Capítulo VI

Capítulo VI

LOS VIAJEROS EMPIEZAN A SUFRIR ALGUNAS DIFICULTADES, PRINCIPALMENTE EN EL DELTA DEL DANUBIO

Bajo el punto de vista administrativo, la Turquía europea está dividida en gobiernos o departamentos, administrados por un valí, gobernador general, especie de prefecto nombrado por el Sultán. Los vilayatos se subdividen en sanjacados o distritos, regidos por un mostesarif; en kazas o cantones, administrados por un caimacán; en nahies o comunidades, con un mudir o alcalde electo. Es, poco más o menos, el sistema administrativo instituido en Francia.

En suma, Kerabán no debía tener comunicación con las autoridades de los vilayatos de Rumelia, que atraviesa el camino de Constantinopla a la frontera. Este camino es el que separaba menos del mar Negro y abreviaba mucho el trayecto.

Hacía un tiempo hermosísimo para viajar, una temperatura refrescada por la brisa del mar, que corría sin obstáculos a través de aquel país, bastante llano. En la parte meridional del Imperio otomano se desarrollaban campos de maíz, cebada, centeno y viñedos, que en dicha parte del Imperio crecen y prosperan de un modo envidiable; más adelante, bosques de robles, abetos, hayas y álamos blancos; más allá, agrupados en diversas direcciones, plátanos, árboles de Judas, laureles, higueras, algarrobos, y, en las porciones vecinas al mar, granados y olivos, idénticos a los de las latitudes de la Europa meridional.

Al salir por la Puerta de Yeni, la silla tomó el camino de Constantinopla a Chumla, de donde se separa un camino hacia Andrinópolis, por Kirk- Kilissé. Este camino sigue lateralmente y cruza, en muchos puntos, la vía que pone a Andrinópolis (segunda capital de la Turquía Europea) en comunicación con la metrópoli del Imperio otomano.

Precisamente, en el momento en que la silla cortaba, por decirlo así, la vía férrea, acertó a pasar un tren. Un viajero sacó rápidamente la cabeza por

la portezuela de su vagón, y pudo percibir el coche de Kerabán, vigorosamente arrastrado por sus caballos.

Este viajero era el capitán maltés Yarhud, en camino hacia Odesa, donde, gracias a la rapidez de los trenes, llegaría mucho antes que el tío del joven Ahmet.

Van Mitten no pudo contenerse y mostró a su amigo el convoy, desfilando a todo vapor.

Éste, siguiendo su costumbre, alzó los hombros.

—¡Pero, amigo Kerabán, se llega más pronto! —dijo Van Mitten.

—¡Cuando se llega! —respondió Kerabán.

Durante la primera mojada del viaje, no es necesario decir que no perdieron una hora. Con la ayuda del dinero no hubo jamás ninguna dificultad en los relevos de postas. Los caballos no se hacían de rogar para dejarse enganchar, ni los postillones para conducir un señor que tan generosamente pagaba.

Pasaron por Chataldjé, por Buyuk-Khan, por los límites de las pendientes de desagüe, por la villa de Corlu, por el pueblo de Yeni-Keni, después por el valle de Galeta, a través del cual, según la leyenda, se bifurcan canales subterráneos, que llevaban en otros tiempos el agua a la capital.

Llegada la tarde, la silla de posta se detuvo una hora solamente en el arrabal de Saray. Como las provisiones que llevaban en los cofres estaban destinadas más especialmente para las regiones en las que sería muy difícil procurarse los elementos para una regular comida, era necesario reservarlos. Comieron, pues, en Saray bastante bien, y continuaron el camino.

Puede ser que Bruno encontrase algo duro pasar la noche en el cabriolé; no así Nizib, que vio esta eventualidad como muy natural, durmiendo con un sueño tal que contagió a su compañero.

La noche se pasó sin incidentes, gracias a un largo y sinuoso sendero que formaba camino en los puntos próximos a Vize, lo bastante para evitar las rudas pendientes y los terrenos pantanosos de la carretera. Muy a pesar suyo, Van Mitten no vio aquella pequeña ciudad de siete mil habitantes,

enteramente ocupada por una población griega, y que es la residencia de un obispo ortodoxo. Por otra parte, él no iba a ver pero sí a acompañar al imperioso Kerabán, quien no se cuidaba mucho de recoger las impresiones del viaje.

Hacia las cinco de la tarde, después de haber atravesado los pueblos de Bunar-Hisseam, de Jena y Uskup, los viajeros rodearon un pequeño bosque, sembrado de tumbas donde reposan los restos de las víctimas sacrificadas por una partida de bandidos, cuyo sitio habían escogido para teatro de sus hazañas; después pasaron por otro pueblo bastante importante, de dieciséis mil habitantes, Kirk-Kilissé. Su nombre, que significa Cuarenta Iglesias, se funda en el gran número de sus monumentos religiosos. Verdaderamente es una especie de villa donde las casas ocupan el fondo y los lados, y que Van Mitten, seguido del fiel Bruno, visitó en algunas horas.

El coche fue colocado en el patio de un hotel bastante bien arreglado, donde Kerabán y sus compañeros pasaron la noche, volviendo a partir al siguiente día.

Durante la mojada del 19 de agosto, los postillones dejaron atrás el pueblo de Karabunar, y llegaron la tarde misma a Burgas, edificada sobre el golfo de este nombre. Los viajeros durmieron aquella noche en un khan, especie de posada, que verdaderamente no valía lo que la silla de posta.

A la mañana siguiente, el camino que se separa del litoral del mar Negro los condujo a Aitos, y por la tarde a Paravadi, una de las estaciones del pequeño ferrocarril de Chumla a Varna. Estaban atravesando en aquel momento la provincia de Bulgaria, por la extremidad Sur de Dobrucha, al pie de los últimos contrafuertes de la cadena de los Balcanes.

Allí las dificultades aumentaron durante esta travesía, tanto en medio de los valles pantanosos, como a través de los bosques de plantas acuáticas, de un desarrollo extraordinario, sobre las que el coche podía a duras penas rodar, turbando en sus nidos a miles de becadas y agachadizas, y otra multitud de especies del suelo de una región tan accidentada. Sabido es que los Balcanes forman una cadena importante. Extendidos entre Rumelia y Bulgaria, hacia el mar Negro, se destacan de su vertiente septentrional numerosos contrafuertes, cuyas ondulaciones se observan casi hasta el Danubio. Kerabán tuvo ocasión de ver su paciencia puesta a prueba.

Cuando fue necesario franquear la extremidad de la cadena, con el fin de volver a bajar a Dobrucha, cuesta de pendientes casi impracticables, vueltas cuyos bruscos recodos no permitían a los caballos tirar con regularidad; caminos estrechos rodeados de precipicios, hechos más bien para caballos que para vehículos, todo esto ocupó mucho tiempo, y no se logró sin una gran cantidad de mal humor y recriminaciones.

Muchas veces hubo necesidad de desenganchar, y fue necesario calzar las ruedas para salir del algún paso difícil, y calzarlas sobre todo con gran número de piastras que caían en los bolsillos de los postillones, que amenazaban con volverse atrás.

¡Ah! Kerabán dirigió toda suerte de improperios contra el Gobierno, que conservaba tan mal los caminos del Imperio y se cuidaba tan poco de asegurar la vida de los viajeros a través de las provincias. El Diván no se apuraba cuando se trataba de impuestos, tasas y contribuciones de todas clases, lo que Kerabán sabía demasiado. ¡Diez paras por atravesar el Bósforo! Siempre venía a lo mismo, como guiado por una misma idea.

¡Diez paras, diez paras! Van Mitten se guardaba muy bien de responder a cualquier observación de su compañero de viaje. Una contradicción hubiera traído consigo un altercado. Y para apaciguarle se quejaba de todos los gobiernos en general, pero del turco en particular.

—No es posible —decía Kerabán— que en Holanda haya abusos parecidos.

—Los hay, por el contrario, amigo Kerabán —respondió Van Mitten, que quería por todos los medios calmar a su compañero.

—Yo os digo que no —decía éste—; yo os digo que Constantinopla es el único punto donde semejantes abusos son posibles. ¿En Rotterdam se ha pensado alguna vez en poner impuestos sobre los caiques?

—Es que nosotros no tenemos caiques.

—Poco importa.

—¿Cómo que poco importa?

—Me parece que vuestro rey no hubiese osado imponerles contribución alguna. ¿Tendréis el valor de sostener que el Gobierno de estos nuevos

timeos no es el peor gobierno que hay en el mundo?

—¡Ah, el peor, de seguro! —dijo Van Mitten, con intención de cortar la discusión, que observaba que iba tomando proporciones.

Y para mejor cortarla, sacó su larga pipa holandesa. Esto dio a Kerabán el deseo de recrearse con el perfume del narguile.

El cupé no tardó en llenarse de humo, y fue necesario bajar los cristales para darle salida. El sopor narcótico acababa por apoderarse del testarudo viajero, que permanecía callado y tranquilo, hasta que algún incidente le volvía a la realidad.

La noche del 20 al 21 de agosto, por falta de un sitio de parada en aquel país semisalvaje, la pasaron en la silla de posta. Tan sólo a la mañana siguiente, y después de haber atravesado las últimas ramificaciones de los Balcanes, se encontraron más allá de la frontera rumana, en Dobrucha, cuyo terreno es más accesible para los carruajes.

Esta región es como una península formada por un ancho recodo del Danubio, que después de haberse elevado al Norte, hacia Galatz, vuelve al Este sobre el mar Negro, en el cual afluye por muchas ramificaciones. Verdaderamente, esta especie de istmo que se une con la península de los Balcanes, se encuentra circunscrito por una porción de la provincia, situada entre Cemavoda y Constanza, donde corta la línea de un pequeño ferrocarril que recorre quince o dieciséis leguas lo más, y que parte de Cemavoda. Pero como al Sur del ferrocarril la comarca es ostensiblemente la misma que al Norte, bajo el punto de vista topográfico, se puede decir que los planos de la Dobrucha tienen el nacimiento en la base de las últimas ramificaciones de los Balcanes.

Los turcos denominan bello país a aquella parte de terreno, cuyo feraz suelo pertenece al primero que lo ocupa. Está, si no habitado, por lo menos recorrido por los pastores tártaros y poblado de valacos, en la parte vecina al río. El Imperio otomano posee una inmensa colina, en la que los valles se profundizan apenas en el suelo, casi sin relieve. Presentando, por lo tanto, una sucesión de praderas, que se extienden hasta los bosques situados en las embocaduras del Danubio.

En este suelo, los caminos, sin cuestas ni pendientes bruscas, permitieron al carruaje rodar con más facilidad. Los dueños de los relevos de postas

no tenían motivo para refunfuñar al ver enganchar a sus caballos, o si lo hacían, era por no perder la costumbre.

Marcharon rápida y cómodamente. Hacia el mediodía del 21 de agosto, el carruaje se detuvo en Koslicha, y a la tarde del mismo día, en Bazarjik.

Allí Kerabán se decidió a pasar la noche, para dar algún descanso a toda su gente (de lo que Bruno quedó muy agradecido, aunque, por prudencia, no lo demostró).

A la mañana siguiente, al rayar el alba, el carruaje, con caballos de refresco, partía en dirección al lago Karazzu, especie de vasto embudo, cuyo contenido, alimentado por profundos manantiales, se vierte en el Danubio en la época de la baja marea. Cerca de veinticuatro leguas recorrieron en doce horas, y hacia las ocho de la noche los viajeros se detenían delante del ferrocarril que va de Constanza a Cemavoda, frente a la estación de Medjidia, ciudad completamente nueva, que cuenta ya veinte mil almas y promete llegar a ser más importante.

A despecho suyo, Kerabán no pudo franquear inmediatamente la vía, para llegar al «khan» (especie de posada) donde debían pasar la noche. La vía estaba ocupada por un tren, y fue necesario aguardar cerca de media hora a que el paso estuviese libre.

Allí fueron las quejas, las recriminaciones contra las administraciones de los ferrocarriles, que se creen con derecho, no solamente de aplastar a los viajeros que cometen la estupidez de subir en sus coches, sino también de retardar a los que no quieren tomar sitio en ellos.

—No será a mí —dijo a Van Mitten— a quien le ocurra algo en el ferrocarril.

—¡Eso no se sabe! —respondió el holandés, con imprudencia.

—¡Pues yo sí que lo sé! —replicó Kerabán, con un tono tal, que cortó la discusión.

Por fin, el tren dejó libre la estación de Medjfdia, las barreras se abrieron, el carruaje pasó y los viajeros se detuvieron a descansar en un «khan» bastante cómodo establecido en dicha ciudad, el nombre de la cual fue escogido para honrar la memoria del sultán Abdul-Medjid.

Al día siguiente todos llegaban sin novedad, a través de una especie de

desierto llano, a Babadag, pero tan tarde, que pareció más conveniente continuar el viaje durante la noche. A las cinco de la siguiente tarde se detenían en Tulcea, una de las importantes ciudades de Moldavia.

En esta ciudad, de treinta a cuarenta mil almas, en la que se confunden cherkeses, nogais, persas, curdos, búlgaros, rumanos, griegos, armenios, turcos y judíos, Kerabán no tendría mucha dificultad para encontrar un hotel donde estar bien acomodado.

En efecto, así sucedió. Van Mitten fue, con el permiso de su compañero, a visitar Tulcea, que se extiende, en forma de anfiteatro, sobre la vertiente norte de una pequeña cadena de montañas, en el fondo de un golfo, formando por un ensanche del río, casi enfrente de la ciudad de Ismail.

A la mañana siguiente, 24 de agosto, el carruaje atravesaba el Danubio, delante de Tulcea, y se aventuraba a través del delta del río, formado por dos grandes brazos. El primero, o sea el que siguen los vapores, se llama el afluente de Tulcea; el segundo, más al Norte, pasa por Ismail, después por Kilia y concluye en el mar Negro, después de haberse ramificado en cinco direcciones, las cuales se denominan bocas del Danubio.

Más allá de Kilia y de la frontera se desenvuelve la Besarabia, que se extiende en dirección Nordeste, y participa de un pedazo del litoral del mar Negro.

Se nos olvidaba decir que el origen del nombre del Danubio, que ha dado lugar a un sinnúmero de disputas científicas, trajo una discusión puramente geográfica entre Kerabán y Van Mitten. Que los griegos, en tiempo de Hesiodo, lo habían conocido con el nombre de Ister o Hister; que el nombre de Danuvius lo habían traído las legiones romanas, y que César fue el primero que le hizo conocer bajo este nombre; que en el idioma de los tracios significa nebuloso; que desciende del celta, del sánscrito, o del griego; que el profesor Bopp tiene razón o que el profesor Windishmann no la tiene cuando disputan sobre las fuentes del citado río; al fin, Kerabán (como siempre) redujo a su adversario al silencio haciendo descender la palabra Danubio de asdanu, que significa rápida corriente.

Pero, por rápido que sea, no es suficiente para contener la masa de sus aguas, y si la contiene es por los numerosos cauces que se ha formado y esto sin contar las inundaciones de este gran río. En esto no reparó el testarudo Kerabán, y, a despecho de las observaciones que le hicieron,

lanzó su carruaje a través del delta.

Kerabán no estaba solo en esta región en la que numerosos patos, gansos salvajes, ibis, cigüeñas y pelícanos parecían escoltarle.

Pero olvidaba que si la Naturaleza ha hecho a esas aves acuáticas, zancudas y palmípedas, es porque tienen necesidad de patas palmeadas o de las elevadas piernas de las zancudas para morar en aquellas regiones, tan frecuentemente sumergidas en la época de las grandes crecidas, después de las lluvias.

Por eso se convendrá en que los caballos del carruaje no estaban dispuestos para marchar por aquellos terrenos pantanosos a causa de las últimas inundaciones. Más allá de este afluente del Danubio, que desemboca en el mar Negro en Sulina, no había más que un extenso pantano a través del cual se dibujaba un camino poco practicable.

A disgusto de los postillones, a los cuales daba la razón Van Mitten, Kerabán dio orden de marchar más adelante y fue necesario obedecerle. El resultado fue que por la tarde el carruaje se atascó, sin que fuese posible a los caballos sacarlo adelante.

—Los caminos no están suficientemente cuidados en esta comarca

—creyó deber observar Van Mitten.

—¡Están como están! —respondió Kerabán—. ¡Están como pueden estar con semejante Gobierno!

—Tal vez haríamos mejor en volver atrás y seguir otro camino.

—Haremos mejor, por el contrario, en continuar adelante y no cambiar en nada nuestro itinerario.

—Pero ¿cómo?

—¿Cómo? Pues el medio —respondió el testarudo viajero— consiste en enviar a buscar caballos de refuerzo al pueblo más próximo. En cuanto a dormir, lo mismo nos da hacerlo en el carruaje que en una posada.

No había que replicar. El postillón y Nizib fueron enviados a buscar el pueblo más próximo, que no dejaría de estar muy lejos. Probablemente no podrían estar de vuelta hasta la mañana siguiente. Kerabán, Van Mitten y

Bruno debieron resignarse a pasar la noche en medio de aquella vasta estepa, tan abandonados como si hubiesen estado en lo más profundo de los desiertos de la Australia central. Felizmente, el carruaje, hundido hasta los ejes, no amenazaba hundirse más.

La noche era muy oscura. Gruesas y bajas nubes en vía de condensación, impelidas por los vientos del mar Negro, corrían atravesando el espacio. Aunque no llovía, una fuerte humedad subía del suelo, impregnado de agua, que mojaba lo mismo que una niebla polar. No se distinguía a diez pasos; los dos faroles del coche proyectaban una luz dudosa entre la capa de evaporación formada por el pantano, y tal vez hubiera sido mejor apagarlos.

En efecto, esta luz podría atraer alguna visita inoportuna. Van Mitten fue quien hizo esta observación, pero su intratable amigo creyó necesario discutirla, y de la discusión resultó que fue rechazado lo propuesto por Van Mitten.

Sin embargo, el sabio holandés tenía razón, pero si, con un poco más de sagacidad, le hubiera propuesto a su compañero dejar los faroles encendidos, seguramente Kerabán los hubiera mandado apagar.