Este capitulo contiene contenido apto para mayores de edad. Puede contener escritura subida de tono.
Con el supervisor fue otro tipo de caos. Un caos donde, en realidad, parecía que sufría algo parecido al síndrome de Estocolmo, y vi a mi depredador como mi salvador.
Recuerdo que, a los pocos días de volver a la empresa, me llamó para preguntarme si me pasaba algo. Me dijo que había estado preocupado por mí. Le respondí que no, que estaba bien. Como se portó como un amigo, y era un hombre mayor... realmente mayor (me llevaba varios años, incluso era mayor que mi papá), no me cabía en la cabeza que tuviera alguna mala intención conmigo. Yo tenía 19 años. Él tenía 43. ¡Cuarenta y tres! Y para colmo, tenía la manía de llamarme “fea” de forma sarcástica cada vez que me veía. Sabía que no lo era. No bajo ningún aspecto. Mi cuerpo y mis facciones siempre habían sido agradables a la vista de cualquier hombre.
No sé por qué se me ocurrió contarle lo que había pasado, precisamente a él. Tal vez lo vi como una figura de autoridad, alguien que podía defenderme. Y creí, honestamente, que era así. Dos días después, volvió con el dinero en efectivo del pago que el gerente me había prometido entregar “en su departamento”. Luis —llamémosle así— me lo entregó directamente en la mano.
—Hola, Luis, ¿y esto de qué es? —le pregunté sorprendida, justo al lado de la impresora donde estaba sacando unos papeles que él necesitaba.
—Es el dinero que te debían. Le pedí al gerente que me lo entregara y yo me encargaba de que firmaras la recepción —dijo con una sonrisa tan grande que, sin pensarlo, lo abracé. De verdad sentí que me estaba ayudando sin ningún interés oculto.
Hoy, ya en mis treinta, me duele recordar lo idiota que fui. Pero son cosas que la vida enseña. No hay nada más peligroso que un hombre con poder, especialmente frente a una mujer joven e inexperta.
—Muchas gracias. De verdad pensé que no me iban a pagar. Estaba preocupada, sobre todo porque aún estoy alistando la documentación que me pediste. ¿Aún quieres que trabaje en eso? —le dije, con la esperanza de seguir trabajando.
Y vuelve y juega: de nuevo estaba sola en la oficina. Ya todos se habían ido, incluyendo el gerente. Solo quedábamos Luis y yo. Para mi desgracia, volvió a pasar lo que no debía pasar.
—La verdad… todo depende de ti —me dijo mirándome fijamente—. Desde que llegaste me tienes loco. Tu dulzura, tu inocencia... siento que debo protegerte. Pero si no aceptas, lo entiendo. Solo que no podré seguir viéndote, porque eso me haría daño. Mis sentimientos por ti seguirán creciendo con el tiempo.
Lo recuerdo y me dan ganas de llorar. Era una niña. ¡Por Dios! Él podría haber sido mi padre. Y sin embargo, ahí estaba yo, con mis manos sostenidas por él a la altura de su pecho. Tal vez fue eso. Tal vez fue el dinero que acababa de darme y que necesitaba con urgencia. No sé cuál fue el detonante, pero la tonta de mí solo pudo decir:
—No entiendo… ¿qué es lo que deseas?
Él tenía experiencia. Sabía qué palabras usar con una niña que, como yo, carecía de afecto, de vivencias y de seguridad económica.
—Deseo que seas mi novia, fea. Sé mi novia —y sin dejarme reaccionar, sin darme tiempo siquiera a respirar, me soltó las manos y las llevó a mis mejillas para plantarme mi segundo beso.
Debo admitir que este no me resultó tan desagradable. No metió lengua ni nada. Pero fue raro. Su barba y bigote me escocían. Creo que no respondí al beso, pero recuerdo que apreté con fuerza el dinero que me había dado. Cuando se apartó, solo pude decir:
—Déjame pensarlo.
Iba a retirarme, pero él fue más rápido. Me sujetó suavemente del brazo.
—Lo siento, no puedo esperar. Necesito una respuesta hoy. No podría seguir trabajando contigo si no eres mía. Me haría daño verte todos los días y saber que no puedo tocarte ni cuidarte, fea.
—Ok. Acepto —no sé ni por qué lo dije, pero recuerdo mi siguiente frase—. Nos vemos mañana, me voy a la U, ya es tarde.
—No, amor, ¿cómo se te ocurre? Yo te llevo. Vamos en la camioneta —apagó las luces y salimos juntos.
Para ese momento, ya debía saber que tenía una excelente suerte con los hombres… Así que, ¿por qué no resignarme?
Durante los días siguientes, seguí trabajando con él. Al mediodía, me pedía que lo acompañara a comprar comida en lugares diferentes. Me decía que estaba cansado de la misma sazón. Y la gente, aunque no lo creas, le creía. De hecho, incluso mi tía, que trabajaba allí, nunca sospechó nada. Él se mostraba como lo que no era: una oveja en piel de lobo.
Con cada día, él quería llevar la relación a un plano más sexual. Yo tenía apenas meses de haber dado mi primer beso. No sabía nada de sexo. Pero él se portaba “bien”: me compraba helados, peluches, me abrazaba. Por fortuna, no era de los que besaban constantemente. Yo siempre le decía que la barba me incomodaba.
Me llamaba todas las noches. Cuando se fue a su país natal, me hacía llamadas internacionales para saber de mí. Así duramos como cuatro meses. Pero, aun así, no desarrollé un verdadero apego. Siempre lo vi como un señor mayor que mi papá.
Cuando regresó, su intención fue clara: quería que avanzáramos más allá de los besos. Me decía que comprendía que yo era virgen, pero que él tenía necesidades. Y que si yo quería, él me las podía satisfacer. Que solo tenía que poner de mi parte.
Aquí es donde empieza la manipulación emocional. Mezclaba dulzura con presión. Me trataba bien para luego culparme por no ceder. Me hacía sentir que la mala era yo.
Un día, durante una de nuestras salidas en su camioneta, se detuvo frente a un estadio muy conocido de la ciudad. Ya lo había hecho antes, pero esta vez dijo:
—Necesito que me ayudes con algo. Si no estás lista, esperaré. Pero al menos ayúdame, trata de complacerme.
Su tono fue suave. Persuasivo. Me convenció.
—Desabróchate el cinturón —me dijo, mientras él también se lo desabrochaba y corría el asiento hacia atrás.
—Ahora, ven encima de mí.
Ese día llevaba falda. No usaba ropa interior ajustada, solo cacheteros.
—Ok —le respondí.
Me subí a sus piernas. Me indicó:
—Deseo que te muevas muy lentamente, deslízate hacia adelante y hacia atrás.
Lo hice unas cuantas veces. Sentí cómo algo se endurecía en su pantalón. La falda me apretaba. Él la subió un poco, dejándola a la altura de mis caderas.
Me paralicé.
—Fea, no te preocupes, es para que estés más cómoda. Te prometo que no voy a tocarte allá abajo —asentí con la cabeza, sin estar segura.
—Ahora, deseo que cierres los ojos. Solo quiero tocar lo que está debajo de tu blusa.
—No. No voy a hacerlo.
Me miró preocupado. Volvió a usar ese tono dulce.
—Por favor, llevamos cuatro meses saliendo. No he estado con nadie. Solo eso. No tocaré nada más, te lo juro.
Yo también quería creerlo. Tal vez no me mentía. Tal vez sí. Pero al final, accedí.
—Ok. Pero si tocas algo más, me voy. Te lo juro.
Su cara se iluminó.
—Ahora, muévete despacio. Cierra los ojos.
Lo hice. Al poco tiempo, él mismo me los tapó. Y algo cambió. Sentí que mi cuerpo se movía solo. Que algo ardía dentro de mí. Su voz sonaba más grave. Más sensual. Como si no fuera él. Y eso me excitó aún más.
Me sentía como una barca sobre un río crecido. Cada vaivén me mojaba entera. Hasta que, en un momento, puso su boca en mis senos. Me incliné hacia atrás, y él aprovechó para morder mi pezón. Salté. De dolor y de placer.
Y entonces lo sentí. Me sentí en un orgasmo. Un orgasmo sin penetración. Sentí mi cuerpo jadear. Sentí cómo él se vino a los dos minutos.
—Gracias, fea. Muchas gracias —me abrazó por la cintura y recostó su cabeza en mi pecho.
Y yo... yo me sentí frustrada. Terriblemente frustrada. Me dejó a medias. Quería terminar, pero no sabía cómo decirlo.
—Okey —murmuré.
—Te llevo a la universidad. ¿Ya pagaste ese proyecto de 300 mil pesos o necesitas que te dé?
Y ahí fue cuando me sentí peor. Sentí que me estaban pagando por hacer venir a un viejo.
—No soy una puta. No me vuelvas a ofender así.
—Fea, no te estoy pagando. Estoy cubriendo tus necesidades. Eres mi mujer. Es lo mínimo que debo hacer.
—No. Ya cubres con regalos, comidas y salidas. Llévame a la U.
Iba frustrada, enojada y herida. Ojalá hubiera tenido más comunicación con mi mamá. Ojalá me hubiera enseñado a darle valor a mi cuerpo. Incluso a esa parte que yo aún no entendía, pero que ahora llamo “la amiga de abajo”.