Capítulo XIII

Capítulo XIII

EN EL QUE, DESPUÉS DE HABER DISPUTADO CON SU ASNO, KERABÁN SE ENCUENTRA FRENTE A FRENTE CON SU MAYOR ENEMIGO

Kerabán y Ahmet se habían vuelto. Miraban en la dirección indicada por

Nizib. Lo que vieron les hizo retroceder rápidamente, para no ser vistos.

Sobre el borde de aquella roca, en la parte opuesta a la caverna, se arrastraba un hombre que trataba de ganar el ángulo extremo (sin duda para observar desde más cerca las disposiciones del campamento). Al ver aquello, era lógico pensar que entre el guía y aquel hombre existía un secreto acuerdo.

En realidad, es necesario decir que en toda la maquinación organizada alrededor de Kerabán y sus compañeros, Ahmet había sabido ver lo necesario. Su tío se vio obligado a reconocerlo. Era preciso, por otra parte, admitir que el peligro era inminente, que una agresión se preparaba en la oscuridad, y que aquella noche la pequeña caravana, después de haber sido atraída a una emboscada, corría a una total destrucción.

En un primer movimiento irreflexivo, Kerabán apuntó a aquél espía que se aventuraba hasta el limite del campamento. Un segundo más tarde la bala partiría, y el hombre caería mortalmente herido. Pero hubiese sido dar la alarma y comprometer una situación ya grave.

—¡Deteneos, tío! —dijo Ahmet en voz baja, levantando el arma dirigida hacia la cima de la roca.

—Pero, Ahmet…

—No… nada de disparos, que puede parecer una señal de ataque. Y en cuanto a ese hombre, es mejor cogerle vivo. Es necesario saber por cuenta de quién obran esos miserables.

—Pero ¿cómo apoderarse de él?

—Dejadme hacer… —respondió Ahmet.

Y desapareció hacia la izquierda, rodeando la roca, a fin de subir por la parte de atrás.

Durante aquel tiempo, Kerabán y Nizib estaban prontos a intervenir si el caso lo requería.

El espía, echado de bruces, iba a ganar el ángulo extremo de la roca. Su cabeza asomaba por el borde. A la brillante claridad de la luna intentaba ver la entrada de la caverna.

Medio minuto después, Ahmet aparecía sobre la plataforma superior, y arrastrándose a su vez con extrema precaución, se abalanzaba hacia el espía, que no podía percibirle.

Por desgracia, una inesperada circunstancia iba a poner a aquel hombre en aviso y evitar el peligro que le amenazaba.

En aquel mismo momento, Amasia acababa de abandonar la caverna. Una profunda inquietud, de la que no se daba cuenta, la turbaba hasta el punto de no dejarla dormir. Sentía a Ahmet amenazado, ya de un disparo, ya de una puñalada.

Apenas Kerabán percibió a la joven, le hizo seña de detenerse. Pero Amasia no le comprendió, y, levantando la cabeza, divisó a Ahmet en el momento en que éste se dirigía hacia la roca. Dio un grito de espanto. A aquel grito el espía se volvió rápidamente, después se levantó, y, viendo a Ahmet medio encorvado todavía se arrojó sobre él.

Amasia, clavada en aquel sitio por el terror, tuvo aún fuerza para gritar:

—¡Ahmet, Ahmet…!

El espía, con un cuchillo en la mano, iba a herir a su adversario; pero

Kerabán, echándose el fusil a la cara, disparó.

El espía, herido mortalmente en el pecho, dejó caer su puñal y rodó por tierra.

Un instante después Amasia estaba en los brazos de Ahmet, quien, deslizándose desde lo alto de la roca, acababa de reunirse a ella.

Sin embargo, todos los huéspedes de la caverna acababan de salir al ruido de la detonación, todos, salvo el guía.

Kerabán, blandiendo su arma, exclamaba:

—¡Por Alá! He ahí un buen tiro.

—¡Más peligros! —murmuró Bruno.

—No me abandonéis, Van Mitten —dijo la enérgica Sarabul, cogiendo del brazo a su futuro.

—No os abandonará, hermana mía —respondió resueltamente Yanar. Sin embargo, Ahmet se había aproximado al cuerpo del espía.

—Este hombre está muerto, y lo hubiéramos necesitado vivo. Nedjeb miró el cadáver y exclamó:

—Pero… ese hombre��� es…

Amasia acababa de aproximarse a su vez.

—¡Sí, es él…, es Yarhud! —dijo—. Es el capitán del Güidar.

—¿Yarhud? —exclamó Kerabán.

—¡Ah!, yo tenía razón —dijo Ahmet.

—¡Sí! —repuso Amasia—. ¡Es el hombre que nos robó de la casa de mi padre!

—Le reconozco —añadió Ahmet—; le reconozco yo también. Es el que vino a ofrecernos mercancías momentos antes de mi partida… Pero no puede estar solo… Toda una cuadrilla de malhechores está sobre nuestra pista… Y para impedirnos continuar nuestro viaje, acaban de robamos nuestros caballos.

—¡Nuestros caballos! ¡Robados! —exclamó Sarabul.

—Nada de eso nos hubiera sucedido si hubiésemos seguido el camino del

Curdistán —añadió Yanar.

Y su mirada, fija sobre Van Mitten, parecía hacer al pobre hombre responsable de todas aquellas complicaciones.

—Pero, en fin, ¿por cuenta de quién obraba este Yarhud? —preguntó

Kerabán.

—Si estuviese vivo, podríamos arrancarle su secreto —exclamó Ahmet.

—Tal vez lleve sobre él algún papel… —dijo Amasia.

—Sí…, es necesario registrar ese cadáver —respondió Kerabán.

Ahmet se inclinó sobre el cuerpo de Yarhud, mientras Nizib aproximaba una linterna encendida que acababa de coger en la caverna.

—¡Una carta! ¡He aquí una carta! —dijo Ahmet retirando su mano del bolsillo del capitán maltés.

Aquella carta estaba dirigida a un tal Scarpante.

—¡Lee, Ahmet! —exclamó Kerabán, que no podía dominar su impaciencia. Y Ahmet, después de haber abierto la carta, leyó lo que sigue:

—«Una vez robados los caballos de la caravana, cuando Kerabán y sus compañeros estén dormidos en la caverna donde les habrá conducido Scarpante…».

—¡Scarpante! —exclamó Kerabán—. ¡Ése es, pues, el nombre de nuestro guía, el nombre de ese traidor!

—¡Sí…, no me había engañado sobre su procedencia! —dijo Ahmet. Después, continuó:

—«Que Scarpante haga una señal agitando una antorcha, y nuestros hombres se lanzarán hacia las gargantas de Nerisa».

—¿Y eso está firmado? —preguntó Kerabán.

—Esto está firmado… Saffar.

—¡Saffar…! ¡Saffar…! ¿Sería él…?

—Sí —respondió Ahmet—; es evidentemente aquel insolente personaje que encontramos en el ferrocarril de Poti, y que, algunas horas después, embarcaba para Trebisonda. Sí, ese Saffar es quien hizo robar a Amasia y quien quiere recuperarla a todo precio.

—¡Ah, Saffar! —exclamó Kerabán levantando su cerrado puño y dejándolo caer sobre una cabeza imaginaria—. Si alguna vez me encuentro cara a cara contigo…

—Pero ese Scarpante —repuso Ahmet—, ¿dónde está?

Bruno se había precipitado a la caverna y volvía a salir casi al momento, diciendo:

—Desapareció, sin duda, por alguna otra salida.

Era, en efecto, lo que había sucedido. Scarpante, una vez descubierta su traición, acababa de huir por el fondo de la caverna.

Así, aquella criminal maquinación había sido descubierta con todos sus detalles. Era el intendente de Saffar quien se ofreció como guía. Era Scarpante quien había conducido a la pequeña caravana, primeramente por los caminos de la costa, y después a través de aquellas montañosas regiones de Anatolia. Eran de Yarhud las señales que habían sido vistas por Ahmet durante la precedente noche, y era el capitán del Güidar quien, deslizándose en la sombra, traía a Scarpantes las últimas órdenes de Saffar.

Pero la vigilancia y, sobre todo, la perspicacia de Ahmet acababan de descubrir todas aquellas maniobras. Descubierto el traidor, los criminales designios de su amo se dieron a conocer. El nombre del autor del rapto de Amasia se conocía ya. Kerabán amenazaba con sus más terribles represalias a ese Saffar.

Pero si la emboscada en la que había caído la pequeña caravana había sido descubierta, el peligro no era menor, puesto que podían atacarla de un momento a otro.

Por eso Ahmet, con su carácter resuelto, tomó rápidamente el único partido que había que tomar.

—Amigos míos —dijo—, es necesario abandonar las gargantas de Nerisa. Si nos atacasen en este estrecho desfiladero, dominado por altas rocas, no saldríamos vivos.

—Partamos —respondió Kerabán—. Bruno, Nizib y vos, señor Yanar, tened prestas vuestras armas a cualquier eventualidad.

—Contad con nosotros, señor Kerabán —respondió Yanar—, y veréis lo que sabemos hacer mi hermana y yo.

—Cierto —respondió la valiente curda blandiendo su yatagán con un movimiento espectacular—. No olvidaré que tengo un esposo a quien defender.

Van Mitten sintió una profunda humillación al oír hablar así a aquella intrépida mujer. Pero a su vez cogió un revólver, decidido a cumplir con su deber.

Todos iban a subir al desfiladero para ganar los llanos próximos, cuando Bruno, como hombre que en cuestiones de comida está siempre alerta, hizo esta reflexión:

—Pero no podemos dejar aquí este asno.

—En efecto —respondió Ahmet—. Tal vez Scarpante nos ha internado en esta remota región de Anatolia. Tal vez nos hallemos más lejos de Scutari de lo que pensamos. Y en esta carreta están las únicas provisiones que nos quedan.

Todas aquellas hipótesis eran muy plausibles. Debía temerse, sin embargo, que la intervención de un traidor hubiese comprometido la llegada de Kerabán y sus compañeros a las orillas del Bósforo, alejándoles de su fin.

Pero aquél no era lugar para razonar todo aquello; era necesario obrar sin perder un instante.

—Pues bien —dijo Kerabán—, este asno nos seguirá; ¿y por qué no

habría de seguirnos?

Y diciendo esto, cogió al animal por el ronzal, tirando de él.

—Vamos —dijo.

El asno no se movió.

—¿Vendrás por las buenas? —dijo Kerabán dándole un fuerte tirón. El asno, que sin duda era muy terco, tampoco se movió.

—Empújale, Nizib ��dijo Kerabán.

Nizib, ayudado por Bruno, trató de empujar al borrico por detrás. El asno retrocedió más que avanzó.

—¡Ah, te obstinas! —exclamó Kerabán, que comenzaba a incomodarse seriamente.

—Bueno —murmuró Bruno—, testarudo contra testarudo.

—¿Intentas resistirme? —repuso Kerabán.

—Vuestro amo ha encontrado un digno rival —dijo Bruno a Nizib, cuidando de no ser oído.

—Me extrañaría —respondió Nizib con el mismo tono. Sin embargo, Ahmet repetía con impaciencia:

—Es necesario partir. No podemos tardar ni un momento. Abandonad ese asno.

—¿Ceder yo? ¡Jamás! —exclamó Kerabán.

Y cogiendo la cabeza del animal por las orejas, y después sacudiéndolas, como si quisiese arrancárselas, bramó:

—¿Andarás?

El asno no se movió.

—¡Ah!, no quieres obedecerme —dijo Kerabán—. Pues bien, yo sabré obligarte a andar.

Corrió Kerabán a la entrada de la caverna, y, recogiendo algunos puñados de hierba seca, hizo una pequeña pelota, que presentó al asno. Éste dio un paso hacia adelante.

—¡Ah! ¡Ah! —exclamó Kerabán—; ¡es necesario esto para decidirte a andar! Pues bien por Mahoma, andarás.

Poco después aquella pequeña pelota de hierba estaba sujeta en la extremidad de las varas de la carreta, pero a una distancia suficiente para que el asno, aún estirando la cabeza, no pudiera cogerla. El animal, incitado por aquel atractivo, que iba siempre delante de él empezó a caminar.

—¡Muy ingenioso! —dijo Van Mitten.

—Pues bien, imitadle —exclamó la noble Sarabul, arrastrándole detrás de la carreta.

Ella era también un atractivo móvil, pero un atractivo que Van Mitten, al contrario del asno, temía alcanzar.

Todos, siguiendo la misma dirección, abandonaron pronto el campamento, donde la posición no hubiera sido sostenible.

—Así, Ahmet —dijo Kerabán—, ¿crees que ese Saffar es el mismo personaje insolente que, por pura terquedad, hizo que mi coche de posta fuese destrozado por el ferrocarril de Poti?

—Sí, tío; pero ante todo, es el miserable que hizo robar a Amasia, y es a mí a quien pertenece.

—En parte, a los dos, sobrino Ahmet; en parte a los dos —respondió

Kerabán—; y que Alá nos ayude.

Apenas Kerabán, Ahmet y sus compañeros habían subido por el desfiladero unos cincuenta pasos, cuando los bordes de las rocas se coronaron de salteadores. Se oía una gran gritería y sonaban tiros por todas partes.

—¡Atrás, atrás! —exclamó Ahmet, haciendo retroceder a todos hasta los límites del campamento.

Era demasiado tarde para abandonar las gargantas de Nerisa; demasiado tarde para ir a buscar en las plataformas superiores una posición defensiva mejor. Los hombres pagados por Saffar, en número de una docena, acababan de empezar el ataque.

Su jefe los excitaba en aquella criminal agresión, y, en la situación que ocupaban, todas las ventajas eran para ellos.

Las vidas de Kerabán y sus compañeros estaban a su merced.

—¡A nosotros, a nosotros! —exclamó Ahmet, cuya voz dominó el tumulto.

—Las mujeres en medio —respondió Kerabán.

Amasia, Sarabul y Nedjeb formaron un grupo, alrededor del cual se situaron Kerabán, Ahmet, Van Mitten, Yanar, Nizib y Bruno. Eran seis hombres para resistir a la tropa de Saffar (uno contra dos), con la ventaja de la posición.

Casi en seguida aquellos bandidos, lanzando horribles imprecaciones, hicieron irrupción por el paso y rodaron como una avalancha en medio del campamento.

—¡Amigos míos —exclamó Ahmet—, defendámonos hasta la muerte! Comenzó el combate. Nizib y Bruno fueron heridos ligeramente, pero no

cejaron y siguieron luchando, no menos valerosamente que la valiente

curda, cuya pistola respondió a las detonaciones de los salteadores.

Era evidente, por otra parte, que éstos tenían orden de apoderarse de Amasia, de cogerla viva, y que buscaban combatir con arma blanca, a fin de no herir a la joven.

Así, en los primeros instantes, a pesar de su superioridad, la ventaja no fue de ellos, y muchos cayeron gravemente heridos.

Entonces dos nuevos combatientes, no menos formidables, aparecieron en el teatro de la lucha.

Eran Saffar y Scarpante.

—¡Ah, el miserable! —exclamó Kerabán—. ¡Es él, es el hombre del ferrocarril!

E intentó llegar hasta él, pero sin conseguirlo, viéndose obligado a afrontar a los que le atacaban.

Ahmet y los suyos, sin embargo, resistían intrépidamente. Todos tenían un único pensamiento: salvar a Amasia a cualquier precio; a cualquier precio impedir que cayese de nuevo en las manos de Saffar. Pero, a pesar de tanto valor y tanto denuedo, fue pronto necesario ceder ante el número. Así, poco a poco, Kerabán y sus compañeros comenzaron a replegarse y a retroceder a las rocas del desfiladero. Ya el desorden se produjo.

Saffar se apercibió de ello.

—¡A ti te toca ahora, Scarpante! —exclamó mostrando a la joven.

—Sí, señor Saffar —respondió Scarpante—; y esta vez no se nos escapará.

Aprovechándose del desorden, Scarpante consiguió arrojarse sobre

Amasia, a la que cogió y se esforzó en arrastrar fuera del campamento.

—¡Amasia, Amasia! —exclamó Ahmet.

Quiso precipitarse hacia ella, pero un grupo de bandidos le cortó el camino y se vio obligado a detenerse para hacerles frente.

Yanar trató entonces de arrancar a la joven de los brazos de Scarpante; no pudo llegar, y Scarpante, levantándola entre sus brazos, dio algunos pasos hacia el desfiladero.

Pero Kerabán disparó hacia Scarpante, y el traidor cayó mortalmente herido, después de haber soltado a la joven, que intentó vanamente reunirse con Ahmet.

—¡Scarpante, muerto…! ¡Venguémosle! —exclamó el jefe de los bandidos—. ¡Venguémosle!

Todos se arrojaron entonces sobre Kerabán y sus compañeros con una

furia imposible de resistir. Atacados por todas partes, apenas podían hacer uso de sus armas.

—¡Amasia, Amasia! —exclamó Ahmet, tratando de socorrer a la joven, a la que Saffar acababa de coger y arrastraba fuera del campamento.

—¡Valor, valor…! —No cesaba de gritar Kerabán.

Pero presentía que los suyos, superados por el número, estaban perdidos. En aquel momento, un tiro, disparado desde lo alto de las rocas, hizo caer

a uno de los asaltantes al suelo. Otras detonaciones se sucedieron rápidamente. Algunos de los bandidos cayeron también, y su caída provocó el espanto entre sus compañeros.

Saffar se había detenido un instante, buscando el origen de aquellos tiros.

¿Era un refuerzo inesperado que llegaba a Kerabán? Pero ya Amasia había podido desprenderse de los brazos de Saffar, desconcertado por aquel súbito ataque.

—¡Padre mío, padre mío…! —exclamó la joven.

Era Selim, en efecto, Selim seguido de unos veinte hombres, bien armados, que corría al socorro de la pequeña caravana en el mismo momento en que iba a ser destruida.

—¡Sálvese quien pueda! —exclamó el jefe de los bandidos, iniciando la fuga.

Y desapareció con los sobrevivientes de su tropa, por la caverna, al final de la cual se abría, según sabemos ya, una segunda boca.

—¡Cobardes! —exclamó Saffar viéndose abandonado—. ¡Pues bien, no la tendrán viva!

Y se precipitó sobre Amasia, en el momento en que Ahmet se lanzaba sobre él.

Saffar descargó sobre el joven el último tiro de su revólver, pero no le alcanzó. Kerabán, que no había perdido nada de su sangre fría, tuvo más acierto. Saltó sobre Saffar, le cogió por la garganta, y le dio una puñalada en el corazón.

Saffar, en sus últimas convulsiones, no pudo oír a su adversario gritar:

—Toma, para que no vuelvas a obstaculizar mi camino. Kerabán y sus compañeros estaban salvados.

Apenas algunos habían recibido ligeras heridas. Y, sin embargo, todos se habían portado bien: Bruno y Nizib, cuyo coraje no se había desmentido; Yanar, que había luchado con valor; Van Mitten, que se había distinguido en la pelea, y la enérgica curda, cuya pistola había resonado a menudo en lo más fuerte de la acción. Por otra parte, sin la oportuna llegada de Selim no se sabe lo que hubiese sido de Amasia y sus defensores.

Todos hubiesen perecido, porque estaban decididos a dejarse matar por ella.

—¡Padre mío, padre mío…! —exclamó la joven arrojándose en los brazos de Selim.

—Mi viejo amigo —dijo Kerabán—. ¿Vos… vos aquí?

—¡Sí, yo! —respondió Selim.

—¿Cómo es que la casualidad os ha guiado? —preguntó Ahmet.

—No fue la casualidad —respondió Selim—. Desde hace mucho tiempo me hubiera puesto en busca de mi hija, si, cuando ese capitán la raptó de mi palacio, no me hubiese herido…

—¿Herido, padre mío?

—¡Sí, un disparo partió de aquella embarcación! Durante un mes, retenido por aquella herida, no he podido abandonar Odesa. Pero, hace algunos días, un telegrama de Ahmet…

—¿Un telegrama? —exclamó Kerabán, a quien aquella palabra malsonante puso repentinamente en guardia.

—Sí, un telegrama desde Trebisonda.

—¡Ah!, era un…

—Sin duda, tío mío —respondió Ahmet, que se abrazó a Kerabán—. Y por una vez que he enviado un telegrama sin vuestro permiso, confesad que he hecho bien.

—Sí, has hecho una maldad que te ha salido bien —respondió Kerabán, moviendo la cabeza—; pero que no te vuelva a suceder, sobrino.

—Entonces —repuso Selim—, sabiendo por ese telegrama que no estaba libre de peligro vuestra pequeña caravana, reuní esos bravos servidores, llegué a Scutari, me lancé por el camino del litoral.

—Y por Alá, amigo Selim —exclamó Kerabán—, habéis llegado a tiempo. Sin vos estábamos perdidos. Y, sin embargo, nuestra pequeña tropa se batía de manera excelente.

—Sí —añadió Yanar—; y mi hermana ha demostrado que, en caso necesario, sabía disparar un arma de fuego.

—¡Qué mujer! —murmuró Van Mitten.

En aquel momento los nuevos resplandores del alba comenzaban a blanquear el horizonte. Algunas nubes inmóviles en el cénit aparecían iluminadas con los primeros rayos del sol.

—Pero, ¿dónde estamos, amigo Selim? —preguntó Kerabán—. ¿Y cómo habéis podido reuniros con nosotros en esta región donde un traidor ha conducido a nuestra caravana?

—¡Y lejos de nuestro camino! —añadió Ahmet.

—No, amigos míos, no —respondió Selim—. Estáis camino de Scutari, sólo a algunas leguas del mar.

—¿De veras? —dijo Kerabán.

—Las orillas del Bósforo están allí —añadió Selim, extendiendo su mano hacia el Noroeste.

—¿Las orillas del Bósforo? —exclamó Ahmet.

Y todos subieron a las rocas, a fin de ganar la plataforma superior, que se extendía por encima de las gargantas de Nerisa.

—¡Mirad, mirad! —dijo Selim.

En efecto, un fenómeno se producía en aquel momento; fenómeno natural, que, por un sencillo efecto de refracción, hacía aparecer a lo lejos los parajes tan deseados.

A medida que iba siendo de día, un espejismo parecía adelantar los objetos situados en el horizonte. Las colinas, que se extendían por los límites de la llanura, se hundían en el suelo como las pinturas de una decoración.

—¡El mar, es el mar! —exclamó Ahmet. Y todos repitieron con él:

—¡El mar, el mar!

Y aunque esto fue un efecto de refracción, el mar estaba apenas a algunas leguas.

—¡El mar, el mar! —No cesaba de repetir Kerabán—. Pero, si no es el

Bósforo, si no es Scutari, estamos al último día del mes, y…

—¡Es el Bósforo, es Scutari! —exclamó Ahmet.

El fenómeno acababa de acentuarse, y, sin embargo, toda la silueta de una ciudad en anfiteatro se destacaba en los últimos planos del horizonte.

—¡Por Alá, es Scutari! —repitió Kerabán—. He ahí sus alrededores, que dominan el estrecho. He ahí la mezquita de Buynk-Djami.

Y en efecto, era Scutari, que Selim acababa de abandonar tres horas antes.

—¡En marcha, en marcha! —exclamó Kerabán.

Y como buen musulmán, que en todas las cosas reconoce la grandeza de

Dios, añadió volviéndose hacia el sol saliente:

—¡Alá es grande!

Un instante después la pequeña caravana se dirigía hacia el camino que

contornea la orilla izquierda del estrecho.

Cuatro horas después, el 30 de setiembre (último día fijado para la celebración del matrimonio de Amasia y Ahmet), Kerabán, sus compañeros y su asno, después de haber dado término a aquella vuelta al mar Negro, aparecían en las alturas de Scutari, y saludaban con sus aclamaciones las orillas del Bósforo.