Capítulo IX

Capítulo IX

EN EL QUE POR POCO EL CAPITÁN YARHUD SE SALE CON LA SUYA

En aquel momento, uno de los sirvientes de la casa (el que, según las costumbres otomanas, está únicamente destinado a anunciar las visitas) apareció en una de las puertas laterales de la galería.

—Señor Ahmet —dijo—, un extranjero que está ahí desea hablar con vos.

—¿Quién es? —preguntó Ahmet.

—Un capitán maltés. Insiste tenazmente en que le recibáis.

—Sea. Ya voy… —respondió Ahmet.

—¡Ah!, querido Ahmet —dijo Amasia—; recibid a ese capitán aquí si no tenéis que decirle nada de particular.

—Sí, será el que dirige esa encantadora embarcación —observó Nedjeb, mostrando el pequeño barco anclado a corta distancia de la morada de Selim.

—Puede ser —respondió Ahmet—. Hacedle entrar.

El criado se retiró, y un momento después el extranjero se presentaba en la puerta de la galería.

En efecto, era el capitán Yarhud, comandante del Güidar, rápida embarcación, de unas cien toneladas, tan propia para el cabotaje del mar Negro como para la navegación en las escalas de Levante.

A pesar suyo, Yarhud había experimentado alguna tardanza antes de haber podido anclar al lado de la posesión del banquero Selim. Sin perder una hora, después de la conversación con Scarpante, intendente de Saffar, había marchado de Constantinopla a Odesa por los ferrocarriles de

Bulgaria y Rumania. Yarhud se adelantaba así muchos días a la llegada de Kerabán, que, en su lentitud de antiguo turco, no marchaba más que de quince a dieciséis leguas cada veinticuatro horas; pero en Odesa encontró un temporal tan violento, que no se atrevió a sacar el Güidar del puerto, y tuvo que aguardar a que el viento del Nordeste hubiese curtido un poco la tierra de Europa. Hasta aquella mañana, su embarcación no pudo anclar a la vista de la posesión de Selim. Así, pues, esta tardanza, que no le daba más que algunos días de adelanto sobre Kerabán, podía serle muy perjudicial a sus proyectos.

Yarhud debía obrar sin perder un día. Su plan estaba trazado; la astucia primeramente, y si quedaba frustrado por la astucia, por la fuerza; pero era necesario que el Güidar dejase aquella misma tarde la rada de Odesa, con Amasia a bordo. Antes que se diese la señal de alarma y que pudiesen perseguirla, la embarcación estaría fuera de alcance, merced a las brisas del Noroeste.

Los raptos de este género todavía se ejecutan con frecuencia, y mucho más en los diversos puntos del litoral. Si son frecuentes en las aguas turcas, no son menos de temer en los territorios que están bajo el mando de la autoridad moscovita. Hace apenas algunos años que Odesa había sido escenario de una serie de raptos, cuyos autores no han sido conocidos. Muchas jóvenes pertenecientes a la sociedad más elevada de Odesa desaparecieron, y lo único que se aseguraba era que habían sido transportadas a bordo de diferentes buques destinados al odioso comercio de esclavos con destino a los mercados del Asia Menor.

Así, pues, lo que otros miserables, habían hecho en aquella capital de la Rusia meridional, Yarhud contaba efectuarlo en provecho de Saffar. No era ésta la primera vez que el Güidar se dedicaba a este género de tráfico, y su capitán no hubiese cedido por un 10 por 100 de pérdida las ganancias que esperaba sacar de aquella «comercial» empresa.

He aquí cual era el plan de Yarhud: atraer a la joven a bordo del Güidar, bajo pretexto de mostrársela, o venderle algunas telas preciosas, compradas para el caso en los principales comercios del litoral. Probablemente, Ahmet acompañaría a Amasia en su primera visita; pero tal vez volviese sola con Nedjeb. ¿No sería posible hacerse a la mar antes que pudiesen socorrerlas? Si, por el contrario, Amasia no se dejaba convencer por los ofrecimientos de Yarhud, si rehusaba ir a bordo, el capitán maltés trataría de robarla a viva fuerza. La finca del banquero

Selim se hallaba aislada en una pequeña ensenada, en el fondo de la bahía, y sus gentes no estaban en disposición de resistir a la tripulación del barco. Pero en este caso habría lucha, y no se tardaría en saber en qué condiciones se había efectuado el rapto. Por lo tanto, en interés de los raptores era mejor ejecutarlo sin nudo.

—¿El señor Ahmet? —dijo, presentándose, el capitán Yarhud, acompañado de uno de sus marineros, que llevaba en sus brazos algunas piezas de tela.

—Yo soy —respondió Ahmet—. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

—Con el capitán Yarhud, al mando de la embarcación Güidar, anclada delante de la residencia del banquero Selim.

—¿Y qué queréis?

—Señor Ahmet —respondió Yarhud—, he oído hablar de vuestro próximo matrimonio…

—Habéis oído hablar, capitán, de lo que más me alegra el corazón.

—Lo comprendo, señor Ahmet —respondió Yarhud, mirando a Amasia—. Así, pues, he tenido el pensamiento de venir a poner a vuestra disposición todas las riquezas que contiene mi barco.

—¡Ah, capitán Yarhud, no habéis tenido mala idea! —respondió Ahmet.

—Mi querido Ahmet, en verdad, ¿qué es lo que me falta? —dijo la joven

Amasia.

—¿Quién sabe? —respondió Ahmet—; estos capitanes orientales tienen a menudo colecciones de objetos muy preciosos, y es necesario verlos…

—Sí, es necesario verlos y comprarlos —exclamó Nedjeb— para arruinar al señor Kerabán en castigo de su tardanza.

—¿Y de qué objetos se compone vuestro cargamento, capitán?

—preguntó Ahmet.

—De telas muy ricas, que yo he ido a buscar a donde se producen

—respondió Yarhud—, y en las que comercio generalmente.

—Será necesario mostrárselas a estas jóvenes. Las conocen mucho mejor que yo, y sería feliz, querida Amasia, si el capitán del Güidar tuviese en su cargamento algunas telas que os gustasen.

—No hay duda —respondió Yarhud—; y, por otra parte, he tenido cuidado de traer diferentes muestras, las cuales os ruego examinéis antes de ir a bordo.

—Veamos, veamos —exclamó Nedjeb—; pero os prevengo, capitán, que por muy bellas que sean esas cosas, mucho más se merece mi señorita.

—Así es —respondió Ahmet.

A una señal de Yarhud, el marinero desenvolvió muchas muestras, que el capitán del Güidar presentó a la joven.

—He aquí sedas de Brusa, bordadas de plata —dijo—, que acaban de presentarse en los bazares de Constantinopla.

—Es un bonito trabajo —respondió Amasia, mirando aquellas telas, que entre los ágiles dedos de Nedjeb relumbraban como si estuviesen salpicadas de luminosos rayos.

—¡Mirad, mirad! —repetía la joven zíngara—; no las hubiéramos encontrado mejor en las tiendas de Odesa.

—Verdaderamente, esto parece haber sido fabricado expresamente para vos, mi querida Amasia —respondió Ahmet.

—Os ruego —repuso Yarhud— que examinéis detenidamente estas muselinas de Escutari y de Tomovo. También podréis juzgar, sobre esta muestra, la perfección de su trabajo; pero a bordo es donde, por la variedad de dibujos y el vivo color de estos tejidos, podréis admirar mucho mejor mis mercancías.

—Bien; siguiendo vuestros deseos, capitán, iremos a visitar el Güidar

—exclamó Nedjeb.

—Y no lo sentiréis —repuso Yarhud—; permitidme primero enseñaros otros artículos. Aquí tenéis un brocado de diamantes, camisas de seda rizada en listas diáfanas, tejidos para fredjés, muselinas para yachmaks,

chales de Persia para cinturones, suaves tafetanes para pantalones…

Amasia no cesaba de admirar aquellas magníficas telas, que parecían cambiar de color en las manos del capitán maltés. Si era tan buen marino como comerciante, el Güidar debía estar acostumbrado a felices navegaciones. Cualquier mujer (sin exceptuar las turcas) se habría admirado a la vista de aquellos tejidos producto de las mejores fábricas de Oriente.

Ahmet vio con gusto la admiración de la joven. Verdaderamente, como había dicho Nedjeb, ni los bazares de Odesa, ni los de Constantinopla, y ni aún los de Ludovico, célebre comerciante armenio, hubiera ofrecido unos géneros tan escogidos.

—Querida Amasia —dijo Ahmet—; supongo que no querréis que este bravo capitán se haya molestado para nada… Puesto que os enseña tan bellas telas, y puesto que su barco las encierra más bellas todavía, iremos a visitarle.

—¡Sí, sí! —exclamó Nedjeb, que no podía estar en su sitio, y corría hacia el mar.

—Encontraremos también —añadió Ahmet— algún artículo de seda que guste a esta loca de Nedjeb.

—¡Eh!, ¿no creéis necesario que haga honor a mi señora —respondió Nedjeb— el día en que contraiga matrimonio con un señor tan generoso como vos?

—¡Y sobre todo, tan bueno! —añadió la joven, tendiendo las manos a su desposado.

—Queda convenido, capitán —dijo Ahmet—. Nos recibiréis a bordo de vuestro Güidar.

—¿A qué hora? —preguntó Yarhud—; porque quiero estar allí para enseñaros todas mis riquezas.

—Pues bien… a mediodía.

—¿Por qué no ahora? —exclamó Nedjeb.

—¡Oh, impaciente! —respondió riendo Amasia—. Tiene ella más prisa que yo por visitar ese bazar flotante. Ya se conoce que Ahmet le ha prometido algún regalo, que la hará ser más coqueta de lo que es.

—¡Coqueta! —exclamó Nedjeb con cariñosa voz—; ¡coqueta para vos, mi querida señora!

—En vuestra mano está, señor Ahmet —repuso Yarhud—, el venir a visitar ahora mismo al Güidar. Puedo hacer que traigan mi bote, y en breves instantes os habrá traslado a bordo.

—Hacedlo, pues, capitán —respondió Ahmet.

—¡Sí, sí…, a bordo! —exclamó Nedjeb.

—A bordo, puesto que Nedjeb lo quiere —añadió Amasia.

El capitán Yarhud hizo una seña a Ahmet, diciendo viese las muestras que había traído. Mientras esto hacía, se dirigió hacia la balaustrada, al extremo de la terraza, y lanzó un grito de llamada.

Se observó desde luego algún movimiento sobre el puente de la embarcación. El bote, izado sobre los pistoletes de babor, fue lentamente botado al mar; después de cinco minutos, una embarcación esbelta y ligera, bajo los impulsos de cuatro remos, venía a atracar en los primeros escalones de la terraza.

El capitán Yarhud hizo una seña a Ahmet, diciendo que el bote estaba a su disposición.

Yarhud, a pesar de su sangre fría, no pudo menos de experimentar una viva emoción. ¿No era aquélla una ocasión que se presentaba para efectuar el rapto? El tiempo pasaba, y Kerabán podía llegar de un momento a otro. Nada probaba, por otra parte, que antes de efectuar aquel insensato viaje alrededor del mar Negro, no quisiese celebrar en el más breve plazo el casamiento de Amasia y Ahmet. Porque Amasia, ya mujer de Ahmet, no sería la joven que aguardaba el palacio de Saffar.

¡Sí!, el capitán Yarhud se sintió completamente impelido a dar algún golpe de mano por la fuerza. En su naturaleza brutal, no conocía ninguna otra salida. Además, las circunstancias eran propicias y el viento favorable para salir del paso. La embarcación estaría en plena mar antes de que hubiese

pensado en perseguirla en el caso en que la desaparición de la joven fuese notada al momento. Verdaderamente, si Ahmet hubiese estado ausente, y Amasia y Nedjeb solas hubiesen ido a visitar el Güidar, Yarhud no hubiera vacilado en levar anclas y hacerse a la mar, en el momento en que las jóvenes, sin desconfiar de nada, hubiera formado parte del cargamento; hubiese sido fácil aprisionarlas en el entrepuente, y ahogar sus gritos hasta salir de la bahía. Pero la presencia de Ahmet hacía aquel plan más difícil, aunque no imposible. En cuanto a desembarazarse del joven, estaba incluso dispuesto a llegar al asesinato, cosa que no asustaba al capitán del Güidar. Ese crimen se cargaría en cuenta y el rapto se pagaría a más elevado precio por Saffar; he aquí todo.

Yarhud aguardaba en las escaleras de la terraza, reflexionando el partido que había que tomar, una vez que Ahmet y sus compañeras se hubiesen embarcado en el bote. El ligero barquichuelo se balanceaba graciosamente sobre las aguas, ligeramente movidas por la brisa, a menos distancia de un cable.

Ahmet, que estaba en el último escalón, había dejado a Amasia colocarse en el banco de popa del barquichuelo, cuando la puerta de la galería se abrió.

Después, un hombre, de edad de cincuenta años lo más, cuyo traje turco se asemejaba al europeo, entró precipitadamente gritando;

—¡Amasia…, Ahmet!

Era el banquero Selim, padre de la joven, y corresponsal y amigo de

Kerabán.

—¡Hija mía…!, ¡Ahmet! —repitió Selim.

Amasia, tomando la mano que le tendía Ahmet, desembarcó y se dirigió a la terraza.

—Padre mío, ¿qué sucede? —preguntó ella—. ¿Qué os hace estar tan agitado?

—¡Una gran noticia!

—¿Buena…? —respondió Ahmet.

—¡Excelente! —respondió Salim—. Un correo, enviado por mi amigo

Kerabán, acaba de presentarse en mi despacho.

—¿Es posible? —exclamó Nebjeb.

—Un correo que anuncia su llegada —respondió Selim— y que no le precede más que en algunos instantes.

—¡Mi tío Kerabán! —repetía Ahmet—. ¿No se halla, pues, en

Constantinopla?

—No, puesto que le aguardo aquí.

Felizmente para el capitán del Güidar, nadie vio el gesto de cólera que no pudo evitar. La llegada inmediata del tío de Ahmet era la más grave eventualidad que pudo suceder para cumplir con sus proyectos.

—¡Ah, qué bueno es el señor Kerabán! —exclamó Nedjeb.

—Pero, ¿para qué viene? —preguntó la joven Amasia.

—¡Para vuestro matrimonio, querida señora! —respondió Nedjeb—. Si no,

¿qué vendría a hacer en Odesa?

—Eso debe de ser —dijo Selim.

—¡Así lo creo! —respondió Ahmet.

—Sin ese motivo, ¿cómo hubiera abandonado Constantinopla? ¡Habrá cambiado de opinión mi digno tío! ¡Ha dejado su despacho, sus negocios, bruscamente, sin prevenir a nadie…! ¡Es una sorpresa que ha querido damos!

—¡Cómo va a ser recibido! —exclamó Nedjeb—. ¡Y qué buena acogida le espera!

—¿Y su correo no os ha dicho nada de lo que le trae por aquí? —preguntó

Amasia.

—Nada —respondió Selim—. Este hombre ha tomado un caballo en la casa de postas de Majaki, donde el coche, de mi amigo Kerabán se habrá detenido, para relevar. Ha llegado al despacho con el fin de anunciarme

que vendría directamente aquí, sin detenerse en Odesa, y por consecuencia ya estará cerca.

Tanto el amigo Kerabán para el amigo Selim, como el tío Kerabán para Amasia y Ahmet, y el señor Kerabán para Nedjeb, fue saludado en aquel momento con los más amables calificativos. Aquella llegada suponía la celebración del matrimonio en breve plazo. ¡Era la felicidad de los desposados! La unión tan deseada no aguardaba más que el plazo fatal para efectuarse. ¡Oh! ¡Si Kerabán era el más testarudo, también era el mejor de los hombres!

Yarhud, impasible, asistía a toda aquella escena de familia. Sin embargo, no había mandado retirar el bote; deseaba saber a punto fijo los proyectos de Kerabán. ¿Temía que éste quisiese celebrar el matrimonio de Amasia y Ahmet, antes de continuar su viaje alrededor del mar Negro?

En aquel momento voces, entre las que dominaba una más imperiosa, se oyeron dentro. La puerta se abrió, y seguido de Van Mitten, Bruno y Nizib, apareció Kerabán.