Capítulo X

Capítulo X

EN EL CUAL AHMET TOMA UNA ENÉRGICA RESOLUCIÓN, APOYADA POR LAS CIRCUNSTANCIAS

Buenos días, amigo Selim, buenos días! ¡Qué Alá te proteja a ti y a toda tu casa!

Dicho esto, Kerabán apretó fuertemente la mano de su corresponsal en

Odesa.

—¡Buenos días, sobrino Ahmet!

Y Kerabán oprimió contra su pecho, en un vigoroso abrazo, a su sobrino

Ahmet.

—¡Buenos días, mi pequeña Amasia!

Y Kerabán besó en las dos mejillas a la joven que iba a ser su sobrina.

Todo esto fue ejecutado con tal rapidez, que nadie tuvo tiempo de responderle.

—¡Y ahora, hasta la vista, y en marcha! —añadió Kerabán volviéndose hacia Van Mitten.

El flemático holandés, que no había sido presentado, parecía, con su impasible figura, un extraño personaje, evocado en la escena capital de un drama.

Al ver a Kerabán distribuir con tanta prodigalidad abrazos y besos, nadie de los presentes dudaba que venía para efectuar el matrimonio; pero cuando oyeron exclamar: «¡en marcha!» quedaron sumidos en la más profunda perplejidad.

Ahmet fue el primero que intervino, diciendo:

—¡Como, en marcha!

—¡Sí; en marcha, sobrino mío!

—¿Vais a partir, tío?

—¡Al momento!

El asombro creció, mientras que Van Mitten decía al oído de Bruno:

—¡Verdaderamente, esta manera de obrar sienta bien al carácter de mi amigo Kerabán!

—¡Muy bien! —respondió Bruno.

Sin embargo, Amasia miraba a Ahmet y éste a Selim, mientras que Nedjeb no tenía ojos para mirar a aquel inverosímil tío, un hombre capaz de partir antes de haber llegado.

—Vamos, Van Mitten —repuso Kerabán, dirigiéndose a la puerta.

—Señor, ¿me diréis…? —dijo Ahmet a Van Mitten.

—¿Qué podría yo deciros? —replicó el holandés, que marchaba ya detrás de su amigo.

Pero Kerabán, en el momento de ir a salir, se detuvo, y dirigiéndose al banquero Selim, le dijo:

—A propósito, amigo Selim, ¿me cambiaréis algunos miles de piastras en rublos?

—¿Algunos miles de piastras…? —respondió Selim, que trataba de comprender.

—Sí, Selim…, plata rusa, de la que tengo necesidad para mi paso por el territorio moscovita.

—Pero, tío, ¿me diréis al fin…? —exclamó Ahmet.

—¿Cuál ha sido el cambio de hoy? —preguntó Kerabán.

—Tres y medio por ciento —respondió Selim, que, en su calidad de banquero, no titubeó en contestar en seguida.

—¡Cómo! ¿Tres y medio?

—¡Los rublos han subido! —respondió Selim—. En el despacho se piden hoy a…

—Vamos, amigo Selim, para mí ya será tres y cuarto solamente. ¿Oís…?

¡Tres y cuarto!

—¡Para vos, sí…!, para vos…, amigo Kerabán, y aún sin ninguna comisión. El banquero Selim no sabía evidentemente ni lo que hacía ni lo que decía. Se nos olvidaba decir que, desde el interior de la galería donde

permanecía separado, Yarhud observaba toda aquella escena con

extremada atención. ¿Qué había allí de favorable o de perjudicial para sus proyectos?

En aquel momento, Ahmet cogió a su tío por los brazos; le detuvo en el umbral de la puerta, que iba a franquear, y le obligó, no sin resistencia, dado el carácter del testarudo, a volver sobre sus pasos.

—Tío —le dijo—, nos habéis abrazado hace un momento y ya deseáis marcharos…

—¡Dejadme, dejadme! —respondió Kerabán, en el momento en que iba a partir.

—¡Sea, tío…! No quiero contrariaros… Pero, al menos, decid, ¿por qué habéis venido a Odesa?

—He venido —respondió Kerabán— porque Odesa se halla en mi camino. Si Odesa no se hubiera hallado en mi camino, no hubiera venido aquí. ¿No es cierto, Van Mitten?

El holandés se contentó con hacer una señal afirmativa, bajando lentamente la cabeza.

—¡Ah! No habéis sido presentados y es necesario que os presente —dijo

Kerabán.

Y dirigiéndose a Selim, le dijo:

—Mi amigo Van Mitten, corresponsal de Rotterdam, al cual he convidado a comer en Escutari.

—¡En Scutari! —exclamó el banquero.

—¡Así parece! —dijo Van Mitten.

—Y su criado Bruno —añadió Kerabán—, un buen servidor, que no ha querido separarse de su amo.

—¡Así parece! —respondió Bruno, como un eco fiel.

—¡Y ahora, en marcha! Ahmet intervino de nuevo:

—Sea, tío —dijo—; creed que nadie desea contrariaros… Pero si sólo habéis venido a Odesa porque Odesa está en vuestro camino, ¿qué camino queréis seguir para ir de Constantinopla a Scutari?

—¡El camino que da la vuelta al mar Negro!

—¡La vuelta al mar Negro! —exclamó Ahmet. Hubo un instante de silencio.

—¡Y qué! —repuso Kerabán—. ¿Qué hay de extraño, de extraordinario, que vaya de Constantinopla a Scutari dando la vuelta al mar Negro?

El banquero Selim y Ahmet se miraron.

¿Estaría loco el rico negociante de Galata?

—Amigo Kerabán —dijo Selim—, nosotros no pensamos en contrariaros… Ésta era la frase habitual con la cual se comenzaba prudentemente toda

conversación con el testarudo personaje.

—Nosotros no queremos contrariaros; pero nos parece que, para ir directamente de Constantinopla a Scutari, no hay más que atravesar el

Bósforo.

—¡Ya no hay Bósforo!

—¿Que no hay Bósforo…? —repitió Ahmet.

—¡Para mí, al menos! No lo hay nada más que para los que se someten a pagar un inicuo impuesto, un impuesto de diez paras por persona, un impuesto con el que el Gobierno de los nuevos turcos acaba de gravar el tránsito por aquellas aguas, libres de todo derecho hasta el presente.

—¡Qué…! Un nuevo impuesto —exclamó Ahmet, que comprendió en un instante en qué aventura se había metido su testarudo tío.

—Sí —repuso Kerabán animándose más—. En el momento en que iba a embarcarme en mi caique… para ir a comer a Scutari… con mi amigo Van Mitten, este impuesto de diez paras acababa de establecerse…

¡Naturalmente, yo rehusé pagar…! ¡Se negaron a dejarme pasar! Yo dije que sabría ir a Scutari sin atravesar el Bósforo…! ¡Me contestaron que era imposible! ¡Repliqué que yo lo haría! ¡Yo lo haré! ¡Por Alá, antes me cortaría la mano que llevarla al bolsillo para sacar esos diez paras! ¡No, por Mahoma, por Mahoma; no conocen a Kerabán!

Evidentemente no conocían a Kerabán. Pero su amigo Selim, su sobrino Ahmet, Van Mitten y Amasia le conocían, y vieron que después de lo que había pasado, sería imposible hacerle cambiar de resolución No había que discutir (lo que hubiera complicado más las cosas) y era necesario aceptar la situación. Se impuso ésta de tal manera, que, de común acuerdo y sin previo intento, todos convinieron en ello.

—¡Después de todo, tío, tenéis razón! —dijo Ahmet.

—¡Toda la razón! —añadió Selim.

—¡Siempre la tengo! —respondió Kerabán.

—Es preciso resistir a las pretensiones inicuas —repuso Ahmet—; resistir, aún cuando os costara la fortuna…

—¡Y la vida! —añadió Kerabán.

—Habéis hecho bien en rehusar el pago de ese impuesto, y demostrar que

sabréis ir de Constantinopla a Scutari, sin atravesar el Bósforo…

—Y sin desembolsar diez paras —añadió Kerabán—. Aunque me debiese costar quinientos mil.

—Pero no tendréis prisa para marchar, supongo… —preguntó Ahmet.

—Tengo mucha prisa, sobrino —respondió Kerabán—. Es necesario, tú sabes por qué, que esté de vuelta dentro de seis semanas.

—Bien, mi querido tío; pero podréis estar ocho días en Odesa…

—¡Ni cinco, ni cuatro, ni uno —respondió Kerabán—, ni aún una hora! Ahmet, viendo que la natural terquedad se iba apoderando de su tío, hizo

una señal a Amasia para que interviniese.

—¿Y nuestro matrimonio, señor Kerabán? —dijo la joven cogiéndole de la mano.

—Tu casamiento, Amasia —respondió Kerabán—, no se retrasar�� de ninguna manera. Es necesario que se efectúe antes de finalizar el próximo mes… ¡Y se efectuará…! Mi viaje no lo retrasará ni un solo día…, con la condición de que yo parta sin perder un instante.

De este modo caían por su base el cúmulo de esperanzas que todos habían concebido con la llegada de Kerabán. El matrimonio no tendría lugar entonces; pero tampoco se retrasaría, decía él. Pero, ¿quién podía responder de ella? ¿Cómo prever las eventualidades de un viaje tan largo y peligroso hecho en aquellas condiciones?

Ahmet no pudo contener un movimiento de despecho, que felizmente no vio su tío; tampoco percibió la nube que oscureció la frente de Amasia, y no oyó a Nedjeb murmurar:

—¡Ah, infame tío!

—Por otra parte —añadió éste, con el acento de un hombre que hace una proposición, a la cual no hay objeción posible—; por otra parte, cuento con que Ahmet me acompañe.

—¡Diablo, he aquí una estocada difícil de parar! —dijo a media voz Van

Mitten.

—¡No la parará! —respondió Bruno.

Ahmet, efectivamente, había recibido aquel golpe en el corazón. Amasia, vivamente conmovida por la partida de su futuro, permanecía inmóvil cerca de Nedjeb, que hubiera arrancado los ojos a Kerabán.

En el interior de la galería, el capitán del Güidar no perdía ni una sola palabra de aquella conversación. Ésta iba tomando proporciones favorables a sus proyectos.

Selim, aunque tuviese poca esperanza en modificar la resolución de su amigo, por lo menos creyó intervenir, diciendo:

—¿Es muy necesario, Kerabán, que vuestro sobrino os acompañe en vuestro viaje alrededor del mar Negro?

—¡Necesario, no! —respondió Kerabán—; pero me figuro que Ahmet no titubeará en acompañarme.

—Sin embargo… —protestó Selim.

—Sin embargo, ¿qué? —respondió el tío, cuyos dientes se apretaron, indicando que no admitía la menor discusión.

Un minuto de silencio, que pareció interminable, siguió a la última palabra pronunciada por Kerabán. Pero Ahmet había tomado su resolución. Hablaba en voz baja con la joven. Y le hacía comprender que el disgusto que habían de experimentar los dos, valía mucho más no experimentarlo; que sin él, aquel viaje podría hallar obstáculos de todo género, y que con él, por el contrario, el viaje se efectuaría rápidamente; con perfecto conocimiento de la lengua rusa, no perderían ni un día, ni una hora; que sabría obligar a su tío a forzar las marchas aunque le costase el triple; y que, en fin, antes de últimos del próximo mes, es decir, antes del plazo en que Amasia debía casarse si quería conservar el interés de la considerable fortuna de su tía, él llevaría a Kerabán a la orilla izquierda del Bósforo.

Amasia no tenía fuerzas suficientes para acceder, pero comprendía que era el mejor partido que podía tomar.

—¡Está bien; queda convenido, tío! —dijo Ahmet—. Os acompañaré,

puesto que estoy dispuesto a partir, pero…

—¡Oh, nada de condiciones, sobrino!

—Sea sin condiciones —respondió Ahmet. Y mentalmente añadió: «Yo te haré correr aunque tengas que echar los bofes, ¡oh, el más testarudo de los tíos!».

—En marcha, pues —dijo Kerabán. Y volviéndose hacia Selim, le dijo:

—¿Los rublos a cambio de mis piastras…?

—Yo os los daré en Odesa, donde voy a acompañaros —respondió Selim.

—¿Estáis pronto, Van Mitten? —preguntó Kerabán.

—Siempre estoy dispuesto.

—Ahora, Ahmet, abraza a tu novia; abrázala bien, y vamos.

Ahmet tenía entre sus brazos a la joven. Ésta no podía contener las lágrimas:

—¡Ahmet, mi querido Ahmet…! —repetía.

—¡No lloréis, querida Amasia! —decía Ahmet—. ¡Si nuestro matrimonio no se ha efectuado ahora, tampoco se retrasará, os lo prometo…! ¡No son más que algunas semanas de ausencia!

—¡Ah, querida señora —dijo Nedjeb—, si el señor Kerabán se rompiese una pierna, o las dos, antes de salir de aquí! ¿Queréis que me ocupe de eso?

Ahmet ordenó a la joven zíngara que permaneciese tranquila, e hizo bien. Verdaderamente, Nedjeb era mujer capaz de todo con tal de detener a aquel intratable tío.

Se cambiaron las despedidas y los últimos abrazos. Todos estaban conmovidos. Al holandés parecía que se le oprimía el corazón. Solamente Kerabán no veía o no quería ver el enternecimiento general.

—¿Está el carruaje dispuesto? —preguntó a Nizib, que entraba en aquel momento en la galería.

—El carruaje está dispuesto —respondió Nizib.

—¡En marcha! —dijo Kerabán—. ¡Ah, modernos otomanos, que os vestís a la europea! ¡Ah, señores nuevos turcos, que no sabéis ni aún estar gordos…!

Había allí evidentemente una imperdonable decadencia a los ojos de

Kerabán.

—¡Ah, señores renegados, que os sometéis a las prescripciones de Mahmud; yo os enseñaré que quedan todavía antiguos creyentes, sobre los cuales nunca tendréis razón!

Nadie le contradecía entonces; y, sin embargo, se iba animando más.

—¡Ah, pretendéis monopolizar el Bósforo a vuestro gusto! ¡Bien, yo me río de vuestro Bósforo! ¿Qué decís, Van Mitten?

—No digo nada —respondió Van Mitten, que, verdaderamente, no había articulado una sola palabra, de lo que se hubiera guardado bien.

—¡Vuestro Bósforo! ¡Su Bósforo! —repuso Kerabán dirigiendo su mano hacia el Sur—. ¡Felizmente, el mar Negro está allí! También tiene un litoral, y no se ha hecho solamente para los conductores de caravanas. Lo seguiré, lo costearé. ¡Ah, amigos míos, ya veréis la cara que pondrán aquellos empleados del Gobierno, cuando me vean aparecer en las alturas de Scutari, sin haber arrojado ni medio para en las arcas de los mendigos de la administración!

Es necesario convenir que Kerabán, rebosando amenazas e imprecaciones contra el nuevo Gobierno turco, estaba magnífico.

—¡Vamos, Ahmet! ¡Vamos, Van Mitten! —exclamó—. ¡En marcha, en marcha!

Estaba ya en la puerta, cuando Salim le detuvo con una palabra:

—Amigo Kerabán —le dijo—, permitidme una observación.

—¡Nada de observaciones!

—Bien, una sencilla advertencia que desearía haceros —repuso el banquero.

—¿Por ventura tenemos tiempo?

—Escuchadme, amigo Kerabán. Una vez en Scutari, después de haber dado la vuelta al mar Negro, ¿qué haréis?

—¿Yo…? Pues bien, yo… yo…

—¿No iréis a fijaros en Scutari, supongo, sin volver a Constantinopla, donde está vuestra casa de comercio?

—No… —balbuceó Kerabán.

—Pero, tío —observó Ahmet—, por poco que os obstinéis en no pasar el

Bósforo, nuestro matrimonio…

—¡Amigo Selim, nada más sencillo! —respondió Kerabán aludiendo a la primera cuestión, que no dejaba de preocuparle—. ¿Qué os impide venir a Scutari con Amasia? Os costará diez paras por persona, por atravesar el Bósforo, pero vuestro honor no está comprometido como el mío en ese asunto.

—¡Sí, sí! ¡Venid a Scutari por un mes! —exclamó Asmet—. Nos aguardaréis allí, querida Amasia; que nosotros haremos porque no aguardéis mucho.

—¡Sea; id a Scutari! —respondió Selim—. Allí celebramos el matrimonio. Pero, amigo Kerabán, una vez terminada la boda, ¿no volveréis a Constantinopla?

—¡Volveré, cierto; volveré! —exclamó Kerabán.

—¿Y cómo?

—Pues, cuando ese impuesto se haya abolido, atravesaré el Bósforo…, sin pagar…

—¿Y si no lo está?

—¿Si no lo está…? —dijo Kerabán—. ¡Por Alá, tomaré el mismo camino y daré la vuelta al mar Negro!