Capítulo X

Capítulo X

DURANTE EL CUAL LOS HÉROES DE ESTA HISTORIA NO PIERDEN NI UN DÍA NI UNA HORA

A la mañana siguiente, 18 de setiembre, en el momento en que el sol comenzaba a iluminar con sus primeros rayos los más altos minaretes de la ciudad, una pequeña caravana salía por una de las puertas de la muralla y daba un último adiós a la poética Trebisonda.

Aquella caravana, en ruta para las orillas del Bósforo, seguía los caminos del litoral bajo la dirección de un guía, del que Kerabán había voluntariamente aceptado los servicios.

Este guía, en efecto, debía conocer perfectamente aquella porción septentrional de Anatolia; era uno de esos nómadas a quienes en el país se da un nombre equivalente a «holgazán».

Se ha designado con este nombre a algunos leñadores que recorren los bosques de aquella parte de Anatolia y del Asia Menor en donde crece el nogal. En aquellos árboles se desarrollan nudos o excrecencias naturales, de una notoria dureza, cuya madera, por ser la que mejor se presta a todas las exigencias del ebanista, es muy solicitada.

Aquel «holgazán», habiendo sabido que los extranjeros iban a abandonar Trebisonda para partir hacia Scutari, había acudido la víspera a ofrecerles sus servicios. Parecía inteligente, muy práctico por aquellos caminos, en los que conocía todos sus múltiples enredos.

Así es que, después de contestar limpiamente a las preguntas que le dirigió Kerabán, el «holgazán» había sido contratado por un buen estipendio, que debía doblarse si la caravana ganaba las orillas del Bósforo antes de doce días, último plazo fijado para la celebración del matrimonio de Amasia y Ahmet.

Ahmet, después de haber interrogado al guía, y aún cuando en su grave

figura, en su actitud reservada, había algo que no prevenía en su favor, le otorgó su confianza.

Nada más útil, por otra parte, que un hombre conocedor de esas regiones por haberlas recorrido toda su vida, nada más conveniente bajo el punto de vista de un viaje que debía ejecutarse con rapidez.

Por lo tanto, el «holgazán», era, pues, el guía de Kerabán y sus compañeros. Dirigía la marcha de la pequeña caravana. Escogería los lugares dónde hacer alto, organizaría los campamentos, velaría por la seguridad de todos, y, cuando se le prometió aumentar su salario bajo condición de llegar a Scutari en el plazo fijado, contestó:

—El señor Kerabán puede estar seguro de mi celo; y, puesto que me propone doble precio para pagar mis servicios, yo me comprometo a no reclamárselo, si antes de doce días no estáis en Scutari.

—¡Por Mahoma! He aquí un hombre que me agrada —dijo Kerabán, cuando hubo contado esto a su sobrino.

—Sí —respondió Ahmet—; pero, por buen guía que sea, tío, no olvidemos que no es necesario aventurarse imprudentemente por esos caminos de Anatolia.

—¡Ah, siempre tus temores!

—Tío Kerabán, no creeré que nos encontremos verdaderamente al abrigo de cualquier eventualidad, hasta que estemos en Scutari.

—¡Y estés casado! —respondió Kerabán dando un apretón de manos a Ahmet—. Pues bien, te prometo que en doce días Amasia será la mujer del más desconfiado de los sobrinos.

—Y la sobrina del…

—¡Del mejor de los tíos! —exclamó Kerabán, que terminó su frase con una carcajada.

El material de la caravana estaba compuesto de lo siguiente: dos talikas, especie de carretelas bastante cómodas, que pueden cerrarse en caso de mal tiempo, con cuatro caballos, enganchados por parejas en cada talika, y dos caballos de silla. Ahmet había sido muy afortunado al encontrar

aquellos vehículos en Trebisonda, aun a muy alto precio, lo que les permitiría acabar el viaje en buenas condiciones.

Kerabán, Amasia y Nedjeb se habían colocado en el primer talika, en el que Nizib ocupaba el sitio de detrás.

En el interior de la segunda ocupaba un asiento la noble Sarabul, cerca de su novio y enfrente de su hermano, con Bruno, que hacía de lacayo.

Uno de los caballos de silla estaba montado por Ahmet y el otro por el guía, que tan pronto galopaba junto a la puertecilla de los, talikas, conducidos como las sillas de posta, como exploraba el camino a recorrer. Como el país podía no ser seguro, los viajeros se habían provisto de fusiles y revólveres, sin contar las armas que figuraban de ordinario en el cinto de Yanar y su hermana y las famosas pistolas de Kerabán. Ahmet, a pesar de que el guía le asegurase que no había nada que temer por aquellos caminos, había querido tomar todas las precauciones contra cualquier agresión.

En suma, en casi doscientas leguas que recorrer en doce días, con aquellos medios de transporte, aun sin relevar, en una comarca en donde las casas de postas eran raras, aun dejando a los caballos el reposo de cada noche, no había nada que confiar demasiado. Por lo tanto, sin contar accidentes imprevistos o improbables, aquel viaje circular debía terminarse en el plazo convenido.

El país que se extiende desde Trebisonda hasta Sinope es llamado Djanik por los turcos. Ahí es donde comienza la Anatolia propiamente dicha, la antigua Bitinia, que había llegado a ser uno de los más vastos bajalatos de la Turquía asiática, que comprende la parte oeste de la antigua Asia Menor, con Kutais por capital y Brusa, Esmirna, Angora, etc., por principales ciudades.

La pequeña caravana, que había partido a las seis de la mañana de Trebisonda, llegaba a las nueve a Platana, después de un trayecto de cinco leguas.

Platana es la antigua Hermouasa. Para llegar a ella es preciso atravesar una especie de valle donde se desarrollan la cebada, el trigo y el maíz; también se extienden magníficas plantaciones de tabaco que prosperan maravillosamente. Kerabán no pudo dejar de admirar el producto de

aquella solanácea de Asia, cuyas hojas, secas sin ninguna preparación, llegan a adquirir un color amarillo de oro. Probablemente su corresponsal y amigo Van Mitten tampoco hubiera podido contener la vehemencia de su admiración, si no le hubiese estado prohibido mirar otra cosa que no fuese la noble Sarabul.

En toda aquella comarca se elevan bonitos árboles, abetos, pinos, hayas comparables a las más majestuosas de Holstein y Dinamarca, avellanos, groselleros y frambuesos silvestres. Bruno, no sin cierto sentimiento de envidia, pudo observar también que los indígenas de aquel país, aun los de menor edad, tenían el vientre abultado, lo que era muy humillante para un holandés reducido al estado de esqueleto.

Al mediodía pasaban por el pequeño pueblo de Fol, dejando a la izquierda las primeras ondulaciones de los Alpes Pónticos. A través de los caminos cruzaban con paisanos, que iban o venían de Trebisonda, vestidos de tela de gruesa lana oscura, cubierta la cabeza con el fez o el bonete de piel de carnero, acompañados de sus mujeres, que se envolvían en telas de algodón rayadas, que resaltaban sobre las enaguas de lana encamada.

Todo aquel país era una pequeña parte del Jenofonte, célebre por su famosa retirada de los Diez Mil. Pero el infortunado Van Mitten lo atravesaba bajo la amenazadora mirada de Yanar, sin tener el derecho de consultar su «Guía». Pero había dado orden a Bruno de consultarla por él y tomar algunos apuntes rápidamente. Pero como Bruno en todo pensaba menos en las hazañas del general griego, he aquí por qué, al salir de Trebisonda, se había olvidado de mostrar a su amo aquella colina que domina la costa y desde la cual los Diez Mil, al volver de las provincias macronianas, saludaron con entusiastas gritos a las flotas del mar Negro. Verdaderamente, no era un fiel servidor.

Por la tarde, después de una mojada de veinte leguas, la caravana se detuvo y descansó en Tireboli. Allí el caiwak, especie de crema obtenida por el enfriamiento de la leche de cordero, y el yogur, queso fabricado con leche agria, fueron cumplidamente apreciados por viajeros a los que una larga jornada había abierto el apetito.

Por otra parte, el camero, bajo todas sus formas, no faltaba a la comida, y Nizib pudo regalarse sin temor a ofender la ley musulmana. Bruno no pudo arrebatarle aquella vez su parte de comida.

Aquel lugar fue abandonado la mañana del 19 de setiembre.

Durante el día, pasaron por Zepa y su angosto puerto, en el que pueden abrigarse solamente tres o cuatro embarcaciones de comercio de calado mediano.

Después, siempre bajo la dirección del guía, que conocía perfectamente aquellos caminos apenas trazados algunas veces en medio de largas llanuras, llegaban a Keresum, después de un trayecto de veinticinco leguas.

Keresum se halla situada al pie de una colina, en un doble escarpado de la costa. Aquella antigua Farnacea, donde los Diez Mil se detuvieron durante diez días para reparar sus fuerzas, es muy pintoresca, con las ruinas de su castillo que dominan la entrada del puerto.

Allí, Kerabán hubiera podido a su gusto hacer una amplia provisión de tubos de pipa de madera de cerezo, que son objeto de un importante comercio. En efecto, el cerezo abunda por aquella parte del bajalato, y Van Mitten creyó conveniente contar a su futura esposa este gran hecho histórico: que fue precisamente de Keresum de donde el procónsul Lóculo envió los primeros cerezos que fueron aclimatados en Europa.

Sarabul jamás había oído hablar del célebre catador, y no pareció tomar más que un regular interés por las sabias disertaciones de Van Mitten. Éste era el más triste curdo que pueda imaginarse. Y, sin embargo, su amigo Kerabán, sin que pudiese adivinarse si lo hacía en serio o en broma, no cesaba de felicitarle por la manera con que llevaba su nuevo traje, lo que hacía encogerse de hombros a Bruno.

—Sí, Van Mitten —repetía Kerabán—; esto os sienta admirablemente; ese vestido, ese chalwar, ese turbante… Para ser un curdo completo, no os faltan más que unos grandes y amenazadores bigotes, tales como los que lleva el señor Yanar.

—Jamás he tenido yo bigotes —respondió Van Mitten.

—¿No tenéis bigotes? —exclamó Sarabul.

—¿No tienes bigotes? —repitió Yanar con el tono más desdeñoso.

—¡Pocos, noble Sarabul!

—¡Pues bien, los tendréis! —repuso la imperiosa curda—; ¡yo me encargo de hacéroslos crecer!

—¡Pobre señor Van Mitten! —murmuraba entonces la joven Amasia, recompensándole con una buena mirada.

—¡Bah! ¡Todo esto terminará con una carcajada! —repetía Nedjib, mientras Bruno movía la cabeza como un pájaro de mal agüero.

A la mañana siguiente, 20 de setiembre, después de haber seguido las huellas de una vía romana que Lóculo hizo construir, según se dice, para unir Anatolia a las provincias armenias, la pequeña caravana, favorecida por el tiempo, dejaba atrás la provincia de Aptar, y después, hacia el mediodía, el pueblo de Ordu. Aquel trayecto contorneaba los límites de soberbios bosques, dispuestos sobre las colinas, en las que abundan las esencias más variadas, robles, olmos, arces, plátanos, ciruelos, olivos de una especie estéril, enebros, álamos blancos, granados, moreras blancas y negras, nogales y sicómoros. Allí la vid de una exuberancia vegetal parecida a la de la hiedra de los países templados, escalaba los árboles hasta sus más altas copas. Y esto, sin hablar de los arbustos oxiacantas, agracejos, avellanos, sauquillos, saúcos, nísperos, jazmines, tamariscos, ni las plantas más variadas, azafranes de flor blanca, iris, rosagos, escabiosas, narcisos amarillos, malvas, alelíes, clemátides orientales, etc., y tulipanes silvestres, sí, ¡hasta tulipanes!, que Van Mitten no podía mirar sin que todos los instintos del aficionado no se despertaran en él, aunque la vista de aquella planta evocó algún desagradable recuerdo de su primera unión. Verdaderamente, la existencia de la otra señora Van Mitten constituía, sin embargo, una garantía contra las pretensiones matrimoniales de la segunda. Era una verdadera suerte que el digno holandés estuviese casado en primeras nupcias.

Una vez pasado el cabo Jesum-Burum, el guía dirigió la caravana a través de las ruinas de la antigua ciudad Polemonium, hacia la aldea de Fatisa, donde viajeros y caballos durmieron toda la noche.

Ahmet, con el ánimo siempre alerta, no había abrigado hasta entonces sospecha alguna. Cincuenta leguas y pico acababan de franquear desde Trebisonda, durante las cuales ningún peligro había parecido amenazar a Kerabán y sus compañeros. El guía, poco comunicativo de por sí, siempre les había sacado de apuros con sagacidad e inteligencia. Y, sin embargo,

Ahmet experimentaba por aquel hombre cierta desconfianza que no podía reprimir. Así es que no descuidaba nada de lo que debía afianzar la seguridad de todos, y velaba por la salvación común, sin dejar de ver nada.

El 21, al alba, dejaban Fatisa. Hacia el mediodía dejaban a la derecha el puerto de Onieh y sus astilleros en construcción, en la embocadura del antiguo Oenus. Después, el camino se extendió a través de inmensas plantaciones de cáñamo hasta las bocas del Cherchenbeb, donde la leyenda ha colocado una tribu de amazonas, contorneando cabos y promontorios cubiertos de ruinas, como todos los de aquella histórica costa. Por el pueblo de Terma pasaron después del mediodía, y por la tarde llegaron a Samsum, antigua colonia ateniense, donde hicieron alto para la noche.

Samsum es una de las más importantes escalas de aquella parte del mar Negro, aunque su rada sea poco segura, y su puerto, insuficientemente profundo, está en la embocadura de Kizil Irmark. Sin embargo, el comercio es bastante activo y expide hasta Constantinopla cargamentos de sandías, que, bajo el nombre de arbuses, crecen abundantemente en sus alrededores. El viejo fuerte, pintorescamente levantado sobre la costa, no la defendería más que muy imperfectamente contra un ataque por mar.

En el estado de enflaquecimiento en que se encontraba Bruno le pareció que aquellas sandías, muy acuosas, con las que Kerabán y sus compañeros se regalaron, no serían de suficiente naturaleza para fortificarle, y rehusó comerlas. El hecho es que el buen hombre, aunque muy afectado ya en su robustez, todavía encontraba medio de enflaquecer y el mismo Kerabán se vio obligado a reconocerlo.

—Pero —le decía en tono de consuelo—, nos aproximamos a Egipto, y allí, si quiere, Bruno podrá hacer un negocio ventajoso con su persona.

—¿Y de qué manera? —preguntaba Bruno.

—¡Vendiéndose como momia!

Aquella broma desagradó al infortunado servidor, quien deseó para

Kerabán un castigo peor que el segundo matrimonio de su amo.

—Pero, por desgracia, no le sucederá nada a ese turco —murmuraba—; y todas las desgracias serán para cristianos como nosotros.

Y verdaderamente, Kerabán se portaba a las mil maravillas, sin contar que su buen humor no decaía, desde que veía sus proyectos efectuarse en las mejores condiciones de tiempo y seguridad.

Ni en la aldea de Milisch, ni en el Kizil, que fue cruzado por un puente de barcas durante la mojada de 22 de setiembre, ni en Gersa, donde llegaron a la mañana siguiente, hacia las doce, ni en Chobanlar, se detuvieron los carruajes sino el tiempo necesario para dar descanso a los caballos. Sin embargo, Kerabán hubiese deseado visitar, aunque no fuese más que algunas horas, Bafira o Bafra, situada a alguna distancia, donde se realiza un gran comercio de tabacos, cuyos tays o paquetes, contenidos en latas, habían llenado tan a menudo sus almacenes de Constantinopla; pero era necesario dar un rodeo de más diez leguas, y le pareció conveniente no alargar un camino todavía largo.

El 23, por la tarde, la pequeña caravana llegaba sin novedad a Sinope, sobre la frontera de la Anatolia propiamente dicha.

Sinope es todavía una importante escala del Ponto Euxino, colocada sobre su istmo, la antigua Sinope de Estrabón y Polibio. Su rada es excelente, y se construyen buques con las magníficas maderas de las montañas de Aio- Antonio, que se elevan en los alrededores. Posee un castillo rodeado de una doble muralla, pero no cuenta más que quinientas casas lo más, y apenas cinco o seis mil almas.

¡Ah! ¿Por qué Van Mitten no habría nacido dos o tres mil años antes?

¡Cuánto hubiera admirado aquella célebre ciudad, cuya fundación se atribuye a los argonautas, y que llegó a ser tan importante como colonia milesia, que mereció ser llamada la Cartago del Ponto Euxino, cuyas embarcaciones cubrieron el mar Negro en tiempo de los romanos, y que acabó por ser cedida a Mahomet II «porque gustaba mucho a aquel caudillo de los creyentes»! Pero era muy tarde para volver a encontrar todos los pasados esplendores, de los que no quedan más que fragmentos de comisas, de frontispicios y de capiteles de diversos estilos. Por otra parte, si aquella ciudad debe su nombre a Sinope, hija de Asopo y Metona, que fue consagrada por Apolo y conducida a aquel sitio, aquella vez era otra la ninfa que elevaba el objeto de su ternura, y esta ninfa tenía por nombre Sarabul. Esto fue dicho por Van Mitten no sin cierta angustia. Ciento veinticinco leguas separan a Sinope de Scutari. Le quedaban a Kerabán siete días para recorrerlas. Si no estaba atrasado, tampoco

estaba adelantado. Convenía, por lo tanto, no perder un instante.

El 24, al salir el sol, abandonaron Sinope para seguir las vueltas de la orilla Anatolia. Hacia las diez, la pequeña caravana alcanzaba Istifán, al mediodía la aldea de Apaña, y por la tarde, después de una jornada de quince leguas, se detenía en Ineboli, cuya rada, poco abrigada, abierta a todos los vientos, es poco para los buques de comercio.

Ahmet propuso entonces no tomar allí más que dos horas de reposo y viajar el resto de la noche. Doce horas ganadas valían alguna de fatiga. Kerabán aceptó la proposición de su sobrino.

Nadie protestó, ni aun Bruno. Por otra parte, Yanar y Sarabul también tenían deseos de llegar a orillas del Bósforo para tomar el camino del Curdistán y Van Mitten un deseo no menos grande, pero para fugarse todo lo lejos posible de aquel Curdistán cuyo solo nombre le horrorizaba.

El guía no hizo ninguna oposición a aquel proyecto, y se declaró presto a partir cuando quisieran. De noche, como de día, el camino no le estorbaba, y aquel «holgazán», habituado a marchar por instinto entre espesos follajes, no se sentía apurado al encontrarse sobre caminos que seguían la costa. Partieron, pues, a las ocho de la noche, con una buena luna, llena y brillante, que se elevó en el Este sobre el horizonte del mar, poco después de la puesta del sol. Amasia, Nedjeb y Kerabán, la noble Sarabul, Yanar y Van Mitten, echados en sus carretas, se abandonaron al sueño, al trote de los caballos.

No vieron, por lo tanto, nada del cabo Kerembé, rodeado de aves marinas, cuyos ensordecedores gritos llenaban el espacio. Por la mañana pasaban por Timlé, sin que ningún incidente hubiese turbado el viaje; después llegaban a Kidros, y por la tarde hicieron alto para toda la noche en Amastra. Tenían perfecto derecho a algunas horas de reposo, después de una etapa de más de sesenta leguas, recorridas en treinta y seis horas.

Tal vez Van Mitten (porque siempre es necesario recurrir a este excelente hombre, previamente enterado de las lecturas de su «Guía»); tal vez Van Mitten, si hubiese tenido libertad de movimiento, si el tiempo y el dinero no le hubiesen faltado, tal vez hubiese recorrido el puerto de Amastra para buscar algún objeto del que ningún anticuario osaría desmentir su valor arqueológico.

Nadie ignora, en efecto, que doscientos noventa años antes de Jesucristo, la reina Amastris, mujer de Lisímaco, uno de los capitanes de Alejandro, la célebre fundadora de aquella población, fue encerrada en un pellejo de cuero, y después arrojada por sus hermanos en las aguas del puerto que ella había construido. Porque, ¡qué gloria para Van Mitten, si, fiando en su

«Guía», hubiese logrado pescar el famoso e histórico pellejo! Pero, según antes se ha dicho, el tiempo y el dinero le faltaban, y sin confiar a nadie, ni aun a la noble Sarabul, el motivo de su sueño, se atuvo a sus lamentos de arqueólogo.

A la mañana siguiente, 26 de setiembre, aquella antigua metrópoli de los genoveses, que hoy no es más que una aldea casi miserable, en donde se fabrican algunos juguetes de niños, era abandonada al amanecer.

Tres o cuatro leguas más allá estaba el pueblo de Bartan; después del mediodía llegaron a Filias; a la caída de la tarde, a Ozona, y hacia la medianoche, a la aldea de Eraglf.

Descansaron hasta el amanecer. En suma, era poco, porque los caballos, tanto como los viajeros, comenzaban a estar fatigados por tan larga carrera, que no les había permitido más que raros descansos desde Trebisonda. Pero faltaban cuatro días para llegar al término de aquel itinerario, cuatro días solamente, 27, 28, 29 y 30 de setiembre. Y todavía aquella última mojada era necesario no contarla, puesto que debía ser empleada de otra manera. Si el 30, a primeras horas de la mañana, Kerabán y sus compañeros no alcanzaban las orillas del Bósforo, la situación sería singularmente comprometida. No había que perder un instante, por lo tanto, y Kerabán apresuró la partida, que se efectuó al salir el sol.

Eragli es la antigua Heráclea, de origen griego. Antes fue una gran capital, cuyas murallas en ruinas, en las que medran enormes higueras, dejan adivinar su contorno. El puerto, por otra parte, muy notable, bien protegido por su muralla, ha ido perdiendo importancia, como la ciudad, que no cuenta más que seis o siete mil habitantes. Después de los romanos y los griegos, después de los genoveses, cayó bajo la dominación de Mahomet II, y, de ciudad que tuvo sus días de esplendor, llegó a ser un insignificante villorrio, muerto para la industria y el comercio.

El dichoso novio de Sarabul hubiera tenido que satisfacer una curiosidad.

¿No era, cerca de Heráclea, en la península de Acherusia, donde se abría,

en una mitológica caverna, una de las entradas del Tártaro? ¿No cuenta Diodoro de Sicilia que fue por aquella abertura por donde Hércules llevó a Cerbero, al volver del Infierno? Pero Van Mitten ocultó sus deseos en lo más profundo de su corazón. Y, por otra parte, ¿no encontraba la fiel imagen de aquel Cerbero en su cuñado Yanar, que tan de cerca le custodiaba? Sin duda, el señor curdo no tenía tres cabezas; pero una le bastaba, y cuando la erguía con aire feroz parecía que sus dientes, apareciendo entre sus espesos bigotes, iban a morder como los del perro tricéfalo que Plutón tenía encadenado.

El 27 de setiembre la pequeña caravana atravesó el pueblo de Sakarya; después ganó, por la tarde, el cabo Kerpe, en el sitio mismo donde, dieciséis siglos antes, fue muerto el emperador Aureliano. Allí hicieron alto por la noche, y tuvieron consejo sobre la cuestión de modificar algo el itinerario, a fin de llegar a Scutari en cuarenta y ocho horas, es decir, por la mañana del último día señalado para la vuelta.