Capítulo XV

Capítulo XV

EN EL QUE KERABÁN, AHMET, VAN MITTEN Y SUS CRIADOS HACEN EL PAPEL DE SALAMANDRAS

Traman no es más que una pequeña villa de un aspecto bastante triste, con casas poco confortables; sus chozas aparecen descoloridas por la acción del tiempo; su iglesia es de madera, cuyo campanario está constantemente rodeado de halcones.

El carruaje cruzó, sin detenerse, la población de Taman. Van Mitten no pudo visitar ni el puerto militar, que es muy importante, ni la fortaleza de Fanagoria, ni las ruinas de Montarakán.

Si Kerch es griego por su población y sus costumbres, Taman, por el contrario, es cosaca. De ahí un contraste que el holandés no pudo observar más que al pasar.

El carruaje, tomando invariablemente por el camino más corto, siguió durante una hora el litoral Sur de la bahía de Taman. Esto fue suficiente para que los viajeros pudieran reconocer que era un país extraordinario de caza, tal como no se encuentra otro en el globo.

En efecto, pelícanos, cormoranes y otros, sin contar las bandadas de avutardas, se posan en aquellos pantanos en cantidades verdaderamente increíbles.

—¡No he visto jamás tantas aves acuáticas! —dijo, con razón, Van Mitten—. Podría descargarse un fusil al azar sobre esos pantanos y no se perdería un solo perdigón.

Aquella observación del holandés no ocasionó ninguna discusión. Kerabán no era cazador, y, por otra parte, Ahmet pensaba en otra cosa.

No se cruzó entre los viajeros ni una sola palabra, hasta que una bandada de patos, asustada por el carruaje, echó a volar en el momento en que

dejaban el litoral a la izquierda para ir oblicuamente al Sudeste, haciendo exclamar a Van Mitten:

—¡He aquí una compañía! ¡Hay todo un regimiento!

—¿Un regimiento? ¡Queréis decir un ejército! — replicó Kerabán, que se encogió de hombros.

—¡Es verdad, tenéis razón! —repuso Van Mitten—. ¡Hay por lo menos cien mil patos!

—¡Cien mil patos! —exclamó Kerabán—. ¿Si dijeseis doscientos mil?

—¡Oh! ¡Doscientos mil!

—Y aún diría trescientos mil, Van Mitten, y todavía no acertaría.

—Tenéis razón, amigo Kerabán —respondió el holandés prudentemente, no deseando que su compañero le arrojase un millón de patos a la cabeza.

Pero, en suma, era él quien tenía razón. Cien mil patos es un buen número; pero no había menos en aquella prodigiosa nube de volátiles que proyectó una inmensa sombra sobre la bahía, destacándose ante el sol.

El tiempo era bastante bueno y el camino bastante llano. El tiro marchó rápidamente, y los caballos no faltaron en los relevos. Ya no habían más señores Saffar que alquilasen los tiros con anticipación, y los viajeros avanzaban por el camino de la península.

Hemos de decir que pensaban emplear la próxima noche en correr hacia los primeros contrafuertes del Cáucaso, cuya masa aparecía confusamente en el horizonte. Puesto que la noche se había pasado bien en el hotel de Kerch, era natural que nadie pensase en abandonar el carruaje en treinta y seis horas.

Sin embargo, al anochecer, a la hora de comer, los viajeros se detuvieron delante de uno de los relevos, que al mismo tiempo era posada. No sabían lo que les pasaría en el litoral caucásico, y si encontrarían con qué alimentarse. Por lo tanto, era una medida de prudencia para economizar las provisiones hechas en Kerch.

La posada era regular, pero los víveres no faltaban. Sobre este punto no

tuvieron por qué quejarse.

Solamente señalaremos un detalle característico: el posadero, fuese por desconfianza, fuese costumbre del país, hizo pagar por adelantado, o sea a medida del consumo.

Esto es, cuando trajo pan, dijo:

—Vale diez copecs.

Y Ahmet tuvo que dar diez copecs. Cuando trajeron los huevos:

—Son ochenta copecs.

Y Ahmet tuvo que pagar los ochenta copecs pedidos.

—¡Por los kwars, tanto! ¡Por los patos, tanto! ¡Por la sal, tanto! Y Ahmet pagó sin replicar.

También fue preciso pagar por adelantado el mantel, las servilletas, los bancos, hasta los cuchillos, los vasos, los servilleteros, los tenedores y los platos.

Se comprende que aquello no podía tardar en excitar a Kerabán, que acabó por comprar en conjunto todos los diversos utensilios necesarios para la comida, mas no sin grandes objeciones, que el posadero recibió con una impasibilidad digna del mismo Van Mitten. La comida terminada, Kerabán devolvió los objetos, que le tomaron con un cincuenta por ciento de pérdida.

—¡Es raro que no nos haga pagar la digestión! —dijo—. ¡Qué hombre! Es digno de ser ministro de Hacienda del Imperio otomano. ¡He aquí uno que sabría hacer pagar a buen precio cada golpe de remo de los caiques del Bósforo!

Pero se había comido bastante bien; era lo importante, como hizo observar

Bruno, y partieron cuando era ya de noche, una noche sombría y sin lima. Es una impresión bastante particular, aunque no desprovista de cierto

encanto, el sentirse transportado al trote sostenido de los caballos, en medio de la oscuridad más profunda, a través de un país desconocido, donde los pueblos se hallan muy lejos unos de otros, y las granjas aparecen diseminadas en la estepa a grandes distancias. Los cascabeles de los caballos, el acompasado e irregular choque de sus cascos sobre el suelo, el rechinar de las ruedas sobre la superficie de los terrenos arenosos, el traqueteo con los baches de los caminos, frecuentemente mojados por la lluvia; los chasquidos del látigo del postillón, el resplandor de las linternas, que se pierde en la sombra, cuando el camino es llano, o se fijan vivamente en los árboles, en las piedras o en los postes indicadores, colocados en los terrenos dispuestos para terraplenar, todo esto constituye un conjunto de ruidos o visiones rápidas, a los que pocos viajeros pueden permanecer insensibles. Aquellos ruidos se oyen, aquellas visiones se distinguen, a través de una semisomnolencia que le presta un carácter algo fantástico.

Kerabán y sus compañeros no pudieron resistir aquel sentimiento, cuya intensidad es por instantes mayor. A través de la ventanilla anterior del cupé, con los ojos medio cerrados, miraban las sombras del carruaje, sombras caprichosas, desmesuradas, que se movían, se destacaban hacia la parte del camino vagamente iluminado que tenían que recorrer.

Debían de ser cerca de las once de la noche, cuando un ruido singular les sacó de su sopor. Era una especie de silbido, comparable al que produce el agua de Seltz al escaparse de la botella, pero duplicado. Se hubiera dicho que alguna caldera dejaba escapar su vapor comprimido por el tubo de escape.

El tiro se había detenido. El postillón no gustaba maltratar a sus caballos. Ahmet, queriendo saber a qué atenerse, bajó rápidamente los cristales y se inclinó hacia fuera.

—¿Qué sucede? ¿Por qué no marchamos? —preguntó—. ¿De qué proviene ese ruido?

—Es producido por los volcanes de lodo —respondió el postillón.

—¿Los volcanes de lodo? —exclamó Kerabán—. ¿Quién ha oído jamás hablar de los volcanes de lodo? ¡Verdaderamente es un bonito camino el que nos has señalado, sobrino Ahmet!

—Señor Kerabán, vos y vuestros compañeros haréis bien en bajar —dijo el postillón.

—¡Bajar, bajar!

—Sí… Os suplico que sigáis al carruaje mientras atravesamos esta región, porque yo no soy ahora dueño de los caballos, y podrían desbocarse.

—Vamos —dijo Ahmet—, este hombre tiene razón. Es necesario bajar.

—Son cinco o seis verstas que andar —añadió el postillón—, quizás ocho, pero no más.

—¿Os decidís, tío? —dijo Ahmet.

—Bajemos, amigo Kerabán —dijo Van Mitten—. ¿Volcanes de lodo…? ¡Es necesario ver qué es eso…!

Kerabán se decidió, no sin protestar. Todos echaron pie a tierra; después, marchando detrás del carruaje, que andaba al paso, le siguieron a la luz de las linternas.

La noche era extremadamente sombría. Si el holandés esperaba ver, por poco que fuese, los fenómenos naturales señalados por el postillón, se engañaba; pero respecto a aquellos silbidos singulares que llenaban el aire de un sordo rumor, hubiese sido difícil no oírlos, a menos de tener obstruidos los oídos.

En suma, si hubiese sido de día, he aquí lo que hubiera visto: una estepa cubierta, en una gran extensión, de pequeños conos eruptivos, parecidos a esos enormes hormigueros que se encuentran en ciertas partes del África ecuatorial. De aquellos conos se escapaban materias gaseosas y bituminosas, designadas, en efecto, con el nombre de «volcanes de lodo», aunque la acción volcánica no interviene de ninguna manera en la producción del fenómeno. Únicamente es una mezcla de fango, selenito, calizo, pirita y petróleo, que bajo la influencia del gas hidrógeno carbonado, otras veces fosforado, sale con cierta violencia.

Aquellas tumergencias se elevan poco a poco, y se deshinchan.

El gas hidrógeno que se produce en aquellas condiciones es formado por la descomposición lenta, pero permanente, del petróleo mezclado con

diversas sustancias. Las paredes de roca donde se encierra acaban por romperse bajo la acción de las aguas, aguas de lluvia o aguas de manantial, en las que las infiltraciones son continuas. Entonces, el derrame se efectúa, como se dijo anteriormente, lo mismo que una botella llena de líquido espumoso que la elasticidad del gas vacía completamente.

Aquellos conos se ven en gran número en la superficie de la península de Taman. Se les encuentra también en los terrenos, muy parecidos a éstos, de la península de Kerch, pero no cerca del camino seguido por el carruaje, lo que explica por qué los viajeros no se apercibieron de nada.

Sin embargo, pasaban entonces entre aquellas gruesas lupias, empapadas de vapores, en medio de aquellos impetuosos saltos de lodo líquido, cuya naturaleza explicó bien o mal el postillón. Estaban tan próximos, que recibían en la cara aquellos soplos de gas, de un olor característico, como si se escapasen del gasómetro de una fábrica.

—¡Ah! —dijo Van Mitten reconociendo la presencia del gas—; he aquí un camino que no se halla falto de peligros. ¡Cuidado con que se produzca alguna explosión!

—Tenéis razón —respondió Ahmet—. Sería necesario, por precaución, apagar…

La observación que hacía Ahmet también se la había hecho a sí mismo el postillón, acostumbrado a atravesar aquella región, sin duda porque las linternas del carruaje se apagaron pronto.

—¡Cuidado con fumar! —dijo Ahmet dirigiéndose a Bruno y a Nizib.

—Estad tranquilo, señor Ahmet —respondió Bruno—. No tenemos ganas de volar.

—¿Cómo? —exclamó Kerabán—. ¿Conque no se permite fumar aquí?

—No, tío —respondió vivamente Ahmet—, no… durante algunas verstas, al menos.

—¿Ni un cigarrillo? —añadió el testarudo, que arrollaba entre sus dedos un cigarrillo con la agilidad de un viejo fumador.

—Más tarde, amigo Kerabán, más tarde…, en interés de todos —dijo Van

Mitten—. Sería tan peligroso fumar aquí, en esta estepa, como en medio de un polvorín.

—¡Bonito país! —murmuró Kerabán—. Me extrañaría mucho que los negociantes en tabaco hiciesen fortuna aquí. ¡Vamos, sobrino Ahmet, aparte de algunos días de retraso, mejor hubiese sido dar la vuelta al mar de Azov!

Ahmet no respondía. No quería comenzar una discusión sobre aquel punto. Su tío, algo incomodado, guardó el tabaco en su bolsillo, y continuaron siguiendo al carruaje, cuya masa informe se dibujaba apenas en medio de aquella profunda oscuridad.

Importaba, por lo tanto, marchar con la mayor precaución, con el fin de evitar las caídas. El camino, mojado por algunos sitios, no ofrecía mucha solidez, y se inclinaba ligeramente hacia el Este. Felizmente, a través de aquella atmósfera brumosa no corría ni un soplo de viento. De aquella manera los vapores subían y se perdían en línea recta en el espacio, en lugar de envolver a los viajeros, lo que les hubiese molestado en extremo.

Continuaron así por espacio de media hora, andando muy despacio. Los caballos relinchaban y se encabritaban. El postillón hacía esfuerzos para detenerlos. Los ejes del carruaje crujían cuando las ruedas se deslizaban por alguna desigualdad del camino; pero el vehículo era sólido, según habían comprobado en los pantanos del Bajo Danubio.

Un cuarto de hora más y la región de los conos eruptivos se habría franqueado.

De repente, una viva luz se produjo al lado derecho del camino. Uno de los conos acababa de encenderse, y proyectaba una llama intensa. La estepa se iluminó en una versta a la redonda.

—¡Alguien fuma! —exclamó Ahmet que marchaba algo delante de sus compañeros, y retrocedió precipitadamente.

Nadie fumaba.

De pronto se oyeron los gritos del postillón y los chasquidos de su látigo. No podía dominar a los caballos. Éstos, espantados, se desbocaron y arrastraron al carruaje en su carrera con extrema velocidad.

Todos se habían detenido. La estepa presentaba en medio de aquella noche sombría un aspecto terrible.

En efecto, las llamas que salían por el cono acababan de comunicarse a los conos vecinos. Reventaban uno después del otro, estallando con violencia, como un árbol de pólvora cuyos fuegos se cruzan.

Sin embargo, una inmensa hoguera alumbraba la pradera. Bajo aquel resplandor aparecían centenares de gruesas venas en ignición, cuyo gas estallaba en medio de las deyecciones de las materias líquidas, las unas con el resplandor siniestro del petróleo, las otras con diversos colores, según la presencia del azufre blanco, la pirita o el carbonato de hierro.

Al mismo tiempo, percibíanse ruidos sordos y el suelo temblaba.

La tierra iba a entreabrirse, convirtiéndose en un cráter bajo la fuerza impulsiva de las materias eruptivas.

Allí existía un peligro inminente. Instintivamente, Kerabán y sus compañeros se habían separado los unos de los otros, con el fin de evitar un hundimiento general. No era, sin embargo, conveniente detenerse. Era necesario marchar de prisa. Importaba mucho atravesar lo más pronto posible aquella peligrosa zona. El camino, bien alumbrado, parecía impracticable. Siempre rodeando aquellos conos, atravesaba la estepa de fuego.

—¡Adelante, adelante! —exclamaba Ahmet.

Nadie le respondía, pero todos obedecían. Se orientaron siguiendo la dirección del carruaje, que no podía percibirse. En el horizonte parecía que se formaba de nuevo la oscuridad en aquella parte de la estepa… Allí estaba el límite de aquella región de los conos, que era necesario atravesar.

De repente, una viva explosión estalló en el mismo camino. Un estampido, seguido de una lengua de fuego, había salido de una enorme lupia, que acababa de dilatar el suelo por un instante.

Kerabán cayó, y pudo vérsele moviéndose entre las llamas. ¿Qué sería de él si no le socorrían? De un salto, Ahmet se precipitó a socorrer a su tío. Lo cogió, antes de que los gases inflamados ejerciesen sobre él su

perniciosa acción, y lo arrastró, medio sofocado por las emanaciones del hidrógeno.

—¡Tío…, tío…! —exclamó Ahmet.

Y Van Mitten, Bruno y Nizib, después de haberle colocado al socaire de un escarpado, probaron a insuflarle algo de aire en los pulmones.

Al cabo, se oyó un sonido vigoroso y de buen augurio. El robusto pecho de Kerabán comenzó a dilatarse y comprimirse por precipitados intervalos, arrojando los gases deletéreos que había absorbido. Después, respiró largo rato, volvió por completo en sí y sus primeras palabras fueron éstas:

—¿Osarás todavía sostener, Ahmet, que no hubiera sido mejor dar la vuelta al mar de Azov?

—¡Tenéis razón, tío!

—¡Como siempre, sobrino, como siempre!

Apenas había terminado Kerabán esta frase, cuando una profunda oscuridad remplazó a aquella luz que iluminaba toda la estepa.

Los conos se habían súbita y espontáneamente apagado. Se hubiese dicho que la mano de un tramoyista acababa de cerrar las luces del escenario. Todo se volvió negro, puesto que los ojos conservaban todavía en la retina la impresión de aquella violenta luz, cuyo origen había terminado instantáneamente.

¿Qué había sucedido? ¿Por qué aquellos conos se habían incendiado, puesto que ninguna luz se había aproximado a su cráter?

He aquí la probable explicación: bajo la influencia de un gas que estaba al contacto del aire, se había producido un fenómeno idéntico al que incendió los alrededores de Taman en 1840. Aquel gas, que es el hidrógeno fosforado, debido a la presencia de productos fosfatados, que provienen de cadáveres de animales marinos existentes en aquellos lechos margosos, se inflama y comunica el fuego al hidrógeno carbonado, que no es otro que el gas del alumbrado. Así, pues, en cualquier instante, bajo la influencia tal vez de ciertas condiciones climatológicas, estos fenómenos de ignición espontánea pueden producirse sin que nadie lo prevea.

Bajo aquel punto de vista, los caminos de la península de Kerch y de Taman presentan peligros inminentes, los cuales son difíciles de evitar, puesto que son repentinos.

Kerabán tenía razón cuando decía que cualquier otro camino hubiese sido preferible al que la impaciencia de Ahmet le había hecho seguir.

Pero, en fin, todos habían escapado del peligro; el tío y el sobrino un poco chamuscados, sin duda, y los compañeros sin la menor quemadura.

A tres verstas de allí el postillón había podido detener a los caballos. Así es que, terminadas las llamas, había encendido los faroles del carruaje, y guiados por aquella luz, los viajeros pudieron alcanzarle sin peligro, más no sin fatigas.

Cada uno se colocó en su sitio. Volvieron a ponerse en marcha, y la noche se acabó tranquilamente. Pero Van Mitten debía conservar un conmovedor recuerdo de aquel espectáculo.

Jamás se hubiera maravillado tanto si los azares de su vida le condujesen a aquellas regiones de Nueva Zelanda, en el momento en que se inflaman los manantiales estacionados sobre el anfiteatro de aquellas eruptivas colinas.

A la mañana siguiente, 6 de setiembre, a dieciocho leguas de la bahía de Taman, el carruaje, después de haber rodeado la bahía de Kisiltasch, atravesaba el pueblo de Añapa, y por la noche, hacia las ocho, se detenía en el pueblo de Kejewkaia, en el límite de la región caucásica.