Después de ese día en la camioneta, algo en mí cambió.
No sabría cómo explicarlo con exactitud, pero lo cierto es que mi cuerpo ya no era el mismo. Como si ese roce, ese contacto entre la piel y la ropa, ese movimiento torpe y ansioso, hubiese despertado una parte de mí que hasta entonces había estado dormida. Era como si mi cuerpo hubiera recordado que era un cuerpo. A pesar de todo el miedo, la confusión, el vacío… también había sentido algo. Una descarga eléctrica que bajó desde mi cuello hasta esa parte sensible, íntima, que nunca había sido tocada por otro.
Pero no voy a mentirme: también había miedo. Mucho. El temor a lo desconocido, al dolor, al juicio de los demás, al mío propio. Tenía pavor a la penetración. Solo pensar en ello hacía que se me encogiera el estómago. Aún no estaba lista. Y aunque parte de mi cuerpo comenzaba a reaccionar, mi mente seguía paralizada, dudosa, insegura.
Por alguna razón incomprensible, empecé a desarrollar ciertos sentimientos por el supervisor. No eran profundos, ni intensos. Pero estaban ahí. A veces me sorprendía esperando su llamada por las noches. Me gustaba cuando me decía "Fea", como si fuera un apodo que me hacía sentir especial. No puedo decir que me sentía enamorada, porque no era amor. Era más bien una mezcla extraña de afecto, dependencia y esa sensación de estar siendo cuidada. O al menos eso quería creer.
En la universidad todo seguía bien. Era una buena estudiante, cumplida, aplicada. Aún tenía mis amigos, mis clases nocturnas, mis proyectos. El trabajo temporal, ese que me había dado tanto qué pensar, terminó poco después. Lo que en principio fue un esfuerzo por mantener un ingreso, acabó dejándome con algo muy distinto: un hombre 24 años mayor que me llevaba a comer helados, me regalaba peluches y me contaba cómo había sido su día.
No fue encantador. Pero fue... algo. Una presencia constante.
Hasta que un día, todo cambió.
Recuerdo que me invitó a almorzar a su apartamento. Dijo que había pedido arroz con pollo, porque sabía que era mi comida favorita. El gesto me pareció dulce, casi tierno. Comimos en el comedor, hablamos un poco, y luego me invitó a acostarme en el piso con él. Había puesto una colcha sencilla, como improvisando un picnic en el suelo. Me acomodé a su lado y me puso el brazo para que recostara mi cabeza. Por unos minutos, solo descansamos. Sentí que podía cerrar los ojos.
Hasta que sus caricias comenzaron.
Primero fueron suaves, en los brazos. Luego, lentamente, subieron a mis pechos. Me alerté, mi cuerpo se tensó. Pero lo peor fue que, a pesar del susto, sentí cómo una corriente descendía por mi abdomen, directa a mi entrepierna. Me odié por eso. No por el acto, sino por la reacción. ¿Cómo era posible sentir placer en medio de la incomodidad? ¿Era normal?
Él debió notarlo. Se sentó y me pidió que me sentara encima suyo. No dije nada. Obedecí. Mi cuerpo seguía la orden aunque mi mente gritara en silencio. Me tomó por la cintura y comenzó a moverme hacia adelante y hacia atrás, contra su pantalón. Yo llevaba jeans, lo cual atenuaba el roce, pero igual sentí cómo su erección crecía. Lo noté. Lo sentí. Me estremecí.
Con la cara tensa, casi frustrada, se sentó de nuevo, pegó su cabeza a mi pecho y dijo:
—Fea, por favor. Yo sí necesito algo más… Ya no aguanto más.
Me rogó durante varios minutos. Perdí la cuenta de cuántas veces me dijo que me quería, que no me obligaría a nada que no quisiera, que solo necesitaba un poco más. Sus palabras eran dulces, manipuladoras, peligrosas. Al final, como muchas veces antes, cedí. Pero puse límites: no habría penetración. Tampoco sexo oral. Su única "opción", le dije, era que usara mis pechos. Me parecía lo menos invasivo, lo más “soportable”.
Aceptó sin dudar.
Me alzó y me llevó al cuarto. El corazón me latía como si fuera a salirse por la boca. Me temblaban las manos. Me besó los labios suavemente y me quitó la camisa. Me recostó sobre la cama, tomó sus posiciones, y comenzó a besarme los senos. Esa parte… no puedo mentir… sí me gustó. No me sentí invadida ahí. Me sentí… tocada. Y esa es una diferencia importante.
Luego sacó su miembro, lo colocó entre mis pechos y me pidió que los sostuviera con fuerza para poder moverse. Lo hice. Estaba en estado de shock, pero no me moví. Él se movía con rapidez, con precisión, como quien repite una rutina aprendida. En cuestión de minutos, sentí un líquido tibio resbalar desde mis senos hacia mi cuello. Se había venido encima. Literalmente.
No dije nada. Ni una palabra.
Él se levantó, fue al baño, trajo papel y me limpió. Yo permanecí inmóvil. Dejó de haber Joana. Era como si hubiera salido de mi cuerpo. Solo estaba el olor, fuerte, a semen y a algo parecido al cloro. Me sentía sucia. No por el acto… sino porque, en el fondo, había accedido. No había violencia, pero sí había un consentimiento extraño, moldeado por la culpa, por la necesidad, por el afecto disfrazado.
Le pedí que me llevara. Inventé cualquier excusa para salir de ahí. Cuando subí a la camioneta, me senté en silencio. No cruzamos muchas palabras. Pero entonces lo vi: unas gafas grandes y unas chancletas tiradas en el asiento de atrás. No eran mías. Ni de nadie que conociera.
Eran de otra mujer.
Lo supe de inmediato. Ese cabrón sí estaba con alguien más. Tal vez con varias. Tal vez por eso me insistía tanto, porque yo era la “nueva”, la “virgen”, la que todavía no se había rendido del todo. Y eso le daba morbo. Porque a los hombres como él, lo que les excita no es el sexo… es el poder.
Me sentí traicionada, usada, ridícula.
No dije nada. Me limité a mirar por la ventana, con la garganta cerrada y el alma enredada en un nudo. Quise llorar, pero me contuve. Quise gritar, pero ¿a quién? ¿A mí por tonta? ¿A él por cabrón? ¿A la vida por retorcida?
No lo sabía.
Solo supe que ese día, mientras el carro rodaba hacia mi universidad, una parte de mí comenzaba a morir. Una parte ingenua, crédula, ilusa… pero también tierna, amorosa, que creía que los hombres te protegían si te decían cosas bonitas.
Me pregunté si esto era amar. O si simplemente había confundido cuidado con afecto. Sexo con amor. Presencia con cariño.
Y supe, sin lugar a dudas, que no. No era amor. Era manipulación.
Y ese día, sin decir nada, juré que no volvería a permitir que nadie más me hiciera sentir tan vacía después de un acto tan íntimo.
Aunque la vida, claro, se encargaría de mostrarme que no siempre podemos cumplir lo que prometemos.