Capítulo VII

Capítulo VII

EN EL QUE LOS CABALLOS DEL CARRUAJE HACEN, IMPULSADOS POR EL MIEDO, LO QUE NO HA CONSEGUIDO EL LATIGO DEL POSTILLÓN

Eran las diez de la noche, y Kerabán, Van Mitten y Bruno, después de una comida suministrada con las provisiones encerradas en los cofres, se paseaban fumando, desde hacía media hora, por el largo y estrecho sendero, cuyo suelo no cedía bajo sus pies.

—Supongo —dijo Van Mitten—, amigo Kerabán, que no tenéis que hacer ninguna objeción a que durmamos hasta el momento en que traigan los caballos.

—Ninguna —respondió Kerabán, no sin haber reflexionado antes de dar esta respuesta, algo extraordinaria por parte de un hombre que siempre tenía algo que objetar.

—Creo que no tendremos nada que temer en medio de este llano completamente desierto —añadió el holandés.

—Creo lo mismo.

—¿No tenemos que temer ningún ataque?

—Ninguno.

—¡A no ser el de los mosquitos! —respondió Bruno, que acababa de propinarse un formidable bofetón sobre la frente para aplastar media docena de aquellos importunos dípteros.

Y en efecto, nubes de voraces insectos, atraídos por la luz de los faroles, comenzaban a remolinarse descaradamente alrededor del coche.

—¡Demonio! —dijo Van Mitten—. Tenemos a la vista una gran cantidad de

mosquitos, y una mosquitera no nos hubiera venido mal.

—No son mosquitos —respondió Kerabán, frotándose la parte inferior de la nuca— y, por lo tanto, no tenemos necesidad de mosquitero.

—Pues ¿qué son? —preguntó el holandés.

—Son cínifes —respondió Kerabán.

«¡Qué me importa a mí la diferencia!», pensó Van Mitten, que no juzgó oportuno promover una disputa sobre una cuestión entomológica.

—Si hay algo curioso en esto —observó Kerabán—, es que únicamente las hembras de estos insectos son las que atacan al hombre.

—¡Ya las reconozco a estas representantes del bello sexo! —respondió

Bruno, rascándose las pantorrillas.

—Y, en efecto —añadió Kerabán—, las comarcas situadas en el Bajo Danubio están particularmente infestadas de estos cínifes, y no se les combate más que esparciendo en la cama durante la noche, y en la camisa y medias durante el día, polvos de piretrina…

—¡De los que carecemos en absoluto! —añadió el holandés.

—Absolutamente —respondió Kerabán—; porque ¿quién había de prever que quedaríamos detenidos en los pantanos de la Dobrucha?

—Nadie, amigo Kerabán.

—He oído hablar, amigo Van Mitten, de una colonia de tártaros criminales, a los que el Gobierno turco había otorgado una vasta concesión en este delta del río; pero que las legiones de estos cínifes los obligaron a expatriarse.

Después de lo que nosotros estamos viendo, amigo Kerabán, la historia no es inverosímil.

—Entremos, pues, en la carroza.

No tardemos en hacerlo —respondió Van Mitten, que se agitaba en medio de una nube de alas cuyos estremecimientos se contaban a millones por

segundo.

En el momento en que Kerabán y su compañero iban a subir al coche, el primero se detuvo.

—Aunque no hay nada que temer —dijo—, no sería malo que Bruno velase aquí fuera hasta la vuelta del postillón.

—No rehusará hacerlo —respondió Van Mitten.

—Me guardaré muy bien de rehusar —dijo Bruno—, porque ése es mi deber; ¡pero me van a devorar vivo!

—¡No! —replicó Kerabán—; había olvidado decir que los cínifes no pican dos veces en el mismo sitio; por consiguiente, Bruno estará bien pronto al abrigo de sus ataques.

—¡Sí…!, ¡cuando esté acribillado de mil picaduras!

—Eso es, Bruno.

—Pero, al menos, podré velar en el cabriolé…

—¡Perfectamente! ¡Con la condición de no dormirte!

—¿Y cómo dormir rodeado de este enjambre de mosquitos?

—Cínifes y no mosquitos, Bruno —respondió Kerabán—; ¡no lo echéis en olvido!

Una vez hecha esta observación, Kerabán y Van Mitten volvieron a ocupar su sitio en el coche, dejando a Bruno el cuidado de velar por su amo, o, mejor dicho, por sus amos, pues desde que Kerabán y Van Mitten se hallaban juntos, podía asegurarse que era a dos, y no a un solo amo, a quienes tenía que servir.

Después de asegurarse que las portezuelas del carruaje cerraban bien, Bruno inspeccionó los arreos.

Los caballos, rendidos de cansancio, permanecían echados sobre el húmedo suelo respirando ruidosamente y mezclando su cálido aliento con la neblina del pantanoso llano.

«¡Ni el diablo los sacaría de este maldito bache! —se dijo Bruno—. ¡Bonita idea ha tenido el señor Kerabán al tomar este camino! En fin, después de todo, eso es cuenta suya».

Bruno volvió a subir al cabriolé y bajó el cristal de la portezuela a través del cual podía ver, merced a los múltiples rayos proyectados por los faroles del vehículo.

Nada podía hacer mejor el fiel criado de Van Mitten, sino soñar con los ojos abiertos, y combatir el sueño, pensando en la serie de aventuras hacia las que su amo le arrastraba, impelido por el más testarudo de los osmanlíes.

¡Él, hijo de la antigua Batavia, que conocía piedra por piedra el pavimento de Rotterdam, concurrente asiduo de los muelles del Mosa, insigne pescador de caña, bodoque de los canales que surcan su ciudad natal; él, transportado al otro extremo de Europa! ¡Buen salto había dado, desde Holanda al Imperio otomano! ¡Y, apenas desembarcado en Constantinopla, la fatalidad le arrojaba a través de las estepas del Bajo Danubio! ¡Viéndose allá, encogido en el cabriolé de una silla de postas, en medio de los pantanos de la Dobrucha, perdido en una profunda noche, y más pegado en aquel suelo que la torre gótica de Zudekerk! Y todo por obedecer a su amo, él, que, sin estar obligado, obedecía de la misma manera a Kerabán.

«¡Oh, extravagancia de las complicaciones humanas! —se decía Bruno—. Heme aquí en disposición de dar la vuelta al mar Negro, si la llegamos a dar, y todo por economizar diez paras, que hubiera dado con gusto de mi bolsillo, si yo hubiese sido bastante listo para hacerlo a escondidas de ese truco tan poco sufrido. ¡Ah, testarudo y más que testarudo! ¡Estoy seguro de que desde que hemos partido he adelgazado lo menos dos libras de peso…! ¡Si esto ha sucedido en cuatro días, qué no será en cuatro semanas! Pero, ¡todavía estos malditos mosquitos!».

En efecto, por herméticamente que Bruno hubiese querido cerrar la portezuela del cabriolé, algunas docenas de cínifes pudieron penetrar, encarnizándose con el pobre diablo.

¡Qué de golpes, qué de injurias, y cómo se cebaba llamándoles mosquitos, entonces que Kerabán no podía oírle!

Dos horas se pasaron así, y, tal vez sin el continuo ataque de los mosquitos, Bruno, sucumbiendo a la fatiga, se hubiera dejado dominar por el sueño. Porque dormir en aquellas condiciones hubiese sido imposible.

Sería un poco más de la medianoche, cuando a Bruno, mortificado ya por aquellos insectos, se le ocurrió una buena idea. Debería habérsele ocurrido antes, a él, un holandés de pura sangre, que al venir al mundo buscan con más ansia la boquilla de una pipa que el pecho de la nodriza. La idea fue ponerse a fumar para combatir a los cínifes con el humo del tabaco. ¿Cómo no haberlo pensado antes? Si por casualidad resistían la atmósfera cargada de nicotina, se podía decir que los insectos tienen la vida a toda prueba en medio de los pantanos de la Dobrucha.

Bruno sacó del bolsillo la pipa de porcelana esmaltada con flores semejante a la que tan imprudentemente le habían robado en Constantinopla. La llenó de tabaco, como si se tratara de un arma de fuego que se va a descargar sobre las tropas enemigas; frotó el eslabón, la encendió, y aspiró con toda la fuerza de sus pulmones el humo de un excelente tabaco de Holanda, y lo volvió a arrojar en enormes volutas.

El enjambre redobló al principio los ensordecedores zumbidos de sus alas, y se dispersó poco a poco por los rincones más oscuros del cabriolé.

Bruno pudo felicitarse de su obra. La batería que acababa de descargar produjo resultado; los asaltantes se replegaban en desorden; pero como él no quería tener prisioneros, sino todo lo contrario, abrió rápidamente la ventanilla, a fin de dar salida a los insectos de dentro, pero no dando acceso a los de fuera, con sus descargas de humo.

En efecto, así sucedió. Bruno, ya libre de aquella legión de dípteros, pudo aventurarse a mirar a derecha e izquierda.

La noche continuaba en la más completa oscuridad.

El viento hacía crujir el carruaje, pero, siempre adherido al suelo, no era de temer que se moviera.

Bruno buscó con la mirada hacia el horizonte del Norte, con objeto de ver una luz o algo que anunciara la vuelta del postillón con los caballos de refuerzo.

Pero todo lo que se destacaba más allá del segmento luminoso formado por los faroles del coche, era una completa oscuridad, profundas tinieblas. Sin embargo, volviendo la vista a los lados, a una distancia de cerca de sesenta pasos, Bruno creyó percibir algunos puntos brillantes que aparecían y desaparecían sin ruido en la sombra, tan pronto en la superficie del suelo como a dos o tres pies de elevación.

Bruno se preguntó primeramente si aquello era producido por la fosforescencia de los fuegos fatuos, cuyo desprendimiento podía verificarse en la superficie de un lago donde no falta hidrógeno sulfurado.

Pero si, en su cualidad de ser racional, su corazón podía inducirle al error, no sucedía lo mismo a los caballos del carruaje, cuyo instinto no podía engañarles respecto al motivo de aquel fenómeno. En efecto, empezaron a dar señales de agitación, comenzando por dilatar sus fosas nasales y relinchando de una manera particular.

«¿Qué será? —se preguntaba Bruno—; alguna nueva complicación, ¡no cabe duda! ¿Serán lobos?».

No hubiese tenido nada de particular que una manada de lobos, atraída por el olor del carruaje, merodease por los alrededores, pues estos animales existen en gran número en el delta del Danubio.

—¡Diablo! —murmuró Bruno—: ¡eso sería peor que los mosquitos o cínifes de nuestro testarudo! El humo del tabaco no me servirá para nada esta vez.

Entre tanto, los caballos continuaban siendo presa de la más viva agitación, de lo cual había que inquietarse. Trataban de cocear con ímpetu en el espeso cieno, se encabritaban, y daban violentas sacudidas al coche. Aquellos puntos luminosos parecían más próximos que antes. Una especie de sordo gruñido se mezclaban a los silbidos del viento.

«Yo creo —se dijo Bruno— que será conveniente avisar al señor Kerabán y a mi amo».

Y, en efecto, era urgente. Bruno se deslizó con lentitud hasta el suelo, bajó el estribo de la carroza, abrió la portezuela y la cerró después de haberse introducido en el cupé, donde los dos amigos dormían tranquilamente el

uno al lado del otro.

—Señor… —dijo Bruno en voz baja, dando con la mano en la espalda de

Van Mitten.

—¡Váyase al diablo el necio que me despierta! —murmuró el holandés, frotándose los ojos.

—No se trata de mandar las personas al diablo, ¡sobre todo cuando el diablo puede estar cerca! —respondió Bruno.

—Pero ¿quién me habla…?

—Soy yo, vuestro servidor.

—¡Ah, Bruno…!, ¿eres tú…? Después de todo, has hecho bien en despertarme; estaba soñando que la señora Van Mitten…

—Os armaba querella —completó Bruno. Y añadió—: Pero ahora no se trata de eso.

—¿Qué hay, pues?

—¿Me hacéis el favor de despertar primero al señor Kerabán?

—¿Que yo le despierte…?

—¡Sí, señor; no hay tiempo que perder!

Sin preguntar más, el holandés, medio dormido, sacudió a su compañero. No hay nada como el sueño de un turco; sobre todo, cuando este turco

tiene un buen estómago y la conciencia tranquila. _

Estas dos condiciones coincidían en el compañero de Van Mitten. Fue necesario sacudirle varias veces con violencia.

Kerabán, sin levantar los párpados, gruñía como un hombre que no está para bromas.

Pero las insistencias de Van Mitten y Bruno fueron tales, que Kerabán se despertó, estiró los brazos, abrió los ojos, y, con una voz todavía llena de

sopor, dijo:

—¡Vaya! ¿Han llegado ya los caballos de refuerzo con el postillón y Nizib?

—Todavía no —respondió Van Mitten.

—Entonces, ¿por qué me despiertan?

—Porque si los caballos no han llegado —respondió Bruno—, otros animales más sospechosos rodean el coche, dispuestos a atacarle.

—¿Qué animales son ésos?

—¡Vedlos!

Bajaron la vidriera del coche, y Kerabán se asomó a la ventanilla.

—¡Alá nos proteja! —exclamó—. ¡Es una manada de jabalíes!

En efecto, Kerabán no se equivocaba; aquellos animales eran jabalíes; su número es considerable en la comarca que confina con el estuario danubiano, y son terribles cuando atacan; puede colocárseles desde luego en la categoría de las bestias feroces.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el holandés.

—Permanecer quietos si no atacan; y, si lo hacen, defendemos

—respondió Kerabán.

—Desde el momento en que esos animales no son carnívoros —hizo observar Van Mitten—, no creo que lleguen a atacamos.

—Sea —dijo Kerabán—; pero, si no corremos peligro de ser devorados, corremos el de ser despanzurrados.

—Lo que es lo mismo —observó Bruno.

—Estemos, pues, preparados a lo que pueda acontecer.

Después Kerabán hizo preparar las armas; Van Mitten y Bruno tenían cada uno un revólver de seis tiros y cierto número de cartuchos. Y el antiguo turco, declarado enemigo de toda invención moderna, no poseía más que dos pistolas de fabricación otomana, con el cañón adamascado y la culata

incrustada de concha y piedras preciosas, construidas más bien para adornar la cintura de un agá, que para dispararla en un ataque serio. Van Mitten, Kerabán y Bruno no contaban más que con estas armas, y no debían emplearlas, sino a golpe certero.

Sin embargo, los jabalíes, en número de veinte, se habían aproximado poco a poco, y rodeaban completamente al coche. A la luz de los faroles, que sin duda les había atraído, se podía verlos moverse violentamente y golpear con furia el suelo, en señal de ataque. Eran unos animales de la talla de un asno, dotados de una fuerza prodigiosa, y capaces de destruir cada uno a toda una jauría. A los viajeros, aprisionados en el cupé, la situación no dejaba de inspirarles serias inquietudes, si eran asaltados por un lado o por otro, antes de rayar el alba.

Los caballos del carruaje conocían el peligro, porque entre los gruñidos de la manada se oían sus relinchos, se encabritaban y se echaban a los lados, siendo de temer que rompiesen sus tirantes o la lanza de la carroza.

En seguida sonaron varias detonaciones. Van Mitten y Bruno acababan de disparar cada uno dos tiros de los revólveres contra algunos jabalíes que se adelantaron al ataque. Los animales, más o menos heridos, daban rugidos de rabia, arrastrándose por el suelo; pero los otros, más furiosos, se precipitaban contra el coche, atacándolo furiosamente con los colmillos. Los costados del coche fueron agujereados por muchos sitios, y era evidente que en breve la situación sería realmente insostenible.

—¡Diablo, diablo! —murmuró Bruno.

—¡Fuego, fuego! —repetía Kerabán, descargando sus pistolas, que de cada cuatro tiros fallaba uno (aunque no quisiese convenir en ello).

Los revólveres de Bruno y Van Mitten hirieron cierto número de aquellos terribles asaltantes, de los que algunos atacaron directamente a los caballos.

Los caballos, espantados por la acometida de los jabalíes, no podían defenderse más que a coces, sin tener libertad para sus movimientos. Si hubiesen estado libres, se hubieran lanzado a través del campo, y no hubiese sido más que cuestión de velocidad entre ellos y los componentes de la manada. Lo intentaron, sin duda, haciendo espantosos esfuerzos para romper los tirantes a fin de escapar; pero los tiros, construidos con

cuerdas cuyos cabos estaban bastante apretados, resistieron a sus numerosos esfuerzos. Por lo tanto, o la parte delantera de la silla de posta se rompía bruscamente, o todo el carruaje sería levantado a causa de los continuados arranques de los caballos.

Kerabán, Van Mitten y Bruno así lo comprendieron. Les llenaba de temor el hecho de que el carruaje llegara a volcar. Los jabalíes, a quienes los disparos no parecían inspirar cuidado alguno, se hubieran lanzado sobre ellos al momento. ¿Y qué hubiera sido de ellos? Pero, ¿qué hacer para contrarrestar una eventualidad semejante? ¡Se hallaban a merced de aquella furiosa tropa! Su sangre fría no les abandonó por eso, y no desperdiciaron los tiros de revólver.

De repente, una sacudida mucho más violenta que las anteriores hizo crujir todo el carruaje, como si la parte delantera se hubiese separado.

—¡Eh! ¿Por qué tanto miedo? —exclamó Kerabán—. Si los caballos escapan a través de la estepa, los jabalíes se pondrán en su seguimiento, y nosotros nos habremos salvado.

Pero la delantera era sólida y resistente, de antigua construcción inglesa; así, pues, no fue esta parte la que cedió, sino todo el carruaje. Las sacudidas llegaron a ser tales, que fue arrancado de los profundos surcos que él mismo se había formado en aquel suelo pantanoso, y que se habían ahondado hasta los ejes.

Un último arranque de los caballos, locos de terror, lo colocó en un terreno más firme, donde los caballos salieron al galope sin guía y en medio de aquella profunda noche.

Sin embargo, los jabalíes no abandonaban la partida, corriendo a los lados, ya atacando a los caballos, ya al coche, que nunca llegaba a dejarlos atrás.

Kerabán, Van Mitten y Bruno se habían sentado en el fondo del cupé.

—O volcamos… —dijo Van Mitten.

—O no volcamos —respondió Kerabán.

—¡Sería necesario recobrar las bridas! —dijo gravemente Bruno.

Y bajando las vidrieras de la delantera, buscó con la mano para ver si las bridas estaban en su sitio; pero los caballos, en su precipitación, las habían roto, sin duda, y fue necesario abandonarse a la casualidad de aquella precipitada carrera a través de una comarca pantanosa.

Para detener el carruaje no había más que un medio; que cesara en su persecución la furiosa manada, porque las armas de fuego, cuyas descargas se perdían de aquella precipitada carrera a través de una comarca pantanosa.

Los viajeros, arrojados unos sobre otros, o lanzados de un lado a otro del cupé a cada desigualdad del camino (el uno resignado a su suerte, como todo musulmán; los otros, flemáticos, como holandeses), no cambiaron ni una sola palabra. Una hora se pasó así, el carruaje en movimiento, y los jabalíes en su persecución.

—Amigo Van Mitten —dijo al fin Kerabán—, me han contado que en un peligro muy parecido a éste, un viajero seguido por una manada de lobos a través de las estepas de Rusia, se salvó gracias al sublime arrojo de su criado.

—¿De qué manera? —preguntó Van Mitten.

—¡Oh, nada más sencillo! —repuso Kerabán—. El criado abrazó a su amo, encomendó su alma a Dios, y se arrojó fuera del coche, y, mientras los lobos se entretenían en devorarlo, el amo llegó a perderlos de vista, salvándose de aquel peligro.

—¡Es lástima que Nizib no esté aquí! —respondió tranquilamente Bruno. Después de aquella reflexión, todos volvieron a su primitivo silencio.

Sin embargo, la noche avanzaba, el carruaje no perdía nada de su impetuosa velocidad, y los jabalíes no ganaban el suficiente terreno para arrojarse sobre él; si por algún accidente imprevisto, bien rompiéndose una rueda, o bien por un choque demasiado violento, no volcaba el carruaje, todavía Kerabán y Van Mitten conservaban alguna esperanza de salvarse (aún sin apelar a ningún sacrificio por parte de Bruno, del que, por otra parte, éste no se sentía capaz).

Los caballos, guiados por su instinto, se mantenían en la parte de la

estepa que estaban acostumbrados a recorrer, y, por lo tanto, se dirigían en línea recta a los próximos relevos de postas.

Así que, cuando los primeros albores del día, comenzaron a señalar la línea del horizonte en el Este, no les separaban de los relevos más que algunas verstas.

Sin embargo, los jabalíes lucharon todavía una media hora, pero poco a poco se fueron quedando atrás; no por esto los caballos disminuyeron un solo instante su carrera, hasta que cayeron, absolutamente faltos de fuerza, a un centenar de pasos de la casa de postas.

Kerabán y sus dos compañeros habían conseguido salvarse.

En aquella ocasión no se dieron menos gracias al Dios de los cristianos que al de los infieles por la protección que había prodigado a los viajeros holandeses y al turco en aquella peligrosa noche.

En el momento en que el coche llegaba al relevo, Nizib y el postillón, que no se habían podido aventurar en aquellas profundas tinieblas, iban a partir con los caballos de refuerzo. Éstos remplazaron a los otros caballos, y fueron pagados a buen precio por Kerabán. Después, sin dar una hora de descanso, el carruaje, cuyos tiros y timón fueron reparados, volvía a tomar su acostumbrada marcha por el camino de Kilia.

Esta pequeña ciudad, cuyas fortificaciones han destruido los rusos antes de anexionarla a Rumania, es un puerto del Danubio, situado en uno de los afluentes que lleva su nombre.

El carruaje hizo alto en ella, sin nuevos incidentes, en la tarde del 25 de agosto. Los viajeros, extenuados, se aposentaron en uno de los mejores hoteles de la ciudad, donde se desquitaron, con doce horas de sueño, de las fatigas de la noche precedente.

A la mañana siguiente, al rayar el alba, partieron, y llegaron rápidamente a la frontera rusa.

Allí tuvieron algunas dificultades. Las formalidades, demasiado onerosas, de la aduana moscovita, no dejaron de poner a prueba la paciencia de Kerabán, que gracias a sus relaciones comerciales (por desgracia, o por dicha, como se quiera tomar), hablaba bastante la lengua del país para

hacerse comprender. Por un instante se creyó que por su terquedad en contrariar las acciones de los aduaneros, éstos les impedirían atravesar la frontera.

No sin trabajo, Van Mitten le llegó a calmar. Kerabán se sometió por fin a las exigencias de la revisión, dejando registrar sus maletas y abonando los derechos de aduana, no sin haber hecho muchas veces esta reflexión bastante justa:

—Decididamente, los gobiernos son todos iguales y no valen lo que una corteza de sandía.

Finalmente franquearon la frontera rumana en una jornada, y el carruaje atravesó aquella parte de Besarabia que confina al Nordeste con el mar Negro.

Kerabán y Van Mitten estaban a veinte leguas de Odesa.