Capítulo VIII

Capítulo VIII

EN EL QUE EL LECTOR HARÁ CONOCIMIENTO CON LA JOVEN AMASIA Y CON SU FUTURO ESPOSO

La joven Amasia, hija única del banquero Selim, de origen turco, se paseaba hablando con su sirvienta Nedjeb, en la galería de una encantadora mansión cuyos jardines se extendían en espaciosas terrazas hasta las orillas del mar Negro.

Desde la última terraza, cuyas gradas se bañaban en sus aguas tranquilas este día, pero muy a menudo azotadas por los vientos del Este del antiguo Ponto Euxino, Odesa se mostraba, orientada hacia el Sur, en todo su esplendor.

Esta ciudad (que es un oasis, en medio de la inmensa estepa que la rodea) forma un magnífico panorama de palacios, iglesias, hoteles y toda clase de edificaciones, destacando sobre el escarpado derrumbadero que desciende abruptamente hasta el mar. Desde la mansión del banquero Selim se percibía la gran plaza adornada de árboles, y la monumental escalera que domina la estatua del Duque de Richelieu. Este gran hombre, tan experto en gobernar un Estado, fue el fundador de esta ciudad, y la administró hasta que se vio obligado a abandonarla para acudir a luchar por la libertad del territorio francés invadido por toda la Europa unida.

Si el clima de esta ciudad es seco bajo la influencia de los vientos del Norte y del Este, y si los ricos habitantes de esta capital de la nueva Rusia se ven obligados, durante la temporada calurosa, a ir a buscar el fresco bajo la sombra de los khutors, es lo suficiente para explicar por qué las casas de campo son tan numerosas en el litoral, para solaz y recreo de aquéllos cuyos negocios permiten algunos meses de veraneo bajo el cielo de la Crimea meridional. Entre estas diferentes casas de campo se encuentra la del banquero Selim, cuya situación contribuía no poco a disminuir los inconvenientes de una excesiva terquedad.

Si se pregunta por qué se ha dado el nombre de Odesa, es decir, la

«ciudad de Ulises», a una pequeña villa, que en tiempo de Potemkin se designaba con el nombre de Hadji-Bey, igual que su fortaleza, se contestará que los colonos, atraídos por los privilegios otorgados a la nueva ciudad, pidieron un nombre a la emperatriz Catalina II. La emperatriz consultó a la Academia de San Petersburgo; los académicos buscaron en la historia de la guerra de Troya; y estos registros dieron por resultado la existencia más o menos problemática de la ciudad de Odyssos, que había existido antaño en aquella parte del litoral, cuyo nombre, Odesa, aparecía en aquellas tierras por segunda vez, después de dieciocho siglos.

Odesa había sido ciudad comercial, lo es ahora, y es de creer que lo será siempre. Sus ciento cincuenta mil habitantes se componen no tan sólo de rusos, sino también de turcos, griegos y armenios, o sea una aglomeración cosmopolita de todas aquellas personas que pasan su vida negociando. De esta manera, si el comercio, y especialmente el comercio de exportación, no se efectúa sin comerciantes, tampoco se efectúa sin banqueros; de aquí la creación de las casas de banca, desde el origen de la nueva ciudad, y entre éstas, modesta en sus fines, pero clasificada como una de las mejores, se hallaba la del banquero Selim.

Se le conocerá lo suficiente cuando se diga que Selim pertenecía a la categoría menos numerosa de turcos monógamos; que era viudo de la única mujer que había tenido; que tenía a Amasia, única hija y futura esposa del joven Ahmet, sobrino de Kerabán, y, en fin, que era corresponsal y amigo del más testarudo de los osmanlíes.

El casamiento de Ahmet y de Amasia debía celebrarse, según sabemos, en Odesa. La hija del banquero no estaba destinada a ser la primera mujer de un harén, participando, con más o menos numerosas rivales, del gineceo de un turco egoísta y caprichoso. No. Debía, sola con Ahmet, volver a Constantinopla con su tío Kerabán. Sola y sin partícipes, estaba destinada a vivir cerca de su marido, a quien amaba desde su infancia. Este porvenir debió de parecer singular a una joven turca en el país de Mahoma; lo sería así; pero Ahmet no era hombre capaz de variar en nada las costumbres de su familia.

Se sabe, por uno de los capítulos precedentes, que una tía de Amasia, hermana de su padre, le había legado al morir la cuantiosa suma de cien mil libras turcas, con la condici��n de que se casase a los dieciséis años cumplidos (un capricho de anciana, que, no habiendo podido jamás

encontrar un marido, se había figurado que su sobrina no lo encontraría tan pronto), y este plazo expiraba dentro de seis semanas. Por lo cual, si no se cumplía, la herencia que constituía la mayor parte de la fortuna de la joven se repartiría entre los parientes más próximos.

De todas maneras, Amasia hubiese sido encantadora hasta para un europeo. Si el iachmak o velo de muselina blanca, si la tela bordada de oro que le cubría la cabeza, y la triple fila de zequíes que le cubría la frente se hubiesen arrancado, se hubieran visto flotar los rizos de una hermosa cabellera. Amasia no seguía las modas de su país, porque no tenía necesidad de ellas para realzar su belleza. Ni el hannum dibujaba sus cejas, ni el khol teñía sus pestañas, ni la alheña esfumaba sus pupilas. Nada de blanco de bismuto ni carmín para pintar su rostro. Nada de quermes líquidos para enrojecer sus labios. Una mujer de Occidente, arreglada a la deplorable moda del día, hubiera estado más pintada que ella; pero su elegancia natural, la flexibilidad de su talle, la gracia de su andar, se dibujaban bajo el feredjé, largo manto de casimir que la cubría desde el cuello hasta los pies.

Aquel día Amasia se hallaba en la galería que daba a los jardines de la mansión, cubierta con una camisa de seda de Brusa que cubría el ancho chalwar, unido a una pequeña chaquetilla bordada y un cutari de larga cola de seda, acuchillada y guarnecida de una pasamanería de oya, especie de blonda exclusivamente fabricada en Turquía. Un cinturón de casimir retenía las puntas de la cola para facilitar la marcha. Pendientes y una sortija eran sus solas alhajas. Elegantes padjubs de muselina ocultaban la parte inferior de las piernas, y sus pequeños pies desaparecían en unos chapines matizados de oro.

Su sirvienta Nedjeb, bastante joven y alegre, que era su inseparable compañera (casi su amiga), estaba entonces en su compañía hablando y riendo, amenizando, en una palabra, con su buen humor franco y comunicativo, aquellos momentos.

Nedjeb, de origen zíngaro, no era esclava. Aunque se ven todavía etíopes o negros del Sudán puestos en venta en algunos mercados del Imperio, la esclavitud no por eso deja de estar abolida.

Bien que el número de los criados es considerable para las necesidades de las grandes familias turcas (número que en Constantinopla comprende la tercera parte de la población musulmana), estos criados no están

reducidos al estado de esclavitud, y, aparte de algunos casos particulares, no tienen gran cosa que hacer.

Una cosa parecida es lo que pasaba en casa del banquero Selim; pero Nedjeb únicamente servía a Amasia, y después de haber sido recogida desde niña en aquella casa, ocupaba una situación especial, que no la sometía a ninguno de los servicios de la esclavitud.

Amasia, medio reclinada sobre un diván cubierto de rica tela, recorría con su mirada la resplandeciente bahía de Odesa.

—Querida señora —dijo Nedjeb, sentándose sobre un cojín a los pies de la joven—; el señor Ahmet no ha venido todavía. ¿Qué es lo que le sucede?

—Ha ido a la ciudad —respondió Amasia—, y quizá nos traiga una carta de su tío Kerabán.

—¡Una carta, una carta! —exclamó la joven sirvienta—. No es una carta lo que nos hace falta, sino él en persona, y en verdad que se hace esperar.

—¡Un poco de paciencia, Nedjeb!

—Hablad como gustéis, mi querida ama. ¡Si estuvieseis en mi lugar, no estaríais tan tranquila!

—¡Loca! —respondió Amasia—. Cualquiera diría que se trata de tu casamiento y no del mío.

—¿Y creéis que no es un asunto grave el pasar al servicio de una señora, después de haber estado al de una señorita?

—No por eso te dejaré de querer, Nedjeb.

—Ni yo, mi querida señora. Pero os veré tan feliz cuando seáis la esposa del señor Ahmet, que recaerá sobre mí algo de vuestra felicidad.

—¡Querido Ahmet! —murmuró la joven, cuyos ojos se cerraron al instante, mientras evocaba el recuerdo de su futuro esposo.

—Vamos, mi querida ama, os veis obligada a cerrar los ojos para verle

—exclamó maliciosamente Nedjeb—, en tanto que, si él estuviese aquí,

sería necesario abrirlos.

—Te repito, Nedjeb, que ha ido a enterarse del correo a la casa de banca, y que sin duda nos traerá una carta de su tío.

—Sí…, una carta del señor Kerabán, en la cual repetirá, siguiendo su costumbre, que sus negocios le entretienen en Constantinopla, que no puede dejar el despacho, que los tabacos están en alza, a menos que no estén en baja, que no cejará hasta dentro de ocho días, si no tarda quince… ¡Y esto corre prisa! No disponemos más que de seis semanas, y es necesario que os caséis; si no, toda vuestra fortuna…

—No es por mi fortuna por lo que Ahmet me ama.

—Sea; pero no es necesario comprometerse por una tardanza. ¡Oh, si ese señor Kerabán fuese mi tío!

—¿Y qué harías tú si fuese tu tío?

—Yo no haría nada, puesto que parece que no hay otro remedio; y, sin embargo, si estuviese aquí, si llegase hoy mismo…, mañana, a más tardar, iríamos a casa del juez a registrar el contrato, y pasado mañana, una vez dichas las oraciones por el imán, estaríamos casados, pero bien casados, las fiestas se prolongarían durante quince días, y el señor Kerabán partiría antes de que terminasen, si deseara volverse a Constantinopla.

Es cierto que las cosas podían pasar de esa manera, si el tío Kerabán no tardaba mucho en salir de Constantinopla. El contrato se hallaba ya registrado en casa del mollah, equivalente al cargo de notario público; contrato por el cual el futuro se obligaba a dar a su mujer el mobiliario, el traje y la batería de cocina; después, la ceremonia religiosa; pero nada impediría cumplir todas estas formalidades en tan poco tiempo como suponía Nedjeb. Pero era necesario que Kerabán, cuya presencia era indispensable para la validez del casamiento, en calidad de tutor del esposo, pudiese emplear en sus negocios los días que reclamaba, en nombre de su bonita ama, la impaciente zíngara.

En aquel momento la joven sirvienta exclamó:

—¡Ah! ¡Mirad, mirad ese pequeño barco que acaba de arrojar el ancla al

píe de los jardines!

—¡En efecto! —respondió Amasia.

Las dos jóvenes se dirigieron a la escalera que descendía al mar, para ver mejor la ligera barquilla que se balanceaba graciosamente en aquel sitio.

Era una pequeña embarcación cuya vela pendía del palanquín. Una pequeña brisa le había permitido atravesar el golfo de Odesa. La cadena la conservaba a menos de un cable de la orilla, balanceándose dulcemente en las últimas olas que venían a morir al pie de la habitación. El pabellón turco, de estameña roja con la media luna de plata, flotaba en la extremidad de su antena.

—¿Puedes leer su nombre? —preguntó Amasia a Nedjeb.

—Sí —respondió la joven—; mirad, está en la popa: Güidar.

El Güidar, en efecto, con su capitán Yarhud, acababa de anclar en aquella parte del golfo, y no parecía que abrigase la intención de permanecer mucho tiempo, a juzgar por el aspecto de su velamen, en el que un marino hubiera podido reconocer fácilmente que se hallaba dispuesto a aparejar.

—En verdad —dijo Nedjeb— que sería delicioso dar un paseo en esa linda embarcación, que con la ayuda del viento inclinaría sus blancas alas sobre esa azulada superficie.

La joven zíngara, apercibiendo un cofrecito, situado en una mesita de loza china, cerca del diván, fue a abrirlo y sacó algunas joyas.

—Y estas alhajas tan bellas que el señor Ahmet ha hecho traer para vos, me parece que hace ya más de una hora que las hemos olvidado.

—¿Lo crees tú así? —murmuró Amasia, tomando un collar y dos brazaletes, que centellearon entre sus dedos.

—Con estos adornos el señor Ahmet ha querido haceros todavía más bella, pero no lo ha logrado.

—¿Qué dices, Nedjeb? —respondió Amasia—. ¿Qué mujer no gana en belleza con adornos tan magníficos? ¿Ves estos diamantes de Visapur?

¡Son joyas del fuego, y me parece estar viendo los ojos de mi desposado!

—¡Eh, querida señora! Cuando los vuestros le miran, ¿no le hacéis un regalo que vale tanto como el suyo?

—¡Ah, loca! —repuso Amasia—. ¿Y este zafiro de Ormuz, y estas perlas de Ofir, y estas turquesas de Macedonia?

—Turquesa por turquesa —respondió Nedjeb riendo—, el señor Ahmet no pierde en el cambio.

—Felizmente, Nedjeb, no está aquí él para oírte.

—Bien; si estuviese aquí, señora mía, os diría él todas estas verdades, y de su boca tendrían mucho más valor que de la mía.

Después, tomando un par de zapatillas, colocadas cerca del cofrecito, dijo:

—¿Y estas pequeñas babuchas, bordadas de lentejuelas y pasamanería, con plumas de cisne, hechas para dos piececitos que yo conozco…? Dejad que os las pruebe.

—Pruébatelas tú misma, Nedjeb.

—¿Yo?

—No sería la primera vez que por complacerme…

—Sin duda, sin duda —respondió Nedjeb—. Sí, ya me he probado vuestros bonitos trajes…, e iba a pasearme a las azoteas… corriendo el riesgo de que me tomaran por vos, querida ama. ¡Estaba yo muy guapa…! Pero no, esto no debe ser así y hoy menos que nunca. Vamos, probaos estas bonitas babuchas.

—¿Tú lo quieres?

Y Amasia se apresuró a complacer el capricho de Nedjeb, que le calzó las babuchas, dignas de mostrarse al público en un escaparate entre otros preciosos géneros. Ahmet iba concienzudamente vestido a la turca.

—¡Ah, y cómo se anda con eso! —exclamó la joven zíngara—. Vuestra cabeza, querida señorita, va a tener ahora envidia de vuestros pies.

—Me haces reír, Nedjeb —respondió Amasia—, y, sin embargo…

—Y esos brazos, esos bonitos brazos que lleváis completamente desnudos, ¿qué os han hecho? El señor Ahmet no los ha olvidado. Yo veo ahí irnos brazaletes que les sentarán muy bien. ¡Pobres zapatos!, ¡cómo se les trata! Felizmente, estoy yo aquí.

Y, soltando una carcajada, Nedjeb colocó en las muñecas de la joven dos magníficos brazaletes, más relucientes sobre aquella blanca piel que sobre el terciopelo de su estuche.

Amasia la dejaba hacer. Todas aquellas alhajas la hablaban de Ahmet, y a través del incesante movimiento de Nedjeb, sus ojos, yendo de una a otra, le respondían en silencio.

—¡Querida Amasia!

Al oír aquella voz, la joven se levantó precipitadamente.

Un joven, cuyos veintidós años correspondían a los dieciséis de su futura, se hallaba cerca de ésta. Estatura más que regular, elegante figura, a la vez graciosa y arrogante; ojos negros, de gran languidez, y que, animados por la pasión, arrojaban vivos destellos; negra cabellera, cuyos bucles temblaban bajo el puckul de seda que pendía del fez o gorro encamado que usan los turcos; finos bigotes a la moda albanesa; en fin, de porte muy aristocrático, si puede llamarse así, en un país en el que, no siendo el nombre transmisible, no hay aristocracia hereditaria.

Ahmet iba concienzudamente vestido a la turca; ¿y podía ser de otra manera, siendo sobrino de un turco que se creía deshonrado al vestirse a la europea como un simple funcionario? Su chaquetilla bordada de oro, su cholwar, de un corte irreprochable, y sobrecargada de una pasamanería de buen gusto; su faja, que envolvía graciosamente su cintura; su gorrito rodeado de un saryk de algodón de Brusa, y sus botas de marroquí, componían un traje que le favorecía en alto grado.

Ahmet se aproximó a la joven, y, cogiéndole las manos, la obligó cariñosamente a sentarse, mientras que Nedjeb exclamaba:

—Señor Ahmet, ¿ha habido carta de Constantinopla?

—No —respondió Ahmet—; ni una carta de mi tío Kerabán.

—¡Oh, villano! —exclamó la joven zíngara.

—Encuentro bastante inexplicable —dijo Ahmet— que el correo no haya traído ninguna carta de su oficina. Hoy es el día en que, por costumbre, y sin faltar nunca, arregla sus negocios con su banquero de Odesa, y vuestro padre no ha recibido carta alguna a ese respecto.

—En efecto, mi querido Ahmet, es de extrañar que haga eso un negociante tan regular en sus asuntos como vuestro tío Kerabán. ¿Quizá por telégrafo…?

—¿Él, telegrafiar? Querida Amasia, ya sabéis que él no se comunica por telégrafo ni viaja en ferrocarril. ¡Utilizar estas invenciones modernas! Ni para sus relaciones comerciales. Yo creo que preferiría mejor recibir una mala noticia por carta, que una buena por telégrafo. ¡Ah!, mi tío Kerabán…

—¿Le habéis escrito, querido Ahmet? —preguntó la joven, cuyas miradas se elevaron cariñosamente hacia su novio.

—Le he escrito diez veces para apresurar su llegada a Odesa, y rogarle que fije un día más próximo para la celebración de nuestro matrimonio. Le he repetido que era un tío muy bárbaro…

—Bien —exclamó Nedjeb.

—¡Un tío sin corazón, siendo el mejor de los hombres…!

—¡Oh! —dijo Nedjeb, moviendo la cabeza.

—¡Un tío sin entrañas, siendo un padre para su sobrino…! Pero me ha respondido que siempre que llegue antes de que pasen seis semanas, no se le puede pedir más.

—Será preciso aguardar su llegada, Ahmet.

—¡Aguardar, Amasia, aguardar! —respondió Ahmet—. ¡Son tantos los días de felicidad que nos roba!

—Sin embargo, se prende a los ladrones, sí, a los ladrones, que no han hecho quizás tanto daño —exclamó Nedjeb, golpeando el suelo con el pie.

—¿Qué queréis? —repuso Ahmet—. Yo trataré de enternecer a mi tío

Kerabán; si mañana no ha contestado a mi carta, parto para

Constantinopla y…

—No, querido Ahmet —respondió Amasia, cogiendo la mano del joven como si quisiese retenerlo—. Yo sufriré tanto en vuestra ausencia que no gozaría con algunos días ganados para nuestro matrimonio. No, quedaos.

¡Quién sabe si alguna circunstancia cambiará las ideas de vuestro tío!

—¡Cambiar las ideas de mi tío Kerabán! —respondió Ahmet—. Más fácil sería cambiar el curso de los astros, colocar la luna en donde está el sol, modificar las leyes del cielo.

—¡Ah, si yo fuese su sobrina! —dijo Nedjeb.

—¿Y qué harías tú si fueses su sobrina? —preguntó Ahmet.

—Yo…, iría y tiraría con tal fuerza de su caftán —respondió la joven zíngara—, que…

—Que se lo romperías, y nada más.

—Bien, pero le agarraría tan vigorosamente por la barba…

—Que te quedarías con ella entre las manos.

—Y, sin embargo —dijo Amasia—, el señor Kerabán es el mejor de los hombres.

—Sin duda —respondió Ahmet—; pero tan testarudo, que si compitiera en terquedad con un mulo, no sería yo quien apostara por este último.