Capítulo XII

Capítulo XII

EN EL QUE SE CUENTAN ALGUNAS FRASES CAMBIADAS ENTRE LA NOBLE SARABUL Y SU PROMETIDO

Cuando Ahmet se reunió a sus compañeros, se habían tomado convenientemente las últimas disposiciones; primeramente para comer, y después para dormir.

La alcoba, o, mejor dicho, el dormitorio común, era la caverna, alta, espaciosa, con vueltas y recodos, en donde cada uno podría colocarse a medida de sus deseos. El comedor era la parte llana del campamento, donde rocas derrumbadas y fragmentos de piedras podrían servir de asientos y de mesas.

Se habían sacado algunas provisiones de la carreta tirada por el asno, al que se contaba en el número de los convidados, siendo invitado especialmente por su amigo Kerabán. Un poco de forraje, del que se había hecho acopio, le aseguraba suficiente parte del festín, y rebuznaba de satisfacción.

—Comamos —exclamó Kerabán alegremente—; comamos, amigos míos; comamos y bebamos a nuestro gusto. Así sería menos lo que tenga que llevar a Scutari ese bravo asno.

Es inútil decir que, para aquella comida al aire libre, en medio de aquel campamento iluminado por algunas resinosas antorchas, cada uno se había colocado a su gusto. En medio, Kerabán dominaba sobre una roca, verdadera butaca de honor de aquella reunión.

Amasia y Nedjeb, una cerca de la otra, como dos amigas (no había ni ama ni esclava), sentadas sobre modestas piedras, habían reservado un sitio a Ahmet, que no tardó en reunírseles.

En cuanto a Van Mitten, estaba rodeado a la derecha por el inevitable

Yanar y a la izquierda por la inseparable Sarabul.

Bruno, más delgado que nunca, gruñendo y gimoteando, iba y venía, dedicado a las necesidades del servicio.

No solamente Kerabán estaba de buen humor, como a quien todo le sale bien, sino que, siguiendo su costumbre, su alegría se manifestaba en alegres frases, dirigidas en primer lugar a su amigo Van Mitten. ¡Sí!, aquella aventura matrimonial acaecida a aquel pobre hombre (sacrificado por él y sus compañeros), no cesaba de excitar su picante numen. Al cabo de doce horas aquella historia finalizaría, y Van Mitten no oiría hablar más de los hermanos curdos. Fundado en esos razonamientos, Kerabán no creía tener que guardar miramientos con sus compañeros de viaje.

—Van Mitten, esto va bien, ¿no es verdad? —dijo, frotándose las manos—. ¡Os encontráis en el colmo de vuestros deseos…! ¡Os cortejan buenos amigos…! ¡Una mujer amable, que felizmente habéis encontrado en vuestro camino, os acompaña…! ¡Alá no podría hacer más por vos, aún cuando fueseis uno de sus más fieles creyentes!

El holandés miró a su amigo moviendo algo los labios, pero sin responder.

—¿Calláis? —dijo Yanar.

—¡No…! ¡Hablo…, hablo interiormente!

—¿A quién? —preguntó imperiosamente la noble curda, que le asió vivamente del brazo.

—A vos, querida Sarabul…, a vos… —respondió sin convicción el aturdido

Van Mitten.

Después, levantándose, dijo:

—¡Uf!

Yanar y su hermana, levantándose al mismo tiempo, le seguían en todas sus idas y venidas.

—Si queréis —repuso Sarabul con ese dulce tono que no permite la menor contradicción—; si queréis, no pasaremos más que algunas horas en Scutari.

—¿Si quiero…?

—¿No sois mi dueño, señor Van Mitten? —añadió la insinuante Sarabul.

«Sí —murmuró Bruno—; es su dueño… como si fuese dueño de un dogo que pueda a cada momento saltarle a la garganta».

«Afortunadamente —se decía Van Mitten—, mañana… en Scutari…

separación y abandono… ¡Qué escena en perspectiva!».

Amasia le miraba con un verdadero sentimiento de conmiseración, y no osando quejarse en alta voz, se desahogaba algunas veces con su fiel sirviente.

—¡Pobre señor Van Mitten! —repetía a Bruno—. He ahí a dónde le ha conducido su sacrificio por nosotros.

—Y su condescendencia con el señor Kerabán —respondió Bruno, que no podía perdonar a su amo una conformidad que se trocaba ya en debilidad.

—¡Eh —dijo Nedjeb—; eso, por lo menos, prueba que el señor Van Mitten tiene un corazón bueno y generoso!

—Demasiado generoso —replicó Bruno—. Además, desde que mi amo ha consentido en seguir al señor Kerabán en semejante viaje, no he cesado de repetirle que le sucedería alguna desgracia tarde o temprano. ¡Pero, semejante desgracia! ¡Llegar a ser novio, aún no siéndolo más que por algunos días, de esa endiablada curda! ¡Jamás he podido imaginarme eso…, jamás! ¡La primera señora Van Mitten era una paloma en comparación con la segunda!

Sin embargo, el holandés se había colocado en otro sitio, siempre rodeado de sus dos guardias de corps, cuando Bruno vino a ofrecerle alimento; pero Van Mitten no tenía apetito.

—¿No coméis, señor Van Mitten? —le dijo Sarabul, que le miraba fijamente.

—¡No tengo apetito!

—Verdaderamente, no tenéis apetito —replicó Yanar—. En Curdistán siempre se tiene apetito…, aún después de la comida.

—¡Ah!, ¿en el Curdistán…? —respondió Van Mitten tragándose los bocados.

—¡Bebed! —añadió la noble Sarabul.

—¡Ya, bebo…! ¡Bebo vuestras palabras! Y no osó añadir:

—¡Sólo que ignoro si será bueno para el estómago!

—Bebed, puesto que os lo dice —repuso el feroz Yanar.

—¡No tengo sed!

—¡En Curdistán se tiene siempre sed…, aún después de la comida!

Durante aquel tiempo, Ahmet, siempre alerta, observaba atentamente al guía.

Aquel hombre, sentado aparte, tomaba su parte de comida, pero no podía disimular algunos movimientos de impaciencia. Por lo menos, Ahmet creyó observarlos. ¿Y cómo hubiese podido ser otra cosa? ¡A sus ojos aquel hombre era un traidor! Él debía desear que todos sus compañeros y él hubiesen buscado un refugio en la caverna, donde el sueño les entregaría sin defensa a alguna convenida agresión. Tal vez el guía hubiera querido alejarse para alguna secreta maquinación; pero no osaba hacerlo en presencia de Ahmet, cuya desconfianza conocía.

—Vamos, amigos míos —exclamó Kerabán—; he aquí una buena comida para ser al aire Ubre. ¡Habremos reparado bien nuestras fuerzas antes de nuestra última etapa! ¿No es verdad, pequeña Amasia?

—Sí, señor Kerabán —respondió la joven—. Por otra parte, soy fuerte. Y si fuese necesario volver a comenzar el viaje…

—¿Lo recomenzarías?

—Por seguiros.

—Sobre todo después de haber hecho cierto descanso en Scutari

—exclamó Kerabán—; una parada como la de nuestro amigo Van Mitten

en Trebisonda.

—¡Y se burla todavía! —murmuraba Van Mitten.

Rabiaba interiormente, pero no se atrevía a replicar en presencia de la nerviosa Sarabul.

—¡Ah! —repuso Kerabán—, el matrimonio de Ahmet y de Amasia no será, tal vez, tan bello como los desposorios de nuestro amigo Van Mitten y la noble Sarabul. Sin duda no podré ofrecerles una fiesta en el paraíso de Mahoma, pero haremos bien las cosas, contad conmigo. Quiero que todo Scutari esté convidado a la boda, y que nuestros amigos de Constantinopla llenen los jardines de la mansión.

—No es necesaria tanta pompa —dijo la joven.

—¡Sí…, sí…, querida señorita! —exclamó la bulliciosa Nedjeb.

—Y si yo lo quiero…, si yo lo quiero… —añadió Kerabán—. ¿Es que mi pequeña Amasia pretende contradecirme?

—¡Oh, señor Kerabán!

—Pues bien —repuso el tío levantando su vaso—, a la felicidad de estos jóvenes que merecen tanto ser felices.

—¡Por él, señor Ahmet…! ¡Por la joven Amasia…! —repitieron a una todos aquellos alegres convidados.

—Y a la unión —añadió Kerabán—, sí…, a la unión del Curdistán y

Holanda.

A aquel brindis llevado a cabo con alegre voz, delante de todas aquellas manos extendidas hacia él. Van Mitten, de bueno o mal grado, tuvo que inclinarse a manera de agradecimiento y beber a su propia felicidad.

Aquella comida tan rudimentaria, pero alegremente acogida, terminó. Algunas horas de descanso todavía, y podría terminarse aquel viaje sin muchas fatigas.

—Vamos a dormir hasta el alba —dijo Kerabán—. Cuando sea la hora, nuestro guía se encargará de despertarnos.

—Conforme, señor Kerabán —respondió aquel hombre—; pero ¿no sería mejor que remplazase a vuestro criado Nizib que está al cuidado de los animales?

—No, quedaos aquí —dijo vivamente Ahmet—. Nizib está bien en donde está, y prefiero que os quedéis aquí… Velaremos juntos…

—¿Velar…? —repuso el guía, disimulando mal la contrariedad que experimentaba—. No hay el menor peligro que temer en esta extrema región de Anatolia.

—Es posible —respondió Ahmet—; pero un exceso de prudencia no puede causar ningún perjuicio… Me encargo de remplazar a Nizib en la guardia de los caballos. Por lo tanto, quedaos.

—Como gustéis, señor Ahmet —respondió el guía—. Dispongámoslo todo en la caverna para que vuestros compañeros puedan dormir bien.

—Bueno —dijo Ahmet—, y Bruno supongo querrá ayudamos con el permiso del señor Van Mitten.

—¡Ve, Bruno, ve! —respondió el holandés.

El guía y Bruno entraron en la caverna, llevando las mantas de viaje, capas y caftanes, que debían servir de útiles de cama. Si Amasia, Nedjeb y sus compañeros no se habían mostrado exigentes en la cuestión de la comida, en la cuestión del reposo debían hallar aún más facilidades.

Mientras finalizaban los preparativos, Amasia se había aproximado a

Ahmet, le había cogido de la mano y le decía:

—Mi querido Ahmet, ¿vais a pasar toda la noche sin descansar?

—Sí —respondió Ahmet, que no quería dejar vislumbrar sus inquietudes—. ¿No debo velar por todos aquellos seres que me son queridos?

—En fin, ¿será la última vez?

—¡La última! ¡Mañana habremos terminado con todas las fatigas de este viaje!

—¡Mañana…! —repitió Amasia, levantando sus bonitos ojos hacia el joven, cuya mirada respondió a la suya—. ¡Ese mañana que parece no llegar nunca!

—Y que, sin embargo, va a durar siempre —respondió Ahmet.

—¡Siempre! —murmuró la joven.

La noble Sarabul había tomado la mano de su desposado, y mostrándole a

Amasia y Ahmet:

—¡Los veis, señor Van Mitten, los veis! —dijo suspirando.

—¿A quiénes…? —respondió el holandés, cuyos pensamientos estaban lejos de seguir un curso tan tierno.

—¿Quiénes queréis que sean —replicó agriamente Sarabul— sino esos jóvenes…? ¡Verdaderamente, os encuentro muy serio!

—¡Sabed —respondió Van Mitten— que los holandeses…! ¡Holanda es un país de diques…! ¡Hay diques por todas partes!

—¡No hay diques en el Curdistán! —exclamó la noble Sarabul, herida en su amor propio por tanta frialdad.

—¡No, no hay! —repuso Yanar, sacudiendo el brazo de su cuñado, que creyó ser aplastado por aquella apisonadora viviente.

«¡Afortunadamente —no pudo menos de pensar Kerabán—, nuestro amigo Van Mitten será libertado mañana!».

Después, volviéndose hacia sus compañeros, dijo:

—¡Pues bien, la habitación está pronta! ¡Una habitación de amigos, donde hay sitio para todo el mundo…! ¡Ya son las once…! ¡Sale la luna…!

¡Vamos a dormir!

—¿Vienes, Nedjeb? —dijo Amasia a la joven zíngara.

—Os sigo, señorita.

—¡Buenas noches, Ahmet!

—¡Hasta mañana, querida Amasia, hasta mañana! —respondió Ahmet acompañando a la joven hasta la entrada de la caverna.

—¿Venís conmigo, señor Van Mitten? —dijo Sarabul, con un tono que no tenía nada de agradable.

—¡Ciertamente! —respondió el holandés—. Por otra parte, si fuese necesario podría acompañar a mi joven amigo Ahmet.

—¿Qué decís…? —exclamó la imperiosa curda.

—¿Qué dice? —repitió Yanar.

—Digo —dijo Van Mitten—, digo, querida Sarabul, que mi deber me obliga a velar por vos… y que…

—¡Sea…! ¡Velaréis…, pero allí!

Y le mostró con una mano la caverna, mientras Yanar le empujaba por la espalda, diciendo:

—Hay una cosa de la que os olvidáis, señor Van Mitten.

—¿Que hay una cosa de la que me he olvidado, señor Yanar…? ¿Y cuál?

—¡Que al casaros con mi hermana os habéis casado con un volcán!

Bajo el impulso dado por un vigoroso brazo, Van Mitten franqueó el umbral de la caverna, donde su desposada acababa de precederle, y en la que le siguió Yanar acto seguido.

En el momento en que Kerabán iba a entrar a su vez, Ahmet le detuvo por el brazo, diciendo:

—¡Tío, una palabra!

—¡Nada más que una, Ahmet! —respondió Kerabán—. Estoy cansado y tengo necesidad de dormir.

—Bien, pero os ruego que me oigáis.

—¿Qué tienes que decirme?

—¿Sabéis dónde estamos?

—¡Sí…, en el desfiladero de Nerisa!

—¿A qué distancia de Scutari?

—A cinco o seis leguas apenas.

—¿Quién os lo ha dicho?

—Nuestro guía.

—¿Y tenéis confianza en ese hombre?

—¿Por qué había de desconfiar?

—¡Porque ese hombre, a quien vengo observando desde hace algunos días, tiene trazas muy sospechosas! —respondió Ahmet—. ¿Le conocéis, tío? ¡No! En Trebisonda se ofreció a conduciros hasta el Bósforo. Habéis aceptado sus servicios sin saber quién era. Hemos partido bajo su dirección…

—¡Y bien, Ahmet; me parece que ha probado suficientemente que conocía los caminos de Anatolia!

—Desde luego, tío.

—¿Buscas polémica, sobrino? —preguntó Kerabán, cuya frente comenzó a arrugarse con una persistencia algo inquieta.

—¡No, tío, no, y os ruego que veáis en mí ninguna intención de desagradaros…! ¡Pero, ¿qué queréis?, no estoy tranquilo, y temo por todos los que amo!

La emoción de Ahmet era tan visible, mientras hablaba así, que su tío no pudo oírle sin emocionarse.

—Veamos, Ahmet, hijo mío, ¿qué tienes? —repuso—. ¿Por qué esos temores, en el momento en que todas nuestras fatigas van a terminar? Quiero convenir contigo… pero contigo solamente… que ha sido una terquedad al emprender este insensato viaje. ¡Confesaré que sin mi insistencia en hacerte abandonar Odesa, el rapto de Amasia

probablemente no se hubiera efectuado…! ¡Sí, todo es por mi culpa…! Pero, en fin, henos aquí al término de nuestro viaje… Tu casamiento no se retardará ni un día… Mañana estaremos en Scutari…, y mañana…

—¿Y si mañana no estuviésemos en Scutari, tío? ¿Si estuviésemos más lejos de lo que nos dice ese guía? ¿Si nos hubiese extraviado a propósito, después de habernos aconsejado abandonar los caminos del litoral? ¿Y, en fin, si ese hombre fuese un traidor?

—¿Un traidor…? —exclamó Kerabán.

—Sí —repuso Ahmet—. ¿Y si ese traidor sirviese a los intereses de los que raptaron a Amasia?

—¡Por Alá, sobrino! ¿De dónde puedes deducir esa idea, y en qué se funda? ¿En simples presentimientos?

—¡No, en hechos, tío! ¡Escuchadme! Desde hace algunos días, ese hombre nos ha abandonado a menudo durante las paradas, bajo el pretexto de ir a reconocer el camino… En muchos sitios se ha alejado, no inquieto… La noche última abandonó durante una hora el campamento… Le seguí, ocultándome, y afirmaría… y aún afirmo, que una señal con fuego fue dada desde un punto del horizonte…, una señal que él aguardaba.

—En efecto, es grave, Ahmet —respondió Kerabán—. Pero ¿para qué relacionar las maquinaciones de ese hombre con el rapto de Amasia en el Güidar?

—¡Eh, tío! ¿Dónde iba esa embarcación? ¿Al pequeño puerto de Atina, donde se estrelló? ¡No, evidentemente…! ¿No sabemos que fue arrojada por la tempestad fuera de su camino? ¡Pues bien, por mi parte, su destino era Trebisonda, donde se aprovisionan los harenes de esos nauabs de Anatolia…! Allí se pudo fácilmente saber que la joven robada había sido salvada del naufragio, ponerse tras su pista y enviarnos ese guía para conducir nuestra pequeña caravana hasta cualquier asechanza.

—Sí, Ahmet —respondió Kerabán—, en efecto… ¡Quizá tengas razón…!

¡Es posible que nos amenace algún peligro…! ¡Has velado…, has hecho bien, y esta noche velaré contigo!

—No, tío —repuso Ahmet—; descansad… Estoy bien armado, y al primer alerta…

—¡Te digo que velaré también! —repuso Kerabán—. ¡No podrá decirse que la imprudencia de un testarudo de mi especie haya podido traer alguna nueva catástrofe!

—No, no os fatiguéis inútilmente… El guía, según mi orden, debe pasar la noche en la caverna… Entrad.

—¡No entraré!

—Tío…

—¿Vas a contrariarme ahora? —replicó Kerabán—. ¡Ah! ¡Ten cuidado, Ahmet! ¡Hace mucho tiempo que nadie ha disputado conmigo!

—Sea, tío, sea; velaremos juntos.

—Sí, una velada sobre las armas, ¡y desgraciado el que se aproxime a nuestro campamento!

Kerabán y Ahmet iban y venían, las miradas fijas en el estrecho paso; escuchando los menores ruidos que hubieran podido propagarse en medio de aquella silenciosa noche, montaron guardia a la entrada de la caverna.

Dos horas transcurrieron de aquella forma. Nada sospechoso se había producido hasta entonces que fuese digno de justificar las suposiciones de Kerabán y su sobrino. Podían, por lo tanto, esperar que la noche terminase sin incidentes, cuando hacia las tres de la mañana, gritos, verdaderos gritos de espanto, resonaron en la extremidad del paso.

Kerabán y Ahmet saltaron en seguida hacia sus armas, que habían depositado al pie de una roca, y aquella vez, poco confiado en la eficacia de sus pistolas, el tío había cogido un fusil.

En el mismo instante, Nizib, corriendo muy sofocado, aparecía en la entrada del desfiladero.

—¡Ah, amo mío!

—¿Qué hay, Nizib?

—¡Señor…, allá abajo…, allá abajo…!

—¿Allá abajo…? —dijo Ahmet.

—¡Los caballos!

—¿Nuestros caballos…?

—¡Sí!

—Pero, ¡habla, estúpido, animal! —exclamó Kerabán, sacudiendo rudamente el pobre mozo—. ¿Nuestros caballos?

—¡Han sido robados!

—¿Robados?

—¡Sí! —repuso Nizib—. Dos o tres hombres… se han apoderado…

—¡Se han apoderado de nuestros caballos! —exclamó Ahmet—. ¿Se los han llevado?

—¡Sí!

—¿Por esa dirección? —repuso Ahmet, indicando hacia el Oeste.

—¡Por ese lado!

—Es necesario correr… detrás de esos bandidos… y recuperar los caballos… —exclamó Kerabán.

—Aguardad tío —respondió Ahmet—. Es imposible recuperar nuestros caballos… Ante todo es necesario poner nuestro campamento en estado de defensa.

—¡Ah!, amo mío… —dijo repentinamente Nizib a media voz—. ¡Mirad, mirad…! ¡Allí…, allí!

Y con la mano mostraba la arista de una alta roca que se destacaba a la

izquierda.