Capítulo VIII

Capítulo VIII

QUE CONCLUYE DE UNA MANERA INESPERADA, SOBRE TODO PARA EL AMIGO VAN MITTEN

Mientras se efectuaba aquella prueba. Kerabán había llamado aparte a su amigo Van Mitten y a su sobrino Ahmet. He aquí el final del diálogo que cambiaba entre ellos (diálogo en el que el incorregible Kerabán, olvidando su propósito de no obstinarse más, iba a exponer otra vez su manera de ver y hacer).

—¡Eh, amigos —dijo—, ese brujo me parece sencillamente un gran imbécil!

—¿Por qué? —preguntó el holandés.

—Porque, ¿quién impide al culpable, o a los culpables, fingir que acarician a la cabra, que le pasan la mano sobre el lomo, sin tocarla? Por lo menos ese juez hubiera debido hacerlo a plena luz, a fin de impedir toda superchería. Pero en la sombra, es absurdo.

—En efecto —dijo Van Mitten.

—Así voy a hacerlo —repuso Kerabán—, y os sugiero que sigáis mi ejemplo.

—Pero, tío —repuso Ahmet—, que se le acaricie o no, bien sabéis que el animal balará tanto a los inocentes como a los culpables.

—Evidentemente, Ahmet; pero, puesto que ese buen juez es bastante simple para obrar de esa suerte, pretendo ser menos simple que él, y no tocar ese animal. Y os ruego que tampoco lo toquéis vosotros.

—¡Pero, tío…!

—¡Ah!, no hay discusión en eso —respondió Kerabán, que comenzaba a incomodarse.

—Sin embargo… —dijo el holandés.

—Van Mitten, si tuvierais el atrevimiento de tocar el lomo de ese animal, nunca os lo perdonaría.

—Sea. No tocaré absolutamente nada, por no disgustaros, amigo Kerabán. Poco importa, por otra parte, puesto que, gracias a la oscuridad, nadie nos podrá ver.

La mayor parte de los viajeros acababan de sufrir aquella prueba, y la cabra todavía no había acusado a nadie.

—A nosotros nos toca, Bruno —dijo Nizib.

—¡Dios mío, qué estúpidos son los orientales, fiándose de ese animal!

—respondió Bruno.

Y el uno después del otro, fueron a pasar la mano por la espalda de la cabra, que se portó de igual manera que con los viajeros precedentes.

—Vuestro animal no bala —exclamó la noble Sarabul, interpelando al juez.

—¿Es una burla? —añadió Yanar—. Sería muy peligroso burlarse de curdos.

—¡Paciencia! —respondió el juez sacudiendo la cabeza con aire maligno—. Si la cabra no ha balado, es que el culpable no la ha tocado todavía.

—¡Diablo, no falta más que nosotros! —murmuró Van Mitten, que sin saber por qué, demostraba una vaga inquietud.

—Vamos —dijo Ahmet.

—Sí, yo el primero —respondió Kerabán.

Y, al pasar delante de su amigo y sobrino, repitió en voz baja:

—No la toquéis.

Después, extendiendo la mano por encima de la cabra, simuló acariciarle lentamente la espalda, pero sin tocar un solo pelo.

La cabra no baló.

—¡Eso me tranquiliza! —dijo Ahmet.

Y, siguiendo el ejemplo de su tío, su mano no tocó el lomo de la cabra. La cabra no baló.

Le correspondía al holandés. Van Mitten, el último de todos, iba a ejecutar la prueba ordenada por el juez. Se adelantó, pues, hacia el animal, que parecía mirarle; pero, así y todo, por no disgustar a su amigo Kerabán, se contentó con pasar dulcemente su mano por encima del lomo de la cabra.

La cabra no baló.

Hubo un ¡oh! De sorpresa y un ¡ah! De satisfacción en toda la concurrencia.

—Decididamente, vuestra cabra no es más que una bestia —exclamó

Yanar con voz de trueno.

—No ha reconocido al culpable —exclamó a su vez la noble curda—; y, sin embargo, el culpable está aquí, puesto que nadie ha podido abandonar este patio.

—Sí —dijo Kerabán—; ese juez, con su bestia tan lista, es bastante ridículo, Van Mitten.

—En efecto —respondió Van Mitten, creyendo que la prueba había finalizado.

—¡Pobre cabrita! —dijo Nedjeb a su señorita—; ¿van a castigarla porque no ha balado?

Todos miraban al juez, cuyos ojos, llenos de malicia, brillaban en la oscuridad como carbunclo.

—Y ahora, señor juez —dijo Kerabán con un tono algo sarcástico—, puesto que vuestra indagación ha terminado, creo que nada se opone a que nos retiremos a nuestras habitaciones.

—¡No puede ser! —exclamó la irritada viajera—. ¡No puede ser! Se ha

cometido un crimen…

—¡Eh, señora! —repitió Kerabán, no sin cierta cólera—, no tendréis la pretensión de impedir a personas honradas el dormir cuando gusten de ello.

—¡Decís eso, señor…! —exclamó Yanar.

—En el tono que me conviene —repuso Kerabán.

Scarpante, pensando que el golpe preparado por él había fracasado, puesto que los culpables no habían sido descubiertos, vio con cierta satisfacción aquella disputa entre Kerabán y Yanar. Tal vez de allí surgiría una complicación que ayudara sus proyectos.

Y, en efecto, la disputa se acentuaba entre aquellos dos personajes. Kerabán antes se hubiera dejado detener, condenar, que no decir la última palabra. Ahmet también iba a intervenir para ayudar a su tío, cuando el juez dijo simplemente:

—Poneos todos en fila, y que traigan luces.

Kidros, a quien se dirigía aquel mandato, se apresuró a ejecutarlo. Un instante después, cuatro criados de la posada entraban con antorchas y el patio quedó iluminado rápidamente.

—Que todos levanten la mano derecha —dijo el juez. A aquella orden, todos levantaron la mano derecha.

Todas estaban negras por la palma y los dedos, excepto las de Kerabán, Ahmet y Van Mitten.

En seguida el juez, designando a los tres, dijo:

—Los malhechores… son ésos.

—¡Cómo! —dijo Kerabán.

—¿Nosotros? —exclamó el holandés, sin comprender aquella inesperada afirmación.

—Sí, ellos —repuso el juez—. Que hayan tenido o no temor de ser

denunciados por la cabra, poco importa. Lo cierto es que, teniéndose por culpables, en vez de tocar el lomo de ese animal, que estaba revestido con una capa de hollín, no han hecho más que pasar la mano sin tocar al animal, y ellos mismos se han acusado.

Un murmullo lisonjero (muy lisonjero para el ingenio del juez) se elevó entre los concurrentes, mientras Kerabán y sus compañeros, muy contrariados, bajaban la cabeza.

—¡Así, pues —dijo Yanar—, son éstos los malhechores que han osado la noche pasada…!

—¡Eh!, la última noche —exclamó Ahmet— estábamos a diez leguas del parador de Kissar.

—¿Quién puede demostrarlo? —replicó el juez—. En todo caso, hace un instante habéis intentado introduciros en la habitación de esta noble viajera.

—Pues bien, sí —exclamó Kerabán, furioso por haber caído en aquella celada—. Sí…, nosotros somos los que hemos entrado en ese corredor.

¡Pero no fue más que un error por nuestra parte, o, mejor dicho, de uno de los sirvientes del parador!

—¿De veras? —respondió irónicamente Yanar.

—¡Es cierto! Nos indicó la habitación de estos señores diciendo que era la nuestra.

—¡Eso es cuento! —dijo el juez.

«He aquí —pensó Bruno— que han capturado al tío, al sobrino y a mi amo».

El hecho es que, cualquiera que fuese su aplomo habitual, Kerabán estaba desconcertado, y lo estuvo más cuando el juez dijo, volviéndose hacia ellos:

—¡Que se les ponga en prisión!

—¡Sí, en prisión! —repitió Yanar.

Y todos los viajeros, a los cuales se unió la gente de la posada, gritaron:

—¡A la cárcel! ¡A la cárcel!

En suma, al ver el giro que tomaban las cosas, Scarpante no podía por menos de regocijarse de lo que había hecho. Kerabán, Van Mitten y Ahmet eran detenidos a un tiempo, el viaje interrumpido, una tardanza más a la celebración del matrimonio, y, sobre todo, la separación inmediata de Amasia y su prometido, la posibilidad de continuar en mejores condiciones y conseguir la tentativa en que había fracasado el capitán maltés.

Ahmet, advirtiendo las consecuencias de aquella aventura y pensando en su separación de Amasia, se sintió indispuesto contra su tío. ¿No era Kerabán quien, por una nueva obstinación, les había arrojado a otra aventura? ¿No les había impedido, no les había positivamente prohibido acariciar a la cabra tan sólo por engañar al juez, que, al fin y al cabo, se había mostrado más astuto que ellos? ¿Quién tenía la culpa, si acababan de caer en aquel lazo tendido a su simpleza, y si estaban amenazados de quedar prisioneros, al menos por algunos días?

También, por su parte, Kerabán rabiaba sordamente al pensar en el poco tiempo que le quedaba para terminar su viaje, si quería llegar a Scutari en el plazo determinado. Una terquedad tan inútil como absurda, que podía costar una fortuna a su sobrino!

En cuanto a Van Mitten, miraba a derecha e izquierda, balanceándose ya sobre una pierna ya sobre otra, muy disgustado de sí mismo, osando apenas mirar a Bruno, que parecía repetirle aquellas palabras de mal agüero:

—¿No os había prevenido, señor, que tarde o temprano os sucedería alguna desgracia?

Y dirigió a su amigo Kerabán este simple reproche, en suma bien merecido:

—¿Por qué nos impedisteis pasar la mano por el lomo de ese inofensivo animal?

Por primera vez en su vida, Kerabán se quedó sin responder.

Sin embargo, los gritos de «¡a la cárcel!» se oían y aumentaban con más energía, y Scarpante no se hacía de rogar para gritar con más fuerza que los demás.

—¡Sí, a la cárcel esos malhechores! —repitió el vengativo Yanar, dispuesto a reclamar mano fuerte a la autoridad, si era necesario—. ¡Que les lleven a la cárcel! ¡A la cárcel los tres!

—¡Sí, los tres…, a menos que uno de ellos no sea el único culpable!

—repuso la noble Sarabul, que no hubiera querido que los inocentes pagasen por un culpable.

—¡Eso es de justicia! —añadió el juez—. Pues, bien, ¿cuál de vosotros ha intentado penetrar en esa habitación?

Hubo un momento de indecisión en el espíritu de los tres acusados, pero no fue de larga duración.

Kerabán había pedido al juez permiso para hablar un instante con sus compañeros, lo que le fue otorgado; después, llamando aparte a Ahmet y Van Mitten, con aquel tono que no admitía réplica, les dijo:

—¡Amigos míos, verdaderamente no hay que hacer más que una cosa!

¡Es necesario que uno de vosotros tome a cargo toda esta estúpida aventura, que no tiene nada de grave!

Aquí el holandés comenzó, como si tuviese un presentimiento, a rascarse la oreja.

—Ahora —repuso Kerabán—, la elección no puede ser dudosa. ¡La presencia de Ahmet, en muy corto plazo, es necesaria en Scutari para la celebración de su matrimonio!

—¡Sí, tío, sí! —respondió Ahmet.

—¡La mía también, naturalmente, puesto que debo asistir en calidad de tutor!

—Hein? —dijo Van Mitten.

—¡Por lo tanto, amigo Van Mitten —repuso Kerabán—, creo que no hay opción posible! ¡Es necesario que os sacrifiquéis!

—Pero… ¿qué?

—¡Es necesario acusaros! ¿Qué riesgo corréis? ¿Algunos días de prisión?

¡Es una bagatela! ¡Nosotros sabremos sacaros del encierro!

—Pero… —balbuceó Van Mitten.

—¡Querido señor Van Mitten —repuso Ahmet—, es necesario…! ¡En nombre de Amasia os lo suplico! ¿Queréis que todo su porvenir se pierda, que por no llegar a tiempo a Scutari…?

—¡Oh, señor Van Mitten! —dijo la joven, que había oído aquel coloquio.

—Qué… ¿quisierais? —repetía Van Mitten.

«¡Hum! —se dijo Bruno, que comprendía lo que pasaba—; ¡una estupidez más que quieren hacer cometer a mi amo!».

—¡Señor Van Mitten! —repuso Ahmet.

—¡Vamos…, un buen apretón! —dijo Kerabán apretándole la mano fuertemente.

Sin embargo, los gritos de «¡a la cárcel!, ¡a la cárcel!» continuaban, siendo cada vez más amenazadores.

El desgraciado holandés no sabía qué hacer, ni a quién escuchar. Decía que sí con la cabeza; después decía que no.

En el momento en que los individuos de la posada se abalanzaban para prender a los tres culpables a una señal del juez:

—¡Deteneos! —dijo Van Mitten con voz indecisa—. ¡Deteneos! Creo que fui yo quien…

—¡Bueno! —dijo Bruno—. ¡Esto está bien!

«¡Me ha fallado el golpe!», se dijo Scarpante, sin poder retener un movimiento de despecho.

—¿Fuisteis vos? —preguntó el juez al holandés.

—¡Yo…, sí…, yo!

—¡Bien, señor Van Mitten! —murmuró la joven Amasia al oído de aquel

digno hombre.

—¡Oh, sí! —añadió Nedjeb.

¿Qué hacía, mientras tanto, la noble Sarabul?

Pues bien, aquella inteligente mujer observaba, no sin interés, al que había tenido la audacia de atacarla.

—¿Así es que —preguntó Yanar— sois vos quien osó penetrar en la habitación de esta noble curda?

—¡Sí…! —respondió Van Mitten.

—Pero no tenéis aspecto de ladrón.

—¿Ladrón…? ¡Yo…, un negociante! ¡Yo… un holandés… de Rotterdam!

¡Ah, no! —exclamó Van Mitten, que ante aquella acusación no pudo detener un grito de indignación bien natural.

—¡Pues, entonces…! —dijo Yanar.

—Pues, entonces… —dijo Sarabul— entonces… ¿Habéis intentado comprometer mi honor?

—¡El honor de una curda! —exclamó Yanar, llevándose la mano al yatagán.

—No me disgusta del todo este holandés —repetía la noble viajera, disminuyendo su cólera algún tanto.

—Pues bien, toda vuestra sangre no será suficiente para pagar semejante ultraje —repuso Yanar.

—¡Hermano mío…, hermano mío…!

—Si rehusáis reparar el ultraje��

—Hein! —dijo Ahmet.

—Os casaréis con mi hermana, de lo contrario…

«¡Por Alá! —se dijo Kerabán—. He aquí otra complicación».

—¿Casarme…, casarme yo…? —respondió Van Mitten, levantando los ojos al cielo.

—¿Rehusáis? —exclamó Yanar.

—¡Sí, rehusó, rehusó…! —respondió Van Mitten, en el colmo del espanto—. ¡Ya estoy casado!

Van Mitten no tuvo tiempo de terminar su frase. Kerabán acababa de cogerle por el brazo.

—¡Ni una palabra más! —le dijo—. ¡Consentid; es necesario, sin vacilación!

—¿Yo consentir? ¿Yo… casado ya…? ¡Yo…, yo, bígamo!

—En Turquía… bigamo, trígamo, cuadrúgamo, está perfectamente permitido; por lo tanto, decid que sí.

—¡Pero…!

—Casaos, Van Mitten, casaos. De esta manera no tendréis ni una sola hora de prisión. Continuaremos el viaje juntos; después, una vez en Scutari, tomáis el camino más corto y decís adiós a la nueva señora Van Mitten.

—¡Por Dios, amigo Kerabán, no me pidáis lo imposible! —respondió el holandés.

—Es necesario, o todo se pierde.

En aquel momento, Yanar, cogiendo a Van Mitten por el brazo derecho, le decía:

—Es necesario.

—Es necesario —repitió Sarabul, que vino a su vez a cogerle por el brazo izquierdo.

—¡Pues entonces, acepto! —respondió Van Mitten, a quien las piernas apenas podían sostener.

—¿Qué, señor? ¿Vais a ceder todavía sobre ese punto? —dijo Bruno

aproximándose.

—¡No es posible hacer otra cosa, Bruno! —murmuró Van Mitten con una voz tan débil que apenas pudo oírsele.

—Entonces, en pie —exclamó Yanar, levantando a su futuro cuñado.

—Y erguido —repitió la noble Sarabul, dirigiéndose también a su futuro esposo.

—Como debe estar el cuñado…

—Y el marido de una curda.

Van Mitten se había erguido vivamente bajo la influencia de aquel doble impulso; pero su cabeza no cesaba de agitarse, como si estuviese separada del tronco.

—¡Una curda! —murmuraba—. ¡Yo, ciudadano de Rotterdam, casarme con una curda!

—No temáis nada. Se trata de un casamiento de broma —le dijo en voz baja Kerabán.

—¡No se deben tomar a broma estas cosas! —respondió Van Mitten, con un tono tan compungido que sus compañeros tuvieron que aguantarse la risa.

Nedjeb, mostrando a su señora la radiante estampa de la viajera, decía por lo bajo:

—Si no me engaño, ésta debe de ser una viuda que corre en busca de marido.

—¡Pobre señor Van Mitten! —respondió Amasia.

—¡Hubiera preferido mejor ocho días de prisión —dijo Bruno levantando la cabeza— que ocho días de este matrimonio!

Sin embargo, Yanar se había vuelto hacia los viajeros reunidos allí y decía en voz alta:

—Mañana, en Trebisonda, celebraremos con gran pompa los esponsales

del señor Van Mitten y la noble Sarabul.

A la palabra «esponsales», Kerabán, sus compañeros, y, sobre todo, Van Mitten, pensaron que aquella aventura sería menos gravé de lo que podía temerse.

Pero es necesario hacer observar que según las costumbres del Curdistán, los desposorios forman el nudo indisoluble del matrimonio. Podía compararse esta ceremonia al matrimonio civil de ciertos pueblos europeos y a la que sigue el matrimonio religioso, con lo cual se completa la unión de los esposos. En Curdistán, después de los desposorios, el marido no es todavía más que novio, pero es un novio absolutamente ligado a la que él ha escogido, o a la que le ha escogido, como sucede en el presente caso.

Esto fue debidamente explicado a Van Mitten por Yanar, que terminó diciendo:

—Por lo tanto, desposado en Trebisonda…

—Y marido en Mosul —añadió la noble curda.

Scarpante, en el momento en que abandonaba el parador por la puerta que acababa de ser abierta, pronunciaba estas amenazadoras palabras:

—¡La astucia ha fracasado…! Pues bien, ¡acudamos a la fuerza!

Después desapareció, sin haber sido observado ni por Kerabán ni por ninguno de sus compañeros.

—¡Pobre señor Van Mitten! —repetía Ahmet al ver la descompuesta fisonomía del holandés.

—¿Por qué? —respondió Kerabán—. Es cosa de risa. ¡Unos esponsales nulos! Será cuestión de diez días. No tiene importancia.

—Evidentemente, tío; pero, desposado durante diez días con esta imperiosa curda, tiene su importancia.

Cinco minutos después, el patio del parador de Kissar estaba vacío. Cada uno de sus huéspedes había vuelto a su cuarto para pasar la noche. Pero Van Mitten iba a ser custodiado por su terrible cuñado, y el silencio se extendió sobre el teatro de aquella tragicomedia que acababa de desarrollarse sobre la espalda del infortunado holandés.