Capítulo II

Capítulo II

EN EL QUE VAN MITTEN CEDE A LAS PRETENSIONES DE BRUNO, Y SU RESULTADO

Singular país! —Escribía Van Mitten en su cuaderno de viaje, anotando algunas impresiones tomadas al vuelo—. Las mujeres trabajan la tierra, llevan los fardos, mientras que los hombres hilan el cáñamo y tejen la lana.

Y el buen holandés no se engañaba. Esto sucede todavía en aquella lejana provincia del Avaristán, en la que empezaba la segunda parte del itinerario.

—Es un país todavía poco conocido aquel territorio, situado en la frontera caucásica, que forma parte de la Armenia turca, comprendida entre las aldeas del Charkut, del Choroj y la ribera del mar Negro. Pocos viajeros, después del francés Th. Deyrolles, se han aventurado a través de aquellos distritos del bajalato de Trebisonda, entre sus montañas de mediana altitud, que se extienden confusamente hasta el lago Van, concluyendo en la capital de Armenia, Erzerum, cabeza de partido de una aldea que cuenta con mil doscientos habitantes.

Y sin embargo, en aquel país han tenido lugar grandes hechos históricos. Abandonando aquellos terrenos, regados por los dos afluentes del Eufrates, Jenofonte y sus diez mil, retrocediendo ante las armadas de Artajerjes Mnemón, llegaron a las orillas del Pnsis. Este Fasis no es el Rioni que atraviesa Poti; es el Kura, que desciende de la región caucásica, no corriendo más que hasta el Ayaristán, a través del cual Kerabán y sus compañeros iban a aventurarse.

¡Ah, si Van Mitten hubiese dispuesto de suficiente tiempo, cuántas preciosas observaciones hubiera anotado! ¡Cuánto se ha perdido para los eruditos de Holanda! Con seguridad hubiera encontrado el sitio exacto donde Jenofonte dio una batalla a los taoques y a los calibes al salir del país de los carducos, y el monte Chenium, desde donde los griegos saludaron con vivas aclamaciones a las flotas tan deseadas del Ponto

Euxino. Pero Van Mitten no tenía tiempo ni de ver ni de estudiar, o, mejor dicho, no le dejaban. Y entonces Bruno volvía a las andadas, hostigando a su amo, con el fin de que éste pidiese prestado a Kerabán lo necesario para separarse de él.

—¡En Choppa! —respondía Van Mitten.

Por fin se dirigieron a Choppa. Pero ¿encontrarían allí un medio de locomoción, un vehículo cualquiera, para sustituir al confortable carruaje, despedazado por el ferrocarril de Poti?

Era una seria complicación. Faltaba todavía andar doscientas cincuenta leguas y tan sólo diecisiete días hasta el 30, día en que Kerabán debía estar de vuelta. Éste era el día en que Ahmet esperaba encontrar en Scutari a la joven Amasia, que le aguardaría para la celebración de su matrimonio. Se comprende, pues, que tío y sobrino estuviesen el uno tan impaciente como el otro. Por lo tanto, era un grave compromiso el cumplimiento de aquella segunda parte del viaje.

Encontrar una silla de posta, o sencillamente un coche, en aquellos pueblecillos del Asia Menor, resultaba imposible. Forzoso era acomodarse en uno de los vehículos del país, y este medio de locomoción no podía ser más que muy rudimentario.

Así, pues, inquietos y pensativos marchaban por el camino del litoral, Kerabán a pie, Bruno llevando de la brida a sú caballo y al de su amo, que prefería ir al lado de su amigo; Nizib, montado y marchando a la cabeza de la pequeña caravana. En cuanto a Ahmet, se había adelantado, con el fin de preparar los alojamientos en Choppa y de adquirir un vehículo para partir al salir el sol.

El trayecto se recorrió lentamente y en silencio. Kerabán ocultaba interiormente su cólera, que se manifestaba tan sólo por estas palabras frecuentemente repetidas: «cosacos, ferrocarril, vagón, Saffar». Van Mitten esperaba la ocasión de manifestar sus proyectos de separación; pero no se atrevía, no encontrando un momento favorable en el estado en que se encontraba su amigo, que se hubiese incomodado a la primera palabra.

Llegaron a Choppa a las nueve de la noche. Aquel trayecto, hecho a pie, exigía el reposo de toda la noche. La posada era mediana; pero, gracias al cansancio, todos durmieron sus diez horas consecutivas, mientras Ahmet,

aquella misma noche, se ponía a buscar un medio de transporte.

A la mañana siguiente, 14 de setiembre, a las siete, una araba aguardaba a la puerta de la posada con los caballos enganchados.

¡Ah, cuánto se tenía que sentir la pérdida de la antigua carroza, sustituida por una especie de tosca carreta, montada sobre dos ruedas, y en la que difícilmente podían colocarse tres personas! Dos caballos de vara no eran mucho para arrastrar aquella pesada máquina. Felizmente. Ahmet había podido recubrir la araba con un toldo impermeable, colocado sobre círculos de madera, para preservarle de la lluvia y el viento. Era preciso, por lo tanto, contentarse hasta aguardar otra cosa mejor; pero no era probable que fuesen a Trebisonda en más confortable y más rápido vehículo. Se comprenderá fácilmente que a la vista de aquella araba, Van Mitten, a pesar de su filosofía, y Bruno, absolutamente contrariado, no pudieron disimular un gesto de disgusto, que una simple mirada de Kerabán bastó para disipar al momento.

—He aquí todo lo que he podido encontrar, tío —dijo Ahmet mostrando la

araba.

—Y es todo lo que nos hace falta —respondió Kerabán, que por nada del mundo hubiese querido dejar entrever el sentimiento que le causaba la pérdida de su excelente silla de posta.

—Sí —repuso Ahmet—; con una buena cama de paja en esta araba…

—Estaremos como príncipes.

—Príncipes de opereta —murmuró Bruno.

—Hein? —Hizo Kerabán.

—Por otra parte —repuso Ahmet—, no distamos más de ciento sesenta agatchs de Trebisonda, y allí cuento con que podremos encontrar mejor medio de locomoción.

—Repito que eso sucederá —dijo Kerabán, observando bajo sus contraídas cejas si sorprendía en el rostro de sus compañeros la apariencia de una contradicción.

Pero todos, aterrados por aquella formidable mirada, se convirtieron en

impasibles figuras.

He aquí lo que se convino: Kerabán, Van Mitten y Bruno se colocarían en la araba, de la que uno de sus caballos sería montado por el postillón, encargado del cuidado de relevar después de cada mojada; Ahmet y Nizib, acostumbrados a las fatigas de la equitación, seguirían a caballo. De esta manera se esperaba no experimentar ninguna tardanza hasta Trebisonda. Allí, en aquella importante población, se buscaría un medio de terminar aquel viaje lo más confortablemente posible.

Kerabán dio la señal de partida después de haber provisto la araba de algunos víveres y utensilios, sin contar con los dos narguiles, milagrosamente salvados de la colisión, y que fueron puestos a disposición de sus propietarios. Por otra parte, los pueblos de aquella parte del litoral están bastante próximos los unos de los otros. Es raro que los separen más de cuatro o cinco leguas. Por lo tanto, se podría fácilmente descansar o abastecerse, admitiendo que el impaciente Ahmet les acordase algunas horas de reposo, y sobre todo, que los duckhans de las aldeas estuviesen suficientemente abastecidos.

—En marcha —repitió Ahmet después de su tío, que ya se había colocado en la araba.

En aquel momento Bruno se aproximó a Van Mitten, y con un tono grave, casi imperioso, dijo:

—¿Y la proposición que debéis hacer al señor Kerabán?

—No he encontrado ocasión —respondió evasivamente Van Mitten—. Por otra parte, no me parece muy dispuesto…

—¿Así es que vamos a ir ahí dentro? —repuso Bruno señalando al araba, con un gesto de profundo desdén.

—Sí…, provisionalmente.

—Pero ¿cuándo os decidiréis a pedir ese dinero del que depende nuestra libertad?

—En el próximo pueblo —respondió Van Mitten.

—¿En el próximo pueblo?

—Sí, en Archawa.

Bruno movió la cabeza en señal de desaprobación y se instaló detrás de su amo, en el fondo de la araba.

La pesada carreta partió al trote de sus caballos por las pendientes del camino.

El tiempo dejaba bastante que desear. Nubes de peligrosa apariencia se agrupaban en el Oeste. Se apercibían en el horizonte señales ciertas de tempestad. Aquella porción de la costa, azotada de lleno por las corrientes atmosféricas, no debía de ser muy fácil de seguir; pero no se puede dominar al tiempo, y los fieles fatalistas de Mahoma saben cogerlo según viene. Por otra parte, era de temer que el mar Negro no continuase justificando largo tiempo su nombre griego de Ponto Euxino, «el muy hospitalario», sino su nombre turco de Kara Dequitz, que es de menos buen augurio.

Felizmente, no era la parte elevada y montañosa del Ayaristán la adoptada para el itinerario. Allí los caminos faltaban en absoluto, y es preciso aventurarse a través de bosques intactos al hacha del leñador. El paso de la araba hubiese sido completamente imposible. Pero la costa es mucho más practicable, y el camino jamás falta de un pueblo a otro. Circula entre árboles frutales, bajo las sombras de rosales, castaños, entre zarzales de laurel y rosas de los Alpes, enredados por los inextrincables sarmientos de la vid silvestre.

Por otra parte, si aquel confín del Ayaristán ofrece un paso bastante fácil a los viajeros, no sucede lo mismo en su parte baja. Allí se extienden pantanos pestilenciales; allí reina el tifus en estado endémico desde el mes de agosto hasta el de mayo. Por dicha para Kerabán y los suyos, estaban en setiembre, y su salud no corría peligro. Fatigas, sí; enfermedades, no. Porque si no enfermaban nunca, tampoco descansaban. Y cuando el más terco de los turcos razonaba así, ¿qué podían responderle sus compañeros?

La araba se detuvo en Archawa, hacia las nueve de la mañana. Se dispusieron para partir una hora después, sin que Van Mitten hubiese encontrado la ocasión de decir ni una sola palabra de sus proyectos al testarudo Kerabán.

De aquí la pregunta que Bruno hizo a su señor:

—Y bien, señor, ¿está ya hecho…?

—No, Bruno, todavía no.

—Pero, será tiempo de…

—¡En el próximo pueblo!

—¿En el próximo pueblo?

—Sí, en Witse.

Y Bruno, que bajo el punto de vista pecuniario dependía de su amo como su amo de Kerabán, se colocó en la araba, no sin disimular esta vez su mal humor.

—¿Qué le sucede a ese hombre? —preguntó Kerabán.

—Nada —respondió Van Mitten, para cambiar la conversación—; algo fatigado tal vez.

—¡Él! —replicó Kerabán—. Pues tiene buen semblante; me parece que engorda.

—¿Yo? —exclamó Bruno.

—Sí, tiene disposiciones para llegar a ser un bello y buen turco, de majestuosa corpulencia.

Van Mitten cogió por el brazo a Bruno que iba a contestar a aquel cumplimiento tan inoportunamente dicho, y Bruno se calló.

Sin embargo, la araba se mantenía en buena dirección. Sin los vaivenes que provocaban las violentas sacudidas en el interior, que se traducían por contusiones más desagradables que dolorosas, no hubiera habido por qué quejarse.

El camino no estaba desierto. Algunos ayaristanos le recorrían descendiendo las pendientes de los Alpes Pónticos para las necesidades de su industria o de su comercio. Si Van Mitten hubiese estado menos

preocupado con su interpelación, podría haber anotado en su cuaderno las diferencias de indumentarias que existen entre los caucasianos y los ayaristos. Una especie de gorro frigio, cuyas bandas rodean la cabeza, sustituye el casquete georgiano. Sobre el pecho de aquellos montañeses, grandes, bien formados, de tez blanca, elegantes y esbeltos, se separan las dos cartucheras, dispuestas como los tubos de una flauta de Dios Pan. Un fusil de cañón corto, un puñal de larga hoja fijo en un cinturón bordado de cobre, constituyen su habitual armamento.

Algunos acemileros seguían también el camino conduciendo a las próximas aldeas marítimas las producciones en frutos de todas clases, que se recogen en la zona media.

En suma, si el tiempo hubiese estado más seguro y el cielo menos amenazador, los viajeros no hubieran tenido por qué quejarse del viaje, aun hecho en aquellas condiciones.

A las once de la mañana llegaron a Witse, situada sobre el antiguo Pyxites, cuyo nombre griego Box está suficientemente justificado por la abundancia de aquel vegetal en sus alrededores. Allí almorzaron brevemente, demasiado brevemente para Kerabán, que aquella vez dio un gruñido de mal humor.

Van Mitten no encontró todavía la ocasión favorable para hablarle de su proyecto. Y en el momento de partir, Bruno, llevándolo aparte, le dijo:

—¿Y bien, señor?

—Pues bien, Bruno, en el próximo pueblo.

—¿Cómo?

—¡Sí, en Artachen!

Y Bruno, apurada la paciencia de tal debilidad, se colocó gruñendo en el fondo de la araba, mientras su amo echaba una ojeada a aquel romántico paisaje en donde se hallaba toda la limpieza holandesa unida a la belleza italiana.

En Artachen sucedió lo propio que en Witse y en Archawa. Se hizo el relevo a las tres de la tarde: partieron a las cuatro; pero por una seria reclamación de Bruno, que no le permitía temporizar, su señor se dispuso

a hacer su demanda antes de llegar al pueblo de Atina, donde se había convenido que se pasaría la noche.

Faltaban cinco leguas para llegar al pueblo (lo que haría ascender a quince las recorridas aquel día). Verdaderamente no era poco para una sencilla carreta; pero la lluvia, que amenazaba caer, iba a retardarla haciendo el camino menos practicable.

Ahmet veía no sin inquietud el período de mal tiempo acercarse con obstinación. Las nubes plomizas se ensanchaban. La pesada atmósfera hacía difícil la respiración. Verdaderamente, por la tarde o por la noche una tormenta se desharía en mares de agua. Después de los primeros relámpagos, el espacio, profundamente turbado por las descargas eléctricas, sería barrido por borrascosos golpes, y la tormenta no se desencadenaría sin que los vapores se resolviesen en lluvia.

Sólo tres viajeros podían ocupar la araba. Ni Ahmet ni Nizib podrían buscar un abrigo bajo su toldo, que por otra parte no resistiría a los asaltos de la tormenta. Así que, tanto para irnos como para otros, era urgente llegar al próximo pueblo.

Dos o tres veces sacó Kerabán la cabeza fuera del toldo y miró al cielo, que se cargaba más de nubes.

—¡Mal tiempo! —dijo.

—Sí, tío —respondió Ahmet—. ¡Si pudiésemos llegar al relevo antes que la tempestad estallase!

—Cuando la lluvia comience a caer te reunirás con nosotros en la carreta.

—¿Y quién me cederá su sitio?

—Bruno —dijo Kerabán—; ese buen hombre llevará tu caballo…

—Cierto —añadió vivamente Van Mitten, que hubiera hecho mal en rehusar… por su fiel servidor.

Pero lo cierto es que no le miró al dar esta respuesta. No se hubiera atrevido. Bruno tenía que contenerse, por lo bien que le defendía su señor.

—Lo mejor es apresurarnos —repuso Ahmet—. Si la tempestad se

desencadena, el toldo de la araba se mojará hasta no servir de abrigo.

—Apresura los caballos —dijo Kerabán al postillón— y que no escaseen los latigazos.

En efecto, el postillón, que no tenía menos deseos de llegar a Atina, no los escaseaba. Pero los pobres animales, rendidos por la pesadez de la atmósfera, no podían mantenerse al trote sobre un camino no nivelado todavía por el macadam.

¡Cuándo debieron envidiar Kerabán y los suyos al tchapar, cuyo equipaje cruzó cerca de la araba, hacia las siete de la noche! Era el correo inglés, que todas las semanas transporta a Teherán los despachos de Europa. No empleaba más de doce horas para el trayecto de Trebisonda a la capital de Persia, con los dos o tres caballos que le arrastraban y algunos zapties que le escoltan. Pero en los relevos les dan la preferencia antes que a cualquier viajero, y Ahmet debió de temer que al llegar a Atina no encontrasen caballos frescos.

Felizmente, este pensamiento no le ocurrió a Kerabán.

Hubiera tenido una ocasión muy natural de quejarse de nuevo, y la hubiera aprovechado sin duda.

Por otra parte, tal vez buscase esta ocasión. Pues bien, la encontró por fin, en Van Mitten.

El holandés, no pudiendo retroceder ante las promesas hechas a Bruno, se arriesgó por fin, entrando en la cuestión poco a poco. El mal tiempo que amenazaba le pareció ser una excelente excusa para entrar en materia.

—Amigo Kerabán —dijo, primeramente, con el tono de un hombre que en vez de dar un consejo hace una pregunta—, ¿qué pensáis del estado de la atmósfera?

—¿Qué es lo que pienso…?

—Sí… Ya sabéis que estamos en el equinoccio de otoño, y es de temer que nuestro viaje no esté tan favorecido durante su segunda parte como durante la primera.

—Pues bien, estaremos menos favorecidos, he aquí todo —respondió

Kerabán secamente—. No tengo poder suficiente para poder modificar a mi gusto las condiciones atmosféricas. Yo no mando a los elementos, Van Mitten.

—No…, evidentemente —replicó el holandés, sin alterarse—. ¡No es eso lo que quiero decir, mi digno amigo!

—Entonces, ¿qué es lo que queréis decir?

—Que, después de todo, esto tal vez no sea más que un conato de tempestad o una tempestad pasajera…

—Todas las tempestades pasan, Van Mitten; duran más o menos tiempo…, como las discusiones, pero pasan… Y el buen tiempo las sucede…, naturalmente.

—A menos —observó Van Mitten— que la atmósfera esté cargada… Si no estuviésemos en el período del equinoccio…

—Cuando se está en el equinoccio —respondió Kerabán— es necesario resignarse. Yo no puedo hacer que no estemos en el equinoccio… Parece, Van Mitten, que me lo reprocháis…

—¡No…! Os aseguro…, reprocharos… Yo, amigo Kerabán —respondió

Van Mitten.

La cosa iba mal, esto era evidente. Tal vez, si Bruno no se hubiese hallado a sus espaldas, en donde escuchaba la conversación, Van Mitten hubiese abandonado aquel peligroso diálogo para reanudarlo más tarde. Pero no había medio de retroceder.

Kerabán, interpelándole de una manera directa, le dijo, frunciendo las cejas:

—¿Qué tenéis, Van Mitten? Creeríase que tenéis algo que decirme…

—¿Yo?

—¡Sí, vos! ¡Veamos! ¡Explicaos francamente! ¡No me gustan las personas que ponen mala cara sin saber por qué!

—¿Yo, poneros mala cara?

—¿Tenéis algo que reprocharme? Si os he convidado a comer a Scutari,

¿no os conduzco a Scutari? ¿Tengo la culpa de que hayan roto mi carruaje en esa maldita vía férrea?

¡Oh, sí, tenía la culpa, y nadie más que él! Pero el holandés se guardó bien de decírselo.

—¿Tengo la culpa si el mal tiempo nos amenaza, cuando no tenemos por todo vehículo más que una araba? ¡Veamos, hablad!

Van Mitten, turbado, no sabía qué responder. Se contentó, pues, con preguntar a su compañero si contaba quedarse, fuese en Atina o Trebisonda, en el caso en que el mal tiempo hiciese el viaje muy difícil.

—Difícil no quiere decir imposible, ¿no es verdad? —respondió Kerabán—; y como espero llegar a Scutari para el último de este mes, continuaremos nuestro camino, aunque todos los elementos se conjuren contra nosotros.

Van Mitten hizo un esfuerzo para concentrar todo su coraje, y formuló, no sin una evidente vacilación en la voz, su famosa proposición.

—Pues bien, amigo Kerabán —dijo—, si no os contrariara, os pediría para

Bruno y para mí el permiso…, sí… el permiso de permanecer en Atina.

—¿Me pedís el permiso de quedaros en Atina…? —respondió Kerabán, recalcando cada sílaba.

—Sí…, el permiso…, la autorización…, porque no quisiera hacer nada sin vuestro permiso…, para… para…

—Para separamos, ¿no es verdad?

—¡Oh!, temporalmente… sólo temporalmente… —a��adió Van Mitten—. Estamos muy fatigados Bruno y yo. Preferiríamos volver a Constantinopla…, sí…, por mar…

—¿Por mar?

—Sí…, amigo Kerabán… ¡Oh!, ya sé que no os gusta el mar… No digo esto por contrariaros… Comprendo muy bien que la idea de hacer una travesía os desagrada… Así, encuentro muy natural que continuéis

siguiendo el camino del litoral… Pero el cansancio comienza a rendirme, esta soledad tan penosa…, y…, bien mirado, Bruno adelgaza…

—¡Ah…!, Bruno adelgaza —dijo Kerabán sin volverse siquiera hacia el infortunado servidor, que con mano febril mostraba sus vestidos flotando sobre su adelgazado cuerpo.

—Y éstas son las causas, amigo Kerabán —respondió Van Mitten—, por las que os ruego nos permitáis quedarnos en Atina, desde donde iremos a Europa en condiciones más aceptables. Os lo repito, nos encontraremos en Constantinopla…, o mejor dicho, en Scutari, sí…, en Scutari, y no seré yo quien me haga esperar para el matrimonio de mi joven Ahmet.

Van Mitten había dicho todo lo que quería decir. Esperaba la respuesta de Kerabán. ¿Habría una simple aceptación de aquella propuesta, o bien estallaría el turco en un acceso de cólera?

El holandés bajaba la cabeza sin osar levantar los ojos a su terrible compañero.

—Van Mitten —respondió Kerabán, con tono más tranquilo de lo que se pudiera esperar—, Van Mitten, admitiréis que vuestra proposición debe extrañarme y hasta ser suficiente para provocar…

—Amigo Kerabán… —exclamó Van Mitten, que en las palabras del turco creyó advertir la inminencia de su cólera.

—Dejadme acabar, os lo ruego —dijo Kerabán—. Podéis pensar que no puedo ver esta separación sin un verdadero disgusto. Añado que no esperaba esto de un corresponsal unido a mí por treinta años de negocios…

—¡Kerabán! —dijo Van Mitten.

—¡Eh! ¡Por Alá, dejadme acabar! —exclamó Kerabán, que no pudo contener aquel movimiento tan natural en él—. Pero, después de todo, Van Mitten, sois libre. No sois ni pariente mío, ni mi criado. No sois más que mi amigo, y un amigo puede permitírselo todo, aun romper los lazos de una antigua amistad.

—¡Kerabán…, mi querido Kerabán…! —respondió Van Mitten, vencido por aquel reproche.

—¡Os quedaréis en Atina, si os place quedaros en Atina, o en Trebisonda, si preferís Trebisonda!

Y entonces Kerabán se recostó en su rincón como hombre que no tiene a su lado más que personas Indiferentes y extrañas, a quienes solamente la casualidad ha hecho compañeras de viaje.

En suma, si Bruno estaba encantado de la dirección que habían tomado las cosas, Van Mitten dejaba de estar muy incomodado después de haber proporcionado aquel disgusto a su amigo. Pero, en fin, había logrado su objeto, aunque por un momento le ocurrió la idea de retirar su proposición. Por otra parte, Bruno estaba allí.

Quedaba por resolver la cuestión del dinero, es decir, el préstamo que tenía que solicitar, bien fuese para permanecer durante algún tiempo en el país, o bien para continuar el viaje en otras condiciones. No podía haber dificultad: la importante cantidad que pertenecía a Van Mitten por su casa de Rotterdam iba a ser depositada en breve en el Banco de Constantinopla, y, por lo tanto Kerabán se rembolsaría de la suma prestada por medio de un cheque que el holandés le extendería.

—Amigo Kerabán —dijo Van Mitten, después de algunos minutos de silencio no interrumpido por nadie.

—¿Qué más tenéis que decirme, señor? —preguntó Kerabán, como si contestase a algún importuno.

—En llegando a Atina… —repuso Van Mitten, a quien la palabra «señor»

había llegado al corazón.

—Pues bien, en llegando a Atina —respondió Kerabán— nos separaremos… ¡Está convenido!

—¡Sí, sin duda…, Kerabán!

¡Verdaderamente, no osó decir: amigo Kerabán!

—Sí…, sin duda… Pero antes tengo que rogaros que me prestéis algún dinero…

—¡Dinero! ¿Qué dinero…?

—Una pequeña suma… que os devolveré… en Constantinopla…

—¿Una pequeña suma?

—Ya sabéis que he partido casi sin dinero… y como os habéis encargado generosamente de los gastos de viaje…

—Esos gastos me corresponden.

—¡Sea…! No quiero discutir…

—¡No os hubiera dejado gastar ni una sola libra —respondió Kerabán—; ni una!

—Os estoy muy reconocido —respondió Van Mitten—; pero hoy no me queda ni un solo para, y me veo obligado…

—No tengo dinero que prestaros —respondió secamente Kerabán—. ¡No me queda más que lo suficiente para concluir nuestro viaje!

—Sin embargo…, me daréis…

—¡Nada, os he dicho!

—¿Cómo…? —dijo Bruno.

—¡Incluso Bruno se permite hablar…! —dijo Kcrabán con un tono lleno de amenazas.

—Sin duda —replicó Bruno.

—Cállate, Bruno —dijo Van Mitten, que no quería que aquella intervención de su sirviente pudiese estropear la cuestión. Bruno se calló.

—Mi querido Kerabán —repuso Van Mitten—; después de todo, no se trata más que de una suma relativamente pequeña que me permitirá residir algunos días en Trebisonda.

—¡Pequeña o no, señor —dijo Kerabán—, no aguardéis nada de mi!

—¡Mil piastras serán suficientes…!

—¡Ni mil, ni ciento, ni diez, ni una! —respondió Kerabán, que comenzaba a encolerizarse.

—¿Qué? ¿Nada?

—¡Nada!

—Pero, entonces…

—Entonces no os resta más que continuar el viaje con nosotros, señor Van Mitten. No os faltará nada. Pero en cuanto a prestaros unas piastras, un para, medio para, y permitiros pasear a vuestro gusto… jamás.

—¿Jamás…?

—¡Jamás!

El modo con que aquel «jamás» fue pronunciado, era lo bastante para que comprendiesen Van Mitten y aún Bruno que la resolución del testarudo era irrevocable. Cuando decía no, ¡eran diez veces no!

Van Mitten quedó particularmente herido por aquella negativa de Kerabán. En cuanto a Bruno, estaba abrumado. ¿Verse obligado a viajar en aquellas condiciones y tal vez en peores todavía? Sería necesario proseguir aquel absurdo camino, aquel insensato itinerario, en carro, a caballo, a pie…

¡Quién sabe!

¡Y todo esto por conveniencia de un testarudo osmanlí, ante el que temblaba su señor! Sería necesario perder, en fin, lo poco que le quedaba de vientre, mientras Kerabán, a despecho de las contrariedades y fatigas, continuaría en una redondez majestuosa!

Sí, pero ¿qué hacer? Así es que Bruno, no teniendo otro recurso que gruñir, se puso a hacerlo en un rincón. Por un momento pensó en quedarse solo y abandonar a Van Mitten a todas las consecuencias de semejante tiranía. Mas la cuestión del dinero se anteponía a él, como se había antepuesto a su señor, quien no tenía ni aún para pagar sus gastos. Por lo tanto, ¡era necesario seguirle!

Durante aquellas discusiones, la araba caminaba penosamente. El cielo, horriblemente cargado, parecía confundirse con el mar. Los ensordecedores bramidos de la resaca indicaban que el mar se iba

alborotando. En el horizonte, el viento soplaba ya tempestuosamente.

El postillón apresuraba los caballos. Los pobres animales andaban penosamente. Ahmet les excitaba por su parte, tanto deseo tenía de llegar a Atina; pero no cabía la menor duda de que les alcanzase la tempestad.

Kerabán, con los ojos cerrados, no hablaba ni una palabra. Aquel silencio no le gustaba a Van Mitten, que hubiese preferido alguna barbaridad de su antiguo amigo. Sentía todo el rencor que éste debía guardar contra él. ¡Y si alguna vez estallaba, sería horrible! Así es que Van Mitten no se calló, y aproximándose a la oreja de Kerabán, de modo que Bruno no le oyese, dijo:

—Amigo Kerabán…

—¿Qué hay? —preguntó Kerabán.

—¿Cómo he podido ceder a la idea de abandonaros ni por un momento?

—repuso Van Mitten.

—Sí… ¿Cómo?

—¡Verdaderamente, no lo comprendo!

—¡Ni yo! —respondió Kerabán.

Esto fue todo; mas la mano de Van Mitten buscaba la de Kerabán, que acogió aquel arrepentimiento con un buen apretón de manos, del que los dedos del holandés debían llevar largo tiempo la señal.

Eran entonces las nueve de la noche. Ésta se iba haciendo muy sombría. La tempestad acababa de estallar con extrema violencia. La borrasca llegaba a ser tan fuerte, que muchas veces se temió que la araba fuese arrastrada a la costa. Los caballos, aterrorizados, se detenían a cada momento, se encabritaban, retrocedían, y el postillón no podía sujetarlos fácilmente.

¿Qué sucedería en aquellas circunstancias? No podían detenerse, sin ningún abrigo, en aquel derrumbadero, azotado por los vientos del Oeste. Faltaba todavía media hora para llegar a Atina.

Ahmet, muy inquieto, no sabía qué partido tomar, cuando al doblar un

recodo del camino un vivo resplandor apareció, como a un tiro de fusil. Era la luz del faro de Atina, construido sobre un precipicio, antes del pueblo, y que proyectaba una luz bastante intensa en medio de la oscuridad.

Ahmet tuvo la idea de pedir para aquella noche hospitalidad a los guardianes, que debían estar en su puesto.

Llamó a la puerta de la caseta construida al pie del faro.

Algunos instantes después Kerabán y sus compañeros no hubieran podido resistir a los ataques de la tempestad.