Capítulo XIV

Capítulo XIV

EN EL QUE KERABÁN SE MUESTRA MÁS FUERTE EN GEOGRAFÍA DE LO QUE CREÍA SU SOBRINO AHMET

La ciudad de Kerch está situada en la península que lleva su nombre, en la extremidad oriental de la Táurida. Se halla situada en la costa Norte de aquella lengua de tierra; un monte, sobre el cual se elevaba antes la acrópolis, la domina majestuosamente. Es el monte Mitrídates. El nombre de aquel implacable y terrible enemigo de los romanos, a quienes fue necesario arrojar del Asia, aquel audaz general, aquel renombrado políglota, aquel toxicólogo legendario, tiene su sitio justamente enfrente de una ciudad que fue la capital del reino del Bósforo. Allí fue donde el rey del Ponto, aquel terrible Eupator, se dejó atravesar por la espalda de un soldado galo, después de haber tratado en vano de envenenar a aquel cuerpo de hierro, ya acostumbrado a los venenos.

Éste fue el pequeño relato histórico que Van Mitten, durante media hora de reposo, crey�� deber hacer a sus compañeros. Lo que ocasionó esta respuesta de su amigo Kerabán:

—¡Mitrídates no era más que un torpe!

—¿Y por qué? —preguntó Van Mitten.

—Si hubiera querido envenenarse, no tenía que hacer más que venir a comer a la posada de Arabat.

Entonces el holandés no creyó conveniente continuar el elogio del esposo de la bella Mónima, pero prometió visitar su capital.

El carruaje atravesó la ciudad con su singular equipaje entre la sorpresa de una población híbrida, compuesta la mayor parte de judíos, tártaros, griegos y aún rusos (entre todos, 12 000 habitantes).

El primer cuidado de Ahmet, al llegar al Hotel Constantino, fue enterarse si

podría procurarse caballos para la mañana siguiente. Con gran satisfacción suya, aquella vez no faltaban en las cuadras de la casa de postas.

—Es milagroso —observó Kerabán— que el señor Saffar no se haya llevado los de este relevo.

Pero el poco sufrido tío de Ahmet guardó un vivo rencor a aquel importuno que se permitía adelantarse en su camino llevándose los caballos.

En todo caso, como ya no era necesario el empleo de los dromedarios, los vendió al jefe de una caravana que partía para el estrecho de Yenikalé; pero los vendió vivos al precio que le hubieran costado muertos. Resultado de esto: una pérdida bastante considerable, que el rencoroso Kerabán guardó, in petto, contra el señor Saffar.

No es necesario decir que el señor Saffar no se hallaba en Kerch (lo que sin duda le evitó una discusión de las más serias con su competidor). Desde hacía dos días había abandonado la ciudad para ir por el ferrocarril del Cáucaso.

Una buena comida en el Hotel Constantino, y una buena noche en sus habitaciones, bastante confortables, hicieron olvidar las penas tanto de los amos como de los servidores. También envió una carta Ahmet a Odesa, participando que el viaje se efectuaba regularmente.

Como la partida no se había decidido hasta las diez de la mañana siguiente, 5 de setiembre, Van Mitten se levantó con el sol, con el fin de visitar la ciudad. Aquella vez encontró a Ahmet presto a acompañarle.

Los dos recorrieron las anchas calles de Kerch, bordeadas de aceras, en donde abundaban perros vagabundos; un gitano, ejecutor autorizado de tan mísero trabajo, está encargado de matarlos a palos.

Pero, sin duda, el verdugo había pasado la noche bebiendo, porque Ahmet y el holandés tuvieron que esforzarse para escapar de los dientes de aquellos peligrosos animales. El malecón de piedra, construido sobre el mar, en el interior de la bahía, formada por un recodo de la costa, que se prolongaba hasta los lindes del estrecho, les permitió pasearse más cómodamente. Desde allí se distinguen el palacio del gobernador y la casa de aduanas. Algo apartados, por falta de calado, están atracados los

buques, a los que el puerto de Kerch ofrece un buen fondeadero no lejos del lazareto. Aquel puerto ha llegado a adquirir importancia después de la cesión de la ciudad a Rusia en 1774, y también se encuentra un vasto depósito de sal que forman las salinas de Perekop.

—¿Tenemos tiempo de subir hasta allí? —dijo Van Mitten señalando el monte Mitrídates, sobre el que se destaca actualmente un templo griego enriquecido con los despojos de aquellos túmulos tan frecuentes en la provincia de Kerch (templo que ha remplazado a la antigua acrópolis).

—¡Ah —dijo Ahmet—, no corramos el riesgo de hacer aguardar al tío

Kerabán!

—¡Ni a su sobrino! —respondió sonriendo Van Mitten.

—Es verdad —repuso Ahmet— que durante todo el viaje no pienso más que en nuestra próxima llegaba a Scutari. ¿Me comprendéis, señor Van Mitten?

—¡Sí…, os comprendo, amigo mío! —respondió el holandés—. ¿Cómo queréis que no os comprenda el marido de la señora Van Mitten?

Ante aquella reflexión, muy justificada por las pruebas que había tenido en Rotterdam, los dos comenzaron la ascensión al monte Mitrídates, pudiendo disponer de dos horas antes de la partida.

Desde aquel elevado punto, una magnífica vista se extiende sobre la bahía de Kerch. Hacia el Sin se dibuja el ángulo extremo de la península. Hacia el Este se unen casi las dos lenguas de tierra que rodean la bahía de Taman, cerca del estrecho de Yenikalé. El cielo, bastante despejado, permitía apercibir entonces los diversos accidentes de la comarca, y los

«khurgans» o antiguas tumbas, que cubren toda la campiña, hasta las menores colinas, de coralinas fósiles. Cuando Ahmet juzgó conveniente volver al hotel, mostró a Van Mitten una monumental escalera, adornada de balaustres, que desciende del monte Mitrídates hasta la ciudad, concluyendo en la plaza del Mercado. Un cuarto de hora después, los dos se reunían a Kerabán, quien trataba en vano de discutir con su huésped, un tártaro de los más complacientes. Ya era tiempo de llegar, porque hubiese acabado por incomodarse no encontrando ocasión de que le llevasen la contraria.

El carruaje estaba dispuesto, enganchado con buenos caballos de origen persa, de los que se hace un importante comercio en Kerch. Cada uno ocupó su sitio, y partieron al galope de los caballos, no echando, por supuesto, de menos el peligroso trote de los dromedarios.

Ahmet sentía una viva inquietud al aproximarse al estrecho. Se sabe, en efecto, lo que había pasado cuando se modificó el itinerario de Kerson. A instancia de su sobrino, Kerabán había consentido en no dar la vuelta al mar de Azov, con el fin de dirigirse por el camino más corto, o sea por Crimea. Pero al hacerlo no debía olvidarse el que no les faltara tierra firme en ningún punto del trayecto. Se engañaba, y Ahmet no podía disipar su error.

Se puede ser un buen turco, un excelente negociante en tabacos, y no conocer a fondo la geografía. El tío de Ahmet debía ignorar probablemente que la comunicación del mar Negro y el mar de Azov se efectúa por un ancho camino de agua, el antiguo Bósforo cimerio, que lleva el nombre de estrecho de Yenikalé, y que, por consecuencia, le sería necesario atravesar aquel estrecho, entre la península de Kerch y la de Taman.

Kerabán experimentaba hacia el mar una repugnancia que su sobrino conocía muy bien. ¿Qué diría entonces, cuando se encontrase frente a aquel estrecho, si, a causa de las corrientes o la poca profundidad de las aguas, era necesario franquearlo por su parte más ancha, estimada en veinte millas? ¿Y si rehusaba obstinadamente? ¿Y si pretendía remontar toda la costa oriental de Crimea para seguir el litoral del mar de Azov hasta los primeros contrafuertes del Cáucaso? ¡Cómo se prolongaría entonces el viaje! ¡Cuánto tiempo perdido! ¡Cuántos intereses comprometidos! ¿Cómo iban a hallarse en Scutari el 30 de setiembre?

He aquí las reflexiones que se hacía Ahmet mientras el carruaje rodaba, atravesando la península. Antes de dos horas alcanzarían el estrecho, y sabría su tío a qué atenerse. ¿Convenía, pues, prepararle a aquella grave eventualidad? ¿Pero qué método tenía que emplear para que la conversación no degenerase en discusión, y la discusión en disputa? Si Kerabán se obstinaba, nadie le haría desistir de su idea, y, de buen o mal grado, obligaría al carruaje a tomar el camino de Kerch.

Ahmet no sabía qué partido tomar. Si confesaba su astucia, pondría a su tío fuera de sí. ¿No valdría más pasar por ignorante, fingir la más perfecta sorpresa, encontrando un estrecho allí donde creía encontrar tierra firme?

—¡Que Alá me ayude! —dijo Ahmet. Y aguardó con resignación a que el

Dios de los musulmanes le sacase de aquel apuro.

La península de Kerch está dividida por una zanja, construida en tiempos antiguos, y que se llama Muralla de Akos. El camino, que la sigue en parte, es bastante bueno desde la ciudad hasta el lazareto, y después se convierte en difícil, descendiendo en una rápida pendiente hasta el litoral.

Los caballos no pudieron andar muy de prisa durante la mañana, lo que permitió a Van Mitten tomar algún apunte más completo de aquella porción del Quersoneso.

En suma, era la estepa rusa en toda su desnudez. Algunas caravanas la atravesaban, viniendo a buscar abrigo a la Muralla de Akos, acampando allí con todo el gusto pintoresco de una caravana oriental. Innumerables khurgans cubrían la campiña, dándole el aspecto poco alegre de un inmenso cementerio. Eran otras tantas tumbas que los antiguos excavaron hasta sus profundidades, y cuyas riquezas, jarrones etruscos, piedras exóticas, alhajas antiguas, adornan ahora las paredes del templo y los salones del Museo de Kerch.

Hacia el mediodía apareció en el horizonte una gran torre cuadrada, rodeada de cuatro torrecillas: era el fuerte que se eleva en el Norte el pueblo de Yenikalé. Hacia el Sur, en la extremidad de la bahía de Kerch, se dibujaba el cabo Burum, dominando el litoral del mar Negro. Después, el estrecho se dividía en dos extremos, que forman la bahía de Taman. En lontananza, los primeros perfiles del Cáucaso, sobre la costa asiática, formaban como un inmenso cuadro en el Bósforo cimerio.

Es muy cierto que aquel estrecho se asemeja a un brazo de mar, y al verlo Van Mitten, que conocía las antipatías de su amigo Kerabán, miró a Ahmet con aire de sorpresa.

Ahmet le hizo una seña para que callase. Felizmente, el tío dormía entonces, y no veía nada de las aguas del mar Negro y del mar de Azov, que se confunden en aquel paso, cuya parte más estrecha tiene de cinco a seis millas de anchura.

—¡Demonio! —se dijo Van Mitten.

Era una verdadera lástima que Kerabán no hubiese nacido cien años después. Si su viaje se hubiera hecho en esa época, Ahmet no hubiera tenido por qué estar inquieto, como lo estaba en aquel momento.

En efecto, aquel estrecho tiende a cerrarse, y acabará, con la aglomeración de arenas formadas de poliperos y conchas, por no ser más que un estrecho canal de rápida corriente. Si, hace cincuenta años, los soldados de Pedro el Grande pudieron franquearlo para ir a sitiar a Azov, por el contrario, ahora los buques mercantes se ven obligados a aguardar a que las aguas, rechazadas por los vientos del Sur, les den una profundidad de diez a doce pies.

Pero transcurría el año 1882 y no el 2000, y era necesario aceptar las condiciones hidrográficas tal como se presentaban.

El carruaje había descendido las pendientes, que concluyen en Yenikalé, haciendo volar a las avutardas, escondidas entre las altas hierbas. El carruaje se detuvo en la principal posada del pueblo, y Kerabán se despertó.

—¿Hemos llegado al relevo? —preguntó.

—¡Sí, al relevo de Yenikalé! —respondió sencillamente Ahmet.

Todos echaron pie a tierra y entraron en la posada, mientras que el coche era conducido a la casa de postas. Desde allí debía dirigirse al embarcadero, donde está la barca destinada a transportar a los viajeros, a pie, a caballo, a carreta, y aún en las caravanas que van desde Europa a Asia, o viceversa.

Yenikalé es un pueblo donde se realiza un lucrativo comercio de sal, de caviar, de sebo y de lana. Las pesquerías de esturiones y rodaballos ocupan una parte de su población, que es casi toda griega. Los marinos se dedican al pequeño cabotaje del estrecho y litoral vecino en ligeras embarcaciones, armadas de dos velas latinas. Yenikalé se encuentra en una importante situación estratégica, lo que explica por qué los rusos la han fortificado, después de habérsela arrebatado a los turcos en 1771. Es uno de los puertos del mar Negro, que en aquella parte tiene dos llaves de seguridad; la llave de Yenikalé por un lado, y la de Taman por el otro.

Después de media hora de descanso, Kerabán dio a sus compañeros la

señal de partida, y se dirigieron hacia el embarcadero, donde les aguardaba el barco.

En seguida, las miradas de Kerabán se dirigieron a derecha e izquierda, y lanzó una exclamación.

—¿Qué tenéis, tío? —preguntó Ahmet.

—¿Es eso un río? —dijo Kerabán, mostrando el estrecho.

—¡En efecto! —respondió Ahmet, que creyó conveniente dejar a su tío en el error.

—¡Un río…! —exclamó Bruno.

Una señal de su mano le hizo comprender que no debía insistir en aquel punto.

—En efecto, es un… —dijo Nizib.

No pudo acabar. Un codazo de su compañero Bruno le cortó la palabra en el momento en que iba a calificar debidamente aquella disposición hidrográfica.

Sin embargo, Kerabán miraba a aquel río que le cortaba el camino.

—¡Es ancho! —dijo.

—En efecto…, bastante ancho… Por causa de alguna crecida, probablemente —respondió Ahmet.

—Crecida… debida al deshielo de las nieves —añadió Van Mitten, para apoyar más a su joven amigo.

—¿El deshielo de las nieves…, en el mes de setiembre? —dijo Kerabán, volviéndose hacia el holandés.

—En efecto…, el deshielo de las nieves…, de las antiguas nieves…, las nieves del Cáucaso —respondió Van Mitten, que ya no sabía lo que se decía.

—Pero no veo puente alguno que permita franquear este río —repuso

Kerabán.

—En efecto, tío, no lo hay —respondió Ahmet, formando con sus manos una especie de anteojo como para percibir mejor el pretendido puente.

—Sin embargo, debía haber un puente —dijo Van Mitten—. Mi «Guía»

menciona la existencia de un puente…

—¡Ah! ¿Vuestra «Guía» menciona la existencia de un puente…? —replicó Kerabán que, frunciendo las cejas, miraba frente a frente a su amigo Van Mitten.

—Sí…, ese famoso puente —dijo, balbuciendo, el holandés—. Ya sabéis…, el puente Euxino… Ponto Euxino de los antiguos.

—Tan antiguo —replicó Kerabán, cuyas palabras silbaban entre sus labios medio cerrados—, que no habrá podido resistir a la crecida producida por las nieves…, las antiguas nieves…

—¡Del Cáucaso! —añadió Van Mitten, que no encontraba ya nada que decir.

Ahmet permanecía algo alejado. No sabía qué responder a su tío, no queriendo provocar una discusión inútil.

—Y bien, sobrino —dijo Kerabán, con tono seco—: ¿cómo haremos para cruzar este río, puesto que no hay puente?

—¡Oh, encontraremos un vado! —dijo negligentemente Ahmet—. Hay tan poca agua…

—Apenas hay con qué mojarse los talones —añadió el holandés, que verdaderamente hubiera hecho mejor en callarse.

—Vamos, Van Mitten —exclamó Kerabán—; recogeos los pantalones y entrad en el río; nosotros os seguiremos.

—Pero…, yo…

—¡Vamos…, recogeos, recogeos…!

El fiel Bruno creyó necesario intervenir para sacar a su amo de aquel apuro.

—Es inútil, señor Kerabán —dijo—. Pasaremos sin necesidad de mojamos los pies; nos está aguardando un barco.

—¡Ah! ¿Hay un barco? —respondió Kerabán—. Es verdaderamente casual que se haya pensado en instalan un barco en este río… para remplazar el puente destruido…, ese famoso Ponto Euxino… ¿Por qué no habéis dicho antes que había un barco? ¿Y dónde está el barco?

—Helo aquí, tío —respondió Ahmet mostrando el barco amarrado al puerto—. Nuestro coche está allí dentro.

—¿Nuestro coche está allí?

—Sí; y los caballos.

—¿Y los caballos? ¿Y quién lo ha ordenado?

—Nadie, tío —respondió Ahmet—. El maestro de postas…, como está acostumbrado a hacerlo…

—Desde que no hay puente, ¿no es eso?

—Desde entonces, tío; y, por otra parte, no había otro medio de continuar nuestro viaje.

—Había otro, sobrino Ahmet. Volviendo sobre nuestros pasos para dar la vuelta al mar de Azov por el Norte.

—¡Doscientas leguas de más, tío! ¿Y mi matrimonio? ¿Y el 30 de setiembre? ¿Ya habéis olvidado el día 30?

—No, sobrino; y antes de ese día sabré estar de vuelta. ¡Partamos!

Ahmet fue presa durante un instante de la más viva emoción. ¿Iba a poner su tío en ejecución aquel proyecto insensato de volver sobre sus pasos a través de la península? ¿Iba, por el contrario, a colocarse en el barco y atravesar el estrecho de Yeníkalé?

Kerabán se dirigió al barco. Van Mitten, Ahmet, Nizib y Bruno le seguían, no queriendo dar ningún pretexto a la violenta discusión que iba a estallar.

Kerabán, durante más de un minuto, se detuvo en el malecón a mirar a su

alrededor.

Sus compañeros se detuvieron. Kerabán entró en el barco.

Sus compañeros le siguieron. Kerabán subió al carruaje.

Los otros hicieron lo propio.

Después el barco, una vez desamarrado, se separó de la orilla, y la corriente lo dirigió lentamente hacia la costa opuesta.

Kerabán no hablaba, y los demás le imitaron.

Las aguas, felizmente, estaban tranquilas, y a los bateleros no les costó gran trabajo dirigir su barco, ya usando los largos bicheros, ya las anchas paletas, según las exigencias del fondo.

Sin embargo, hubo un momento en que se temió se produjese algún accidente.

En efecto, una ligera corriente, desviada por el extremo meridional de la bahía de Taman, cogió oblicuamente al barco. En lugar de dirigirse hacia aquel punto, amenazó llevarle al fondo de la bahía. Hubiesen tenido que franquear cinco leguas en vez de una, y Kerabán, cuya impaciencia se manifestaba visiblemente, iba tal vez a dar orden de volver atrás.

Pero los bateleros, a los que Ahmet antes del embarque había dicho algunas palabras —la palabra rublo, muchas veces repetidas—, maniobraron tan bien que dominaron la corriente.

Una hora después de haber dejado el puerto de Yenikalé, viajeros, caballos y coche desembarcaban en aquella extremidad meridional, que en ruso se denomina Jujma-Kossa.

El carruaje desembarcó sin dificultad, y los marineros recibieron una respetable suma de rublos.

El carruaje anduvo de una sola vez las cuatro verstas que separan aquel

lugar de la costa del pueblo de Taman.

Una hora después hacía su entrada en aquel pueblo, y Kerabán se contentaba con decir, mirando a su sobrino:

—Decididamente, las aguas del mar de Azov y las del mar Negro no hacen malas migas en el estrecho de Yenikalé.

Aquello fue todo lo que dijo, y jamás se volvió a hablar ni del río del sobrino Ahmet, ni del puente Euxino del amigo Van Mitten.