Capítulo IX

Capítulo IX

EN EL CUAL VAN MITTEN, DESPOSÁNDOSE CON LA NOBLE SARABUL, TIENE EL HONOR DE SER CUÑADO DE YANAR

Una ciudad antiquísima, que debe su fundación a los habitantes de una colonia milesia, que fue conquistada por Mitrídates, que cayó en poder de Pompeyo, que sufrió la dominación de los persas y los escitas, que fue cristiana bajo Constantino el Grande y llegó a ser pagana hasta el siglo sexto, que fue rescatada por Belisario y enriquecida por Justiniano, que perteneció a los Comneno, de los que afirmaba descender Napoleón I; después, al sultán Mahomet II, hacia mediados del siglo quince, época en la cual terminó el imperio de Trebisonda después de una duración de doscientos cincuenta y seis años, esta ciudad, necesario es convenir en ello, tiene algún derecho a figurar en la historia del mundo. Por lo tanto, no se extrañará que durante toda la primera parte de este viaje Van Mitten se regocijase al pensar visitar una ciudad tan famosa, a la que las novelas caballerescas han escogido, por otra parte, como lugar de sus maravillosas aventuras.

Pero cuando esto pensaba, Van Mitten estaba libre de todo cuidado. Entonces no tenía más que seguir a su amigo Kerabán por aquel itinerario que rodeaba el antiguo Ponto Euxino. Y, sin embargo, desposado (por lo menos provisionalmente, tal vez algunos días), pero desposado con aquella noble curda a quien estaba enlazado, no tenía humor para poder apreciar los esplendores históricos de Trebisonda.

El 17 de setiembre, hacia las nueve de la mañana, dos horas después de haber abandonado el parador de Kissar, Kerabán y sus compañeros, Yanar, su hermana y sus sirvientes hicieron una soberbia entrada en la capital del bajalato moderno, situada en medio de un paisaje alpino, con valles, montañas, sinuosas corrientes de agua; paisaje que recuerda algunos aspectos de la Europa Central: diríase que pedazos de Suiza y del Tirol habían sido transportados a aquella porción del litoral del mar Negro.

Trebisonda, situada a trescientos veinticinco kilómetros de Erzurum,

importante capital de Armenia, está, sin embargo, en comunicación directa con Persia por medio de un camino que el Gobierno turco ha abierto por Gumuch-Kané, Baiburt y Erzurum, lo que le devolverá, tal vez, algo de su antiguo valor comercial.

Esta ciudad está dividida en dos, dispuestas en anfiteatro sobre una colina. Una, la ciudad turca, rodeada de murallas flanqueadas de torrentes, antes defendida por su viejo castillo, no comprende menos de una cuarentena de mezquitas, cuyos minaretes emergen de entre espesuras de naranjos, olivos y otros árboles de bello aspecto. La otra es la ciudad cristiana, más comercial, en donde se encuentra el gran bazar, ricamente surtido de alfombras, telas, alhajas, armas, monedas antiguas, piedras preciosas, etc. En cuanto al puerto, está servido por una línea semanal de barcos de vapor que le ponen en comunicación directa con los principales puntos del mar Negro.

En esta ciudad se agita o vegeta (siguiendo los diversos elementos de que se compone) una población de cuarenta mil habitantes: turcos, persas, cristianos del rito armenio y latino, griego ortodoxos, curdos y europeos. Pero aquel día esta población se hallaba más que quintuplicada por el concurso de los fieles venidos de todos los rincones del Asia Menor para asistir a las espléndidas fiestas que iban a celebrarse en honor de Mahoma.

Por esta causa la pequeña caravana tuvo alguna dificultad en hallar alojamiento conveniente para las veinticuatro horas que debían pasar en Trebisonda, porque la intención de Kerabán era partir a la mañana siguiente para Scutari. Y, en efecto, no había que perder un día si querían llegar antes de fin de mes.

En un hotel franco-italiano, en medio de un verdadero barrio de posadas y cabañas, ya llenas de viajeros cerca de la plaza de Giaur-Meidan, en la parte más comercial de la ciudad y por consecuencia fuera de la ciudad turca, fue donde Kerabán y los que le acompañaban encontraron alojamiento. Pero el hotel era bastante confortable para que pudiesen tomar aquel día y aquella noche el reposo de que tenían necesidad. Así es que el tío de Ahmet no tuvo el menor motivo para encolerizarse con el hotelero.

Pero mientras Kerabán y sus compañeros, llegando a aquel punto de su viaje, creían haber terminado (si no con las fatigas, al menos con los

peligros de toda especie), un complot se tramaba contra ellos en la ciudad turca, en la que residía su más mortal enemigo.

En el palacio de Saffar, construido sobre los primeros contrafuertes de la montaña de Bostepeche, cuyas pendientes bajaban dulcemente hacia el mar, era en donde una hora antes había llegado el intendente Scarpante, después de haber abandonado el parador de Kissar.

Allí, Saffar y el capitán Yarhud le aguardaban; allí, primeramente, Scarpante les participó lo sucedido en la noche precedente: contó cómo Kerabán y Ahmet se habían librado de la prisión, cosa que hubiese dejado a Amasia sin defensa, y cómo fueron salvados por la estúpida confesión de aquel Van Mitten. En esta conferencia de tres hombres que tenían un interés único, fueron expuestas las resoluciones que amenazaban directamente a los viajeros en aquel trayecto de doscientas veinticinco leguas entre Scutari y Trebisonda. El proyecto que tenían se hará conocer más adelante; pero puede decirse que hubo aquel mismo día un comienzo de ejecución; en efecto, Saffar y Yarhud, sin inquietarse por las fiestas que iban a celebrarse, abandonaron Trebisonda y siguieron por el Oeste el camino de Anatolia que conduce a la desembocadura del Bósforo.

Scarpante quedó en la ciudad. No siendo conocido ni de Kerabán, ni de Ahmet, ni de las dos jóvenes, podría obrar con toda libertad. A él le tocaba desempeñar en aquel drama el importante papel que debía en adelante sustituir la fuerza a la astucia.

Scarpante pudo mezclarse entre la multitud y pasar el tiempo por la plaza de Giaur-Meidan. No hacía esto por temor a que le reconociesen Kerabán y su sobrino, por haberles dirigido la palabra un instante, y en la oscuridad, en el parador de Kissar.

Así le fue fácil espiar sus pasos y sus diligencias con toda seguridad.

En estas condiciones fue cuando vio a Ahmet, poco después de su llegada a Trebisonda, dirigirse hacia el puerto, a través de, sus calles, bastante descuidadas, que a él afluyen. Allí, barcos de cabotaje, barcos de todas clases, estaban en seco, después de haber desembarcado sus cargamentos, mientras los buques de comercio, por falta de calado, se mantenían lejos de allí.

Un hammal acababa de indicar a Ahmet la oficina del telégrafo, y

Scarpante pudo asegurarse de que el novio de Amasia expedía un largo telegrama al banquero Selim, a Odesa.

«¡Bah! —se dijo—. He aquí un despacho que no llegará jamás a su destinatario. Selim fue mortalmente herido por una bala que le disparó Yarhud y eso no es cosa de inquietarnos».

Y de hecho, Scarpante no se inquietó lo más mínimo. Después, Ahmet volvió al hotel del Giaur-Meidan.

Encontró a Amasia en compañía de Nedjeb, que le aguardaba, no sin alguna impaciencia, y la joven pudo estar cierta de que antes de algunas horas se sabría su suerte en la mansión de Selim.

—Una carta hubiera tardado en llegar a Odesa —añadió Ahmet—, y, por otra parte, temo siempre…

Ahmet se había interrumpido.

—¿Teméis, querido Ahmet…? ¿Qué queréis decir? —preguntó Amasia, algo sorprendida.

—Nada, querida Amasia —respondió Ahmet—, nada… He querido recordar a vuestro padre que cuidase de hallarse en Scutari a nuestra llegada, y aún antes con el fin de hacer todas las diligencias necesarias para que nuestro matrimonio no experimente tardanza alguna.

La verdad es que Ahmet, temiendo siempre nuevas tentativas de rapto, o en el caso de que los cómplices de Yarhud supiesen lo sucedido después del naufragio del Güidar, advertía al banquero Selim de que el peligro no había desaparecido aún; pero, no queriendo inquietar a Amasia durante el resto del viaje, se guardó muy bien de confiarle sus temores; vagos temores, no fundados más que en presentimientos.

Amasia dio las gracias a Ahmet por haber advertido telegráficamente a su padre, aún cuando, por haber usado del hilo telegráfico tuviera que sufrir las maldiciones de su tío Kerabán.

Y mientras tanto, ¿qué era del amigo Van Mitten?

El amigo Van Mitten había llegado a ser, a pesar suyo, el feliz novio de la

noble Sarabul, y el cómico cuñado de Yanar.

¿Cómo hubiese podido resistirse? Por una parte, Kerabán le repetía que era necesario consumar el sacrificio hasta el fin, o bien el juez podría enviarlos a los tres a la cárcel, lo que comprometía irreparablemente el éxito del viaje; que aquel matrimonio, si era valedero en Turquía, en donde la poligamia es admisible, sería totalmente nulo en Holanda, en donde Van Mitten estaba ya casado; que, por consecuencia, podría a su gusto ser monógamo en su país, y bígamo en el reino de Padischá.

Pero la elección de Van Mitten ya estaba hecha: prefería no ser más que

«gamo».

Por otra parte, se trataba de irnos hermanos incapaces de soltar su presa. Por lo tanto, era prudente satisfacerles, salvo en la promesa de acompañarles a las orillas del Bósforo, lo que les impediría ejercer sus pretendidos derechos de esposa y cuñado.

Así es que Van Mitten, no pudiendo resistir, se abandonó a la ventura. Afortunadamente, Kerabán había conseguido lo siguiente: que antes de

finalizar el matrimonio en Mosul, Yanar y su hermana les acompañarían

hasta Scutari; que asistirían a la unión de Amasia y Ahmet, y que la novia curda no partiría con su holandés más que dos o tres días después para el país de sus antepasados.

Es necesario advertir que Bruno, pensando que su señor no terna todavía lo que merecía por su increíble debilidad, no dejaba de lamentarse al verle caer bajo el poder de aquella terrible mujer. Pero, debe confesarse que tuvo un acceso de risa (risa que apenas pudieron reprimir Kerabán, Ahmet y las dos jóvenes), cuando vio a Van Mitten, en el momento en que la ceremonia de los esponsales iba a efectuarse, vestido con el traje de aquel extravagante país.

—¡Sois vos, Van Mitten! —exclamó Kerabán—. ¿Vos, vestido a la oriental?

—Soy yo, amigo Kerabán.

—¿En curdo?

—¡En curdo!

—Verdaderamente no estáis mal, y estoy seguro que, en cuanto os acostumbréis, encontraréis este traje más cómodo que los vuestros de Europa.

—Sois muy bueno, amigo Kerabán.

—Veamos, Van Mitten, dejad ese aire tan cómico. Figuraos que hoy es carnaval, y que no es más que un disfraz para un matrimonio imaginario.

—No es el disfraz el que más me inquieta.

—¿Qué es, pues?

—¡El matrimonio!

—¡Bah!, matrimonio provisional, amigo Van Mitten —respondió Kerabán—.

¡Y la señora Sarabul pagará caro sus fantasías de viuda inconsolable! Sí, cuando le comuniquéis que esos esponsales no os obligan a nada, puesto que ya estáis casado en Rotterdam, cuando la despidáis en buenas formas, quiero estar allí, Van Mitten. ¡Verdaderamente, no debe estar permitido casarse a disgusto! ¡Gracias que sea permitido hacerlo voluntariamente!

Con toda estas razones, el digno holandés acabó por aceptar la situación. Lo mejor, finalmente, era tomarlo por su lado cómico, puesto que se prestaba a reír, y resignarse, puesto que salvaba los intereses de todos.

Por otra parte, aquel día Van Mitten hubiera tenido apenas tiempo para reconocerse. Yanar y su hermana no gustaban decididamente de dejar alargar las cosas. Ella estaba dispuesta a desposarse con el flemático hijo de Holanda.

No debe creerse por esto que las formalidades acostumbradas en el Curdistán, cualesquiera que fuesen, hubiesen sido omitidas o solamente descuidadas. ¡No! El cuñado velaba por todo con un cuidado particular, y, en aquella gran ciudad, no faltaban los elementos que debían dar a aquel casamiento toda la solemnidad posible.

En efecto, entre la población de Trebisonda se cuenta cierto número de curdos. Entre ellos, la pareja formada por Yanar y Sarabul encontró amigos de Mosul. Aquellas gentes decidieron ayudar a su noble compatriota en aquella ocasión que se le presentaba, por cuarta vez, de

consagrarse a la felicidad de un esposo. Hubo, por lo tanto, de parte de la novia, un gran número de invitados a la ceremonia, mientras Kerabán, Ahmet y sus compañeros se apresuraban a figurar en el lado del novio. También es necesario comprender que Van Mitten, severamente vigilado, no se encontró jamás solo con sus amigos después de aquellas últimas palabras cambiadas en el momento en que acababa de vestirse con el traje tradicional de los señores de Mosul y de Chechrezur. Sólo un instante pudo Bruno deslizarse cerca de él para repetirle en voz siniestra:

—¡Tened cuidado, señor, tened cuidado! ¡Peligráis!

—¡Eh! ¿Puedo hacer otra cosa, Bruno? —respondió Van Mitten con tono resignado—. En todo caso, si esto es una estupidez, saca a mis amigos de un apuro y los resultados no serán graves.

—¡Hum! —dijo Bruno moviendo la cabeza—. Casarse, señor, es casarse, y…

Y como entonces llamaron al holandés, nadie sabrá jamás de qué manera el fiel servidor hubiera acabado aquella frase verdaderamente conminatoria.

Era mediodía, en el momento en que Yanar y otros curdos de noble cuna acudieron a buscar al prometido, a quien no debían abandonar hasta el final de la ceremonia.

Y entonces, los esponsales se efectuaron con gran pompa. Durante aquella ceremonia no hubo que criticar el comportamiento de los dos consortes. Van Mitten no dejaba vislumbrar cierta inquietud que le dominaba, y la noble Sarabul se sentía contenta de encadenar a un hombre del Norte de Europa. ¡Qué gloria el haber unido Holanda con Curdistán!

La novia estaba magnífica con su traje de matrimonio (un traje que evidentemente llevaba en el viaje por casualidad; se convendrá que aquella vez fue buena precaución). Nada tan espléndido como su mitan de paño de oro, cuyas mangas y talle desaparecían entre bordados y pasamanerías de filigrana. Nada tan precioso como aquel chal que le rodeaba la cintura, aquel entari a rayas alternadas de líneas de florecitas y recubierto de mil pliegues de esas muselinas de Brusa designadas bajo el nombre de tchembers. Nada más majestuoso de aquel chalwar de gasa de

Salónica. Las piernas se ocultaban bajo el cuero de finas botas de marroquí, bordadas de perlas. ¡Y aquel fez, rodeado de yeminis de vistosas flores, en donde se destacaba hasta medio cuerpo un largo puskul adornado de blondas! ¡Y las alhajas, los colgantes de piezas de oro, y aquellos pendientes formados de pequeños rosetones, en los que resplandecían cadenas soportando una pequeña media luna de oro, y los broches de plata sobredorada de la cintura, y los alfileres de filigrana azulada, figurando una palma, y aquellos radiantes collares de dobles hileras, aquellos guerdanliks compuestos de una fila de ágatas engastadas en oro, grabadas cada una con el nombre de un imán! No; jamás habíase visto andar más bella novia por las calles de Trebisonda, que en aquella circunstancia debieran haber sido cubiertas de una alfombra de púrpura, como antaño lo fueron con motivo del nacimiento de Constantino Porfirogéneta.

Pero si la noble Sarabul estaba soberbia. Van Mitten estaba magnífico, y su amigo Kerabán no le ahorró cumplidos, que no podían ser irónicos por parte de un viejo creyente, siempre fiel al traje oriental. Es necesario convenir que aquel traje daba a Van Mitten un aspecto marcial, altanero, una fisonomía aventajada algo feroz, en fin, poco propio a su temperamento de negociante de Rotterdam. ¿Y de qué otra manera hubiese estado con aquel ligero manto de muselina cargado de tela de algodón, aquel ancho pantalón de satén rojo que se perdía entre las botas de cuero, salpicadas y adornadas de oro bajo los mil pliegues de su caña; aquel traje abierto cuyas mangas llegaban al suelo, y aquel fez de yeminis y aquel puskul, que indicaba el rango que iba bien pronto a ocupar en el Curdistán el esposo de la noble Sarabul?

El gran bazar de Trebisonda había surtido todo aquello, que, hecho a medida, no hubiera podido caer mejor a Van Mitten. Habíase procurado así aquellas armas maravillosas, de las que el novio llevaba todo un arsenal en el chal bordado y de pasamanería, que le ceñía la cintura; puñales damasquinos, con mango verde y hojas adamascadas de doble filo, pistolas de culata de plata grabadas como el collar de un ídolo, sable de hoja corta, con el filo con dientes como de sierra, con negra empuñadura adornada de plata, y, en fin, un arma de acero con relieves dorados y acabando en hoja ondulada como el hierro de los antiguos fajardos.

¡Ah, el Curdistán puede sin temor declarar la guerra a Turquía! ¡No son

semejantes guerreros los que los ejércitos del Padischá podrán vencer!

¡Pobre Van Mitten! ¿Quién le hubiese dicho que un día se vería de aquella manera? Felizmente, como repetía Kerabán, y después de él su sobrino Ahmet, y después de Ahmet, Amasia y Nedjeb, y después todos, excepto Bruno, todo era una simple diversión.

Durante la ceremonia de los esponsales, las cosas transcurrieron con normalidad. A no ser porque el novio pareció algo frío a su terrible cuñado y a su no menos terrible hermana, todo marchó bien.

En Trebisonda no faltaban jueces, haciendo funciones de oficiales ministeriales, que hubiesen reclamado el honor de registrar semejante contrato (tanto más, cuanto que eso no iba sin algún provecho); pero el mismo magistrado cuya sagacidad hemos podido apreciar en el asunto del parador de Kissar, fue el encargado de aquella honrosa tarea, y de cumplimentar, en buenos términos, a los futuros esposos.

Después de anotado el contrato, los novios y sus compañeros, en medio de un inmenso concurso popular, se trasladaron a la ciudad vecina, a una mezquita que antaño fue iglesia bizantina, y cuyas murallas se hallan decoradas de curiosos mosaicos. Allí oyeron ciertos cánticos curdos, que son más expresivos y melodiosos, por su colorido y su ritmo, que los cantos turcos o armenios. Algunos instrumentos, cuya sonoridad provenía de un sencillo choque metálico que domina la aguda nota de dos o tres pequeñas flautas, unieron sus bizarros acordes al concierto de voces suficientemente refrescadas por aquella circunstancia. Después, el imán pronunció una sencilla plegaria, y Van Mitten fue unido, bien unido, como observó Kerabán, a la noble Sarabul.

Más tarde aquella boda debía completarse en el Curdistán, donde nuevas fiestas debían durar por espacio de muchas semanas. Allí, Van Mitten tendría que adaptarse a las costumbres curdas, o, por lo menos, debería fingir que se conformaba. En efecto, cuando la esposa llega ante la casa conyugal, el esposo se presenta inopinadamente ante ella, y, tomándola en brazos, la conduce así hasta la habitación que debe ocupar. Se pretende con eso velar por el pudor de la desposada, pues no sería lógico que demostrara entrar a gusto en una vivienda extraña. Cuando se hallase en aquel feliz momento, Van Mitten vería la manera de no hacer nada que pudiese herir las costumbres del país. Pero, afortunadamente, las fiestas de los esponsales fueron completadas con las que se daban, muy a propósito, para celebrar la noche de la ascensión del Profeta, este eilet- ulmy' rady

, que tiene lugar ordinariamente el 29 del mes de Redjeb. Aquella vez, por circunstancias particulares, debidas a una concurrencia político-religiosa, un ordenanza del jefe de los imanes del bajalato la había fijado en esta época.

Aquella noche, en el más vasto palacio de la ciudad, magníficamente dispuesto al efecto, miles y miles de fieles se apresuraban a una ceremonia, la cual les había atraído a Trebisonda desde todos los puntos del Asia musulmana.

La noble Sarabul no podía perder aquella ocasión de exhibir a su novio en público. En cuanto a Kerabán, a su sobrino, a las dos jóvenes y a los dos criados, ¿qué mejor podían hacer, para pasar las horas de la noche, que asistir con gran aparato a aquel maravilloso espectáculo?

Maravilloso, en efecto, y como sólo lo hubiese podido ser en aquel país de Oriente, en el que todos los sueños de este mundo se transforman en realidades en el otro. Lo que iba a ser aquella fiesta dada en honor del Profeta, sería más fácil al pincel representarla, empleando todos los tonos de la paleta, que a la pluma describirlo, aun adoptando las cadencias, las imágenes y las estrofas de los más grandes poetas del mundo.

«La riqueza está en las Indias —dice un proverbio turco—; el espíritu, en

Europa; la pompa, en los otomanos».

Y, realmente con una pompa incomparable se desarrollaron las incidencias de una poética leyenda a la que las más graciosas hijas del Asia Menor presentaron el encanto de sus danzas y el encanto de su belleza.

La leyenda representaba la ascensión del profeta al paraíso, que hasta entonces había permanecido cerrado a los creyentes. Aquel día aparecía a caballo sobre el borak, el hipogrifo que le aguardaba a la puerta del templo de Jerusalén; y después, su milagrosa tumba, dejando la tierra, subía a través de los cielos y quedaba suspendida entre el cénit y el nadir, en medio de los esplendores del paraíso del Islam. Todos despertaban entonces para prestar homenaje al Profeta; el período de la eterna felicidad prometida a los creyentes comenzaba al fin, y Mahoma se elevaba en una apoteosis deslumbrante durante la cual los astros del cielo árabe, bajo la forma de huríes innumerables, gravitaban alrededor de la frente deslumbradora de Alá.

En una palabra, aquella fiesta fue como una realización del sueño de uno de los poetas que mejor ha sentido la poesía de los países orientales, cuando dijo, a propósito de los éxtasis de los derviches, copiado de sus canciones tan extrañamente rimadas:

«¿Qué veían en aquellas visiones que les deslumbraban? ¡Los bosques de esmeraldas con frutos de rubíes, las montañas de ámbar y mirra, los quioscos de diamantes y las tiendas de perlas del paraíso de Mahoma!».