrocarril, ni en barco, ¿cómo viajaremos, amigo Kerabán?

—En silla de posta.

—¿Con vuestros caballos?

—Con caballos de relevo.

—Eso, si los encontráis durante el trayecto…

—Se encontrarán.

—¡Pero os costará caro!

—¡Me costará lo que me cueste! —respondió Kerabán, que empezaba a animarse.

—No los tendréis por menos de mil libras turcas y tal vez por mil quinientas.

—Y bien, ¿qué? ¡Miles, millones! —exclamó Kerabán—. ¡Sí, millones, si es necesario! ¿Tenéis más objeciones que hacer?

—No —respondió el holandés.

—Ya era tiempo.

Estas últimas palabras fueron dichas con un tono tal que Van Mitten tomó la resolución de callarse.

Aunque también hizo observar a su imperioso huésped que semejante viaje necesitaría cuantiosos gastos; que aguardaba de Rotterdam una suma muy considerable, la cual pensaba depositarla en el Banco de Constantinopla; que momentáneamente no tenía más dinero, y que… etc., etc.

Después de este etcétera, el holandés se calló, e hizo bien.

Si Kerabán no poseyera un antiguo coche de fabricación inglesa, puesto ya a toda prueba, hubiera tenido que hacer este largo viaje con la araba turca, arrastrada frecuentemente por bueyes. Pero la antigua silla de

posta, con la que había hecho el viaje a Rotterdam, estaba en la cochera y en perfecto estado.

Dicho coche estaba convenientemente dispuesto para tres viajeros; entre los resortes del juego delantero se sustentaba una enorme caja de provisiones y bagajes; detrás de la caja del coche había un segundo cofre, en el cual había establecido un cabriolé, y sobre el que podían sentarse muy bien dos criados. Este vehículo debía ser conducido por un postillón, pues no tenía asiento para cochero.

Todo esto parecía algo antiguo de forma, y tendrán motivo para reírse los entendidos en la construcción de coches modernos; pero el vehículo era sólido, colocado sobre buenos ejes, ruedas de anchas llantas y gruesos radios, y suspendido por muelles de acero de primera calidad, ni muy blandos ni muy duros, capaces de resistir las desigualdades de los caminos apenas trazados a través de los campos.

Así, pues, Van Mitten y su amigo Kerabán ocuparían el fondo del confortable vehículo, provisto de cristales y cortinillas, y Bruno y Nizib encaramados en el cabriolé, en cuya parte anterior se levantaba un bastidor con su correspondiente cristal; con tal aparato de locomoción hubieran podido ir a China. Por fortuna, el mar Negro se extendía hasta el litoral del Pacífico, pues de otra suerte es muy posible que Van Mitten hubiese trabado conocimiento con el Celeste Imperio. Los preparativos empezaron inmediatamente. Si Kerabán no podía partir la misma noche, tal como lo había dicho en el calor de la discusión, al menos quería ponerse en camino a la mañana siguiente, al rayar el alba.

Pero como no tenía más que una noche para arreglar todos los preparativos y todos los negocios, los empleados del despacho, en el momento en que se disponían a partir para reponerse de las abstinencias del día, se vieron detenidos por su jefe para dejar terminadas todas las operaciones. Por otra parte, quien prestaba en estos momentos más actividad era Nizib.

En cuanto a Bruno, debió volver al Hotel de Pesth, situado en la calle Mayor de Pera, donde ambos habitaban desde por la mañana, con el fin de hacer transportar al despacho todo su equipaje. El obediente holandés a quien su amigo no perdía de vista, no hubiera osado dejarle un solo instante.

—¿Estáis ya bien decidido, señor? —dijo Bruno en el momento en que iba a salir del despacho.

—Con ese diablo de hombre, ¿qué otra cosa voy a hacer? —respondió

Van Mitten.

—¿Vamos a dar la vuelta al mar Negro?

—¡A menos que mi amigo Kerabán no cambie de opinión en el camino, lo cual no es posible!

—¡De todas las cabezas de turco que hay en las ferias para medir la fuerza aplicada por los puños —respondió Bruno—, creo que no hay una tan dura como la del señor Kerabán!

—Tu comparación, si no es respetuosa, por lo menos es muy justa, Bruno

—replicó Van Mitten—. ¡Tendré buen cuidado de no dar con el puño sobre esa cabeza, pues seguramente me lo rompería!

—¡Yo que esperaba descansar en Constantinopla, señor! —repuso

Bruno—. ¡Yo que soy tan poco amigo de viajar…!

—Esto no es un viaje, Bruno —respondió Van Mitten—; es simplemente un nuevo camino que mi amigo Kerabán toma para ir a comer a su casa.

Este modo de tergiversar las cosas no calmó en nada a Bruno. A él no le gustaban los movimientos, e iba a moverse durante semanas, y aún meses, a través de países que nada le interesaban, pero que, según su preocupación, eran más peligrosos que otra cosa. Después, con las fatigas continuas de este largo trayecto, llegaría a enflaquecer, y, por consiguiente a perder su peso normal (¡ciento sesenta y siete libras!), del que se mostraba orgulloso.

Acercóse por fin al oído de su señor para repetirle una vez más su lamentable cantinela:

—¡Caeréis enfermo, señor, os lo repito, caeréis enfermo!

—¡Ah, eso de seguro! ���respondió el holandés—; pero ve a buscar mis bagajes, mientras yo compro una Guía para estudiar los diversos países, y un cuaderno para anotar mis impresiones; después vendrás aquí, Bruno, y descansarás…

—¿Cuándo?

—Cuando hayamos dado la vuelta al mar Negro, puesto que es nuestro destino el darla.

Al fin de esta reflexión fatalista, de la que un musulmán no hubiera hecho caso, Bruno, bajando la cabeza, salió del despacho, dirigiéndose al hotel. Verdaderamente, este viaje no le presagiaba nada bueno.

Dos horas después volvía cargado de carteras, con sus correspondientes corchetes sin montantes, y colgadas a la espalda por fuertes tirantes. Venía acompañado de uno de esos indígenas, vestidos con una tela parecida al fieltro, medias de lana, cubierta su cabeza con un gorro bordado de sedas multicolores y calzados con gruesos zapatos; en una palabra, uno de esos alhameles que Théophile Gautier ha designado con el justo nombre de camellos de dos pies, sin jorobas.

Sin embargo, a éste no le faltaba la joroba, gracias a los numerosos bultos de viaje que sobre la espalda llevaba. Todos éstos fueron depositados en el patio del despacho, comenzándose a cargar la silla de posta, que había sido ya sacada de la cochera.

Mientras tanto, Kerabán, como cuidadoso negociante, ponía en orden sus asuntos. Revisaba el estado de sus libros de comercio, daba las instrucciones necesarias al jefe de los empleados, escribía algunas cartas, y tomaba para el viaje una gruesa suma en oro, pues el papel-moneda había perdido su valor desde 1862, y, por consiguiente, no tenía curso.

Teniendo necesidad de cierta cantidad en moneda rusa, para la parte del trayecto que recorrerían del Imperio moscovita, su intención era pasarse por casa de su amigo el banquero Selim, donde cambiaría sus libras otomanas, puesto que el itinerario le obligaba a pasar por Odesa.

Los preparativos se acabaron rápidamente. Los cofres del carruaje se cargaron de provisiones. Algunas armas fueron depositadas en el interior, pues no sabían lo que podía suceder, y era necesario prevenirse a todo evento. Tampoco olvidó Kerabán dos narguiles, uno para Van Mitten y otro para él, utensilios indispensables para un turco que al mismo tiempo es negociante en tabacos.

En lo concerniente a los caballos, habían sido encargados la noche misma y debían estar dispuestos al amanecer. Desde medianoche hasta rayar el alba quedaban algunas horas, que se consagraron primeramente a comer y después al reposo. A la mañana siguiente, cuando Kerabán los despertó, todos saltaron de la cama para ponerse el traje de viaje.

La silla de posta enganchada, todo arreglado y el postillón en la silla, no aguardaba más que a los viajeros.

Kerabán renovó sus últimas instrucciones a los empleados del despacho. No faltaba más que partir.

Van Mitten, Bruno y Nizib aguardanban silenciosamente en el anchuroso patio del despacho.

—¿Estáis decidido? —dijo por última vez Van Mitten a su amigo Kerabán. Éste, por toda respuesta, le mostró el coche, cuya portezuela estaba

abierta.

Van Mitten se inclinó, puso el pie en el estribo, y se sentó a la izquierda de la berlina. Kerabán se instaló a su lado. Nizib y Bruno treparon al cabriolé.

En el momento en que el vehículo iba a abandonar el despacho, dijo

Kerabán:

—¡Ah, mi carta!

Y bajando la ventanilla, extendió a uno de los empleados una carta que le ordenó mandara al correo aquella misma mañana.

Esta carta iba dirigida al cocinero de la ciudad de Scutari, y no contenía más que estas palabras:

«Comida preparada a mi vuelta. Modificad el menú: sopa de leche cuajada, paletilla de camero con especias. Sobre todo, que esté poco cocido».

Después la silla de postas se puso en marcha y recorrió las calles del barrio, atravesó el Cuerno de Oro, sobre el puente de la Sultana, y salió de la ciudad por Jeni-Kapussi, la Puerta Nueva.

¡Kerabán ha partido! ¡Que Alá le proteja!