Capítulo III

Capítulo III

EN EL QUE BRUNO HACE A SU CAMARADA NIZIB UNA MALA JUGADA, QUE EL LECTOR PERDONARÁ

Una casa de madera dividida en dos habitaciones con ventanas que daban al mar, una torre también de madera, alta como de sesenta pies, soportando un aparato de catóptrica, es decir, una linterna de reflectores, tal era el faro de Atina y sus dependencias. Nada más rudimentario.

Pero, tal como era, esta luz prestaba grandes servicios a la navegación en medio de aquellos parajes. Su construcción no databa más que de algunos años. Así, antes que los peligrosos pasos del pequeño puerto de Atina que se extiende más al Oeste se abriesen, ¡cuántas embarcaciones habían fondeado en aquella especie de saco del continente asiático! Bajo el impulso de las brisas del Norte y del Oeste, un barco de vapor apenas puede navegar, a pesar de los esfuerzos de la máquina.

Dos guardianes se instalaron continuamente en la caseta de madera construida al pie del faro: su primera habitación les servía de sala común; una segunda contenía los dos catres, que no ocupaban jamás los dos, estando uno de ellos de guardia cada noche, tanto para el cuidado de la luz como para el servicio de señales, cuando alguna embarcación se aventuraba sin piloto en los pasos de Atina.

A los golpes de fuera, la puerta de la caseta se abrió. Kerabán, bajo el violento impulso del huracán (¡él mismo era el huracán!), entró precipitadamente, seguido de Ahmet, de Van Mitten, de Bruno y Nizib.

—¿Qué queréis? —dijo uno de los guardas, al que se reunió su compañero, despertado por el ruido.

—Hospitalidad por esta noche —respondió Ahmet.

—¿Hospitalidad? —repuso el guarda—. Si no es más que un abrigo lo que buscáis, esta casa está abierta.

—Un abrigo, para aguardar el día —respondió Kerabán—, algo con que aplacar nuestro apetito.

—Sea —dijo el guarda—; pero mejor hubierais estado en cualquier posada de Atina.

—¿A qué distancia se halla ese pueblo? —preguntó Van Mitten.

—A media legua de aquí —respondió el guarda.

—¡Andar media legua con este horrible tiempo! —exclamó Kerabán—.

¡No, mis bravos compañeros, no…! ¡He aquí bancos sobre los que podremos pasar la noche…! Si nuestra araba y nuestros caballos pueden abrigarse detrás de vuestra caseta, será todo lo que nos hace falta… Mañana, cuando sea de día, iremos a Atina, y que Alá nos ayude para encontrar algún vehículo más conveniente…

—Más rápido, sobre todo —añadió Ahmet.

—Y menos rudo —murmuró Bruno entre dientes.

—… Que esta araba, de la que no podemos hablar mal —replicó Kerabán, que arrojó una severa mirada al rencoroso sirviente de Van Mitten.

—Señor —repuso el guarda—, os repito que nuestras habitaciones están a vuestra disposición. ¡Cuántos viajeros han buscado asilo contra el tiempo, y se han contentado…!

—Por eso nosotros sabemos contentamos también —respondió Kerabán.

Y dicho esto los viajeros tomaron precauciones para pasar la noche en aquella caseta. En todo caso, no podían menos de felicitarse por haber encontrado semejante refugio, que por poco confortable que fuese les guarnecería del viento y la lluvia.

Es muy bueno dormir, cuando al sueño precede una comida por poco confortable que sea.

Naturalmente, Bruno fue quien hizo esta observación, recordando que las provisiones de la araba se habían concluido.

—Vamos a ver —preguntó Kerabán—, ¿qué tenéis que ofrecernos, mis bravos guardianes, pagando, se entiende?

—Bueno o malo —respondió uno de los guardas—, tenemos todo lo que hay, y todas las piastras del tesoro imperial no os harían encontrar aquí otra cosa que lo poco que nos queda de las provisiones del faro.

—Será suficiente —respondió Ahmet.

—¡Sí! ¡Habrá bastante! —murmuró Bruno, cuyos dientes se alargaban al pensar en una verdadera comida.

—Pasad a la otra habitación —respondió el guarda—. Lo que hay sobre la mesa está a vuestra disposición.

—Y Bruno nos servirá —respondió Kerabán—, mientras Nizib irá a ayudar al postillón a refugiar lo mejor posible de la lluvia y el viento a nuestra araba y sus caballos.

A una señal de su amo, Nizib salió de allí a disponerlo todo lo mejor posible.

Al mismo tiempo, Kerabán, Van Mitten y Ahmet, seguidos de Bruno, entraban en la segunda habitación y se colocaban delante de un hogar, con madera ardiendo, cerca de una pequeña mesa. Allí, en toscos platos, se encontraban algunos restos de carne, a los que hicieron honor nuestros viajeros. Bruno los miraba comer tan ávidamente, que parecía pensar que comían demasiado.

—Pero, no hay que olvidar a Bruno y a Nizib —dijo Van Mitten después de un cuarto de hora de un trabajo de masticación, que al servidor del holandés le parecía interminable.

—Cierto —respondió Kerabán—; no hay razón para que se mueran de hambre más que sus amos.

—En realidad, es un buen hombre —murmuró Bruno.

—No es necesario tratarlos como a los cosacos —añadió Kerabán—. ¡Ah!,

¡los cosacos…! Ahorcaría a un centenar.

—¡Oh! —dijo Van Mitten.

—Ahorcaría a mil, a diez mil, a cien mil —añadió Kerabán, sacudiendo a su amigo con vigorosa mano—. Mas la noche avanza. Vamos a dormir.

—Sí, será mejor —respondió Van Mitten, que con aquel intempestivo

«¡oh!» hubiera preferido provocar a una gran parte de las tribus nómadas del Imperio moscovita.

Kerabán, Van Mitten y Ahmet volvieron a la primera habitación en el momento en que Nizib se reunía a Bruno para comer con él. Allí envueltos en sus mantas, echados sobre los bancos, los tres buscaron en el sueño el descanso de aquella tempestuosa noche. Pero les sería difícil, sin duda, dormir en aquellas condiciones.

Sin embargo, Bruno y Nizib, sentados a la mesa uno delante del otro, se disponían a terminar concienzudamente con lo que quedaba en los platos y en el fondo de las cazuelas. (Bruno siempre muy dominante con Nizib, y Nizib muy deferente con Bruno).

—Nizib —dijo Bruno—, por mi parte creo que cuando los señores han comido los sirvientes tienen derecho a comerse las sobras.

—Bruno, ¿tenéis siempre hambre? —preguntó Nizib.

—Yo, siempre, Nizib, sobre todo cuando hace doce horas que no he probado bocado.

—¡No lo parece!

—¡No lo parece…! ¡Pero no veis, Nizib, que he adelgazado lo menos diez libras desde hace ocho días! Con mi traje, que me ha llegado a estar muy holgado, podría vestirse un hombre dos veces más grueso que yo.

—¡Verdaderamente, es muy singular lo que os pasa, señor Bruno! ¡Yo, por el contrario, engordo con este régimen!

—¡Ah, conque engordas…! —murmuró Bruno, que miró a su compañero de reojo.

—Veamos lo que hay en ese plato —dijo Nizib.

—¡Hum! —dijo Bruno—. No queda gran cosa… ¡Y cuando apenas hay

para uno, es seguro que no hay para dos!

—¡En viaje es necesario saber contentarse con lo que se encuentra, señor

Bruno!

—¡Ah, te haces el filósofo! —se dijo Bruno—. ¡Ah, te permites engordar…! Y atrayendo hacia sí el plato de Nizib, dijo:

—¡Eh!, ¿qué diablos os habéis servido?

—No sé, pero se parece mucho a un pedazo de carnero —respondió

Nizib, que volvió a coger su plato.

—¿Carnero…? —exclamó Bruno—. ¡Eh, Nizib, tened cuidado…! ¡Creo que os equivocáis!

—Lo veremos —dijo Nizib, llevándose a la boca un pedazo que acababa de coger con el tenedor.

—¡No, no…! —respondió Bruno cogiéndole de la mano—. ¡No os apresuréis! ¡Por Mahoma, como vos decís, me temo que esto sea carne de un animal inmundo!

—¿Creéis eso, señor Bruno?

—Permitidme asegurarme, Nizib.

Y Bruno hizo pasar a su plato el pedazo de carne escogido por Nizib; después, bajo pretexto de probarlo, le hizo desaparecer en algunos bocados.

—¿Y bien? —preguntó Nizib, no sin cierta inquietud.

—Pues bien —respondió Bruno—, ¡no me engañaba…! ¡Es cerdo…!

¡Horror! ¡Ibais a comer cerdo!

—¿Cerdo? —exclamó Nizib—. ¿Está prohibido…?

—Absolutamente.

—Pero, me había parecido…

—¡Qué diablo, Nizib! ¡Os podéis fiar completamente de un hombre que conoce eso mejor que vos!

—¡Entonces, señor Bruno…!

—Entonces, en vuestro lugar, me contentaría con ese pedazo de queso de cabra.

—¡Está seco! —respondió Nizib.

—¡Sí…, pero tiene un excelente sabor!

Y Bruno colocó el queso delante de su camarada. Nizib comenzó a comer, no sin hacer aspavientos, mientras el otro acababa a grandes bocados el manjar más sustancial, impropiamente calificado por él, de cerdo.

—A vuestra salud, Nizib —dijo, sirviéndose un vaso lleno del contenido de una vasija.

—¿Qué bebida es ésa? —preguntó Nizib.

—¡Hum…! ���dijo Bruno—. Me parece…

—¿Qué? —dijo Nizib tendiendo su vaso.

—Que hay un poco de aguardiente ahí dentro… —respondió Bruno—, y un buen musulmán no puede permitirse…

—Sin embargo, yo no puedo comer sin beber.

—¡Sin beber… no! ¡He aquí en esta vasija agua fresca, con la que os tendréis que contentar, Nizib! ¡Sois felices vosotros los turcos, de estar tan acostumbrados a tan saludable bebida!

Y mientras Nizib bebía:

—Engorda —murmuraba Bruno—, engorda, mucho… engorda…

Pero he aquí que Nizib, al volver la cabeza, percibió otro plato situado sobre la chimenea, y en el que quedaba todavía un pedazo un carne de apetitoso temblante.

—¡Ah! —exclamó Nizib—, veo algo para comer…

—Sí…, esta vez, Nizib —respondió Bruno—, nos lo vamos a repartir como buenos compañeros… Verdaderamente no merece la pena que comáis ese queso le cabra.

—¡Esto debe de ser camero, señor Bruno!

—Así lo creo, Nizib.

Y Bruno, atrayendo el plato hacia sí, comenzó a cortar el pedazo, al que

Nizib devoraba con los ojos.

—¡Y bien! —dijo.

—Sí…, carnero —respondió Bruno—; debe de ser carnero… ¡Por otra parte, hemos encontrado tantos rebaños de esos interesantes cuadrúpedos en nuestro camino…! ¡Es de creer que no haya más que cameros en este país!

—¿Y bien…? —dijo Nizib tendiendo ansiosamente su plato.

—¡Aguardad…, Nizib…, aguardad…! En interés vuestro, vale más que me asegure… Comprenderéis que aquí…, a algunas leguas solamente de la frontera…, pueden seguirse las costumbres rusas… ¡Y los rusos…, es necesario desconfiar!

—Os repito, señor Bruno, que esta vez no hay error posible.

—No… —respondió Bruno, que acababa de probar el nuevo manjar—; es carnero, y, sin embargo…

—¿Eh…? —dijo Nizib.

—Se diría… —respondió Bruno, comiéndose bocado tras bocado los trozos que había puesto en su plato.

—¡No tan de prisa, señor Bruno!

—¡Hum…! ¡Sí, es camero…! ¡Y, sin embargo, tiene un sabor tan especial!

—¡Ah…, yo lo sabré…! —exclamó Nizib, que a pesar de su calma comenzaba a picarse.

—¡Tened cuidado, Nizib, tened cuidado!

Y al decir esto, Bruno hacía desaparecer precipitadamente los últimos trozos de carne.

—Finalmente, ¿qué, señor Bruno?

—Nizib…, finalmente…, me he cerciorado… ¡Tenéis razón esta vez!

—¿Era camero?

—¡Verdadero camero!

—¡El que vos habéis devorado…!

—¿Devorado, Nizib…? ¡Ah! He aquí una palabra que yo no podría admitir… ¿Devorado…? ¡No…! ¡Lo he probado solamente!

—¡Y yo he hecho una bonita comida! —replicó Nizib con tono algo burlón—. Me parece, señor Bruno, que bien me hubierais podido dejar mi parte y no comerlo todo, para aseguraros si era…

—Carnero, en efecto, Nizib. Mi conciencia me obliga…

—¡Decid vuestro estómago!

—¡A reconocerlo…! ¡Después de todo, no hay por qué incomodarse, Nizib!

—¡Sí, señor Bruno, sí lo hay!

—¡No hubierais podido comer eso!

—¿Y por qué?

—Porque ese carnero estaba mechado con tocino, Nizib, ¿entendéis bien…? Mechado con tocino… ¡Y ese tocino no es ortodoxo!

Entonces Bruno se levantó de la mesa frotando su estómago como hombre que ha comido bien; después entró en la sala seguido del desconfiado Nizib.

Kerabán, Ahmet y Van Mitten, echados sobre los bancos de madera, no habían podido todavía conciliar el sueño. La tempestad redoblaba

entonces. Las paredes de madera crujían bajo sus rudos golpes. Podía temerse que el faro quedara destruido totalmente. El viento sacudía la puerta y las ventanas, tanto, que fue necesario atarlas sólidamente. Pero según las sacudidas de la torre, cuya base estaba empotrada en el suelo, se suponía que la violencia de la borrasca se hallaba a cincuenta pies sobre el techo. ¿Resistiría el faro a aquella impetuosidad, continuaría la luz alumbrando los pasos de Atina, en donde el mar debía de estar embravecido? Eran entonces las once y media de la noche.

—¡No es posible dormir aquí! —dijo Kerabán, que se levantó y recorrió pausadamente la habitación.

—No —respondió Ahmet—, y si la furia del huracán aumenta todavía hay que temer por esta casa. Creo que no será malo prepararse a todo lo que pueda acontecer.

—¿Dormís, Van Mitten? ¿Podéis dormir? —preguntó Kerabán. Y fue a despertar a su amigo.

—Dormitaba —respondió Van Mitten.

—¡He aquí lo que pueden las naturalezas sosegadas! ¡Aquí, en donde nadie podría recobrar un instante de reposo, un holandés encuentra un momento para dormir!

—¡Jamás he visto noche semejante! —dijo uno tic los guardas—. El viento redobla su velocidad ¡y quién sabe si mañana las rocas de Atina no estarán cubiertas de restos de algún naufragio!

—¿Es que hay algún buque a la vista? —preguntó Ahmet.

—No… —respondió el guarda—; por lo menos antes de ponerse el sol. Cuando subí al faro para encender la luz, no percibí nada en el horizonte. Felizmente, porque los pasos de Atina son malos, y aún con esta luz que los alumbra hasta cinco millas del puerto, es difícil pasarlos.

En aquel momento una ráfaga de aire abrió violentamente la puerta.

Pero Kerabán se había precipitado hacia la puerta, la había detenido, por decirlo así, había luchado contra el viento, y llegó a cerrarla con la ayuda del guarda.

—¡Qué testaruda! —exclamó—. ¡Pero yo lo he sido más que ella!

—¡Qué terrible tempestad! —exclamó Ahmet.

—¡Terrible, en efecto! —respondió Van Mitten—; una tempestad casi comparable a las que azotan nuestras costas de Holanda, después de haber atravesado el Atlántico.

—¡Oh! —dijo Kerabán—, casi comparable.

—¿Qué pensáis, amigo Kerabán? Son tempestades que vienen de

América a través de todo el Océano.

—¿Puede compararse el furor del Océano, Van Mitten, al del mar Negro?

—Amigo Kerabán, no quisiera contrariaros, pero verdaderamente…

—¡Verdaderamente, buscáis contrariarme! —respondió Kerabán, que no estaba de muy buen humor.

—¡No…! Digo solamente…

—¿Decís?

—Que comparado con el Océano, con el Atlántico, el mar Negro, propiamente hablando, no es más que un lago.

—¡Un lago! —exclamó Kerabán, alzando la cabeza—. Por Alá, ¡me parece que habéis dicho un lago!

—¡Un vasto lago, si queréis…! —respondió Van Mitten, tratando de modificar sus expresiones—; un inmenso lago… ¡Pero un lago!

—¿Por qué no un estanque?

—¡No he dicho un estanque!

—¿Por qué no un charco?

—¡No he dicho un charco!

—¿Por qué no una jofaina?

—¡Tampoco he dicho una jofaina!

—¡No, Van Mitten, pero lo habéis pensado!

—Os aseguro…

—¡Pues bien, sea, una jofaina…! ¡Pero si algún cataclismo arrojase a vuestra Holanda en esta jofaina, vuestra Holanda se anegaría completamente…! ¡Sí, en una jofaina!

Y repitiendo esta palabra empezó a pasearse por la habitación.

—¡Estoy seguro de no haber dicho jofaina! —murmuraba Van Mitten, completamente aturdido—. Creedlo, mi joven amigo —añadió, dirigiéndose a Ahmet—; esa expresión no se me ha ocurrido siquiera. El Atlántico…

—¡Bueno, señor Van Mitten! —respondió Ahmet—; pero ahora no es tiempo de discutir eso.

—¡Jofaina…! —repetía entre dientes el terco Kerabán.

Se detenía para mirar cara a cara a su amigo, que no osaba tomar la defensa por Holanda, a la que Kerabán amenazaba sepultar bajo las olas del Ponto Euxino.

Durante un hora, la intensidad de la tormenta no hizo más que aumentar. Los guardas, muy inquietos, salían de vez en cuando por la parte de atrás de la caseta para cuidar de la torre de madera, al extremo de la cual oscilaba la linterna. Los huéspedes, rendidos de cansancio, se habían colocado sobre los bancos de la habitación y buscaban un rato de descanso tratando de dormitar.

De repente, hacia las dos de la mañana, señores y criados fueron sacados violentamente de su sueño. Las ventanas, cuyos postigos habían sido arrancados, acababan de volar en pedazos. Esta ascensión no podía por menos de ser peligrosa.

A continuación, tras un breve silencio, un cañonazo se oyó en lontananza.