Estábamos en la habitación. La puerta cerrada. El aire frío del cuarto me erizó la piel. Fabian me besó la boca con ternura, con deseo, con respeto. No hubo prisa. No hubo presión. Todo fue tan natural que me sorprendió.
No recuerdo con claridad si fui yo o él quien sugirió que nos bañáramos. Creo que fue él, por su trabajo, por el sudor que traía encima. Salió del baño envuelto en una toalla, y luego seguí yo. El agua me tranquilizó un poco. Me ayudó a respirar, a aterrizar. Pero al salir y verlo ahí, esperándome, mi cuerpo volvió a temblar.
Me tomó de la mano y me acostó con delicadeza contra el espaldar de la cama. Me volvió a besar. Esta vez con más intensidad. Su piel, aún húmeda, chocó con la mía y sentí el contraste del frío con el calor de sus labios. Me besó el cuello, bajó por mis pechos y se entretuvo ahí, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Luego siguió bajando, lentamente, hasta mi vientre. Mis piernas comenzaron a temblar, y no podía controlarlo. Era una mezcla de nervios, deseo y miedo.
Él se percató. Se rió un poco, no para burlarse, sino como quien observa algo tierno. Me acarició los muslos y me dijo que no tenía que tener miedo. Abrió mis piernas temblorosas y, con un gesto de dulzura infinita, comenzó a besarme entre ellas. Por primera vez en mi vida sentí algo que no puedo describir con palabras. Era como si todo lo que había escuchado del placer se quedara corto. Un vaivén entre el gozo y la vulnerabilidad.
Lo hicimos un total de tres veces esa Noche. No sangré. Estaba muy excitada, muy conectada con su toque, con su ritmo. Y todo fue perfecto. Fabian no era un amateur, sabía lo que hacía. Hizo cosas que ni siquiera sabía que existían. Sexo oral, beso negro, posiciones que mi cuerpo apenas comenzaba a entender. Y en todas me dejé llevar. Probé su cuerpo también, lo besé, lo succioné, lo saboreé. Su olor, su sabor… me gustaron. El tamaño, el grosor… todo encajaba. Todo era perfecto. Nunca me sentí forzada. Nunca me sentí usada. Fue mi decisión, mi cuerpo, mi tiempo.
Cuando terminamos, se acostó a mi lado. Me abrazó por unos minutos. Después me dijo que se había sorprendido de que no hubiese sangre. No entendía bien por qué. Me llevó a la universidad, justo a tiempo para la salida. Entré por un portón y salí por otro. Mamá ya estaba esperándome.
Durante el camino a casa, mi mamá me miró. Como si me leyera. Como si supiera sin saber. Me dijo: “Hija, si algún día llegas a quedar embarazada, no lo vayas a abortar”. Me quedé callada. No supe qué responder. Era como si su instinto hubiera sentido que ese día había dejado de ser una niña. Que esa noche, oficialmente, me había convertido en mujer. Y no en ese cuento de los quince años, del vestido y la fiesta. No. Esta vez era real. Era una mujer que había entregado su cuerpo a alguien, no sólo por deseo, sino como un acto consciente, profundo, emocional.
Esa noche, José me escribió. Me dijo que no me había visto en clases. No le conté nada. Le dije que estaba ocupada. Nunca supo lo que había pasado. O tal vez sí, de alguna manera.
La mañana siguiente, llegué a la oficina temprano. A las 7:30 ya estaba ahí. Frank me vio entrar. Me miró fijamente. Sus ojos recorrieron mi rostro con detenimiento. Y luego soltó la frase que aún me retumba:
—Usted ya no es virgen.
Me congelé. Lo miré, fingí una risa nerviosa y le pregunté por qué lo decía.
—Te lo dije… —me respondió—. Se pierde un brillo en los ojos. Y tú hoy ya no lo tienes.
Ese comentario me atravesó. No porque me hiciera sentir mal, sino porque fue certero. Hay algo que se pierde cuando una mujer tiene su primera vez. Algo invisible. Algo que solo algunos ojos pueden ver. Y Frank lo notó. Y aunque nunca hubo nada entre nosotros más allá de la amistad, ese día sentí que me estaba leyendo el alma.
Lo pensé todo el día. ¿Había perdido algo más que una condición física? ¿Había entregado más de lo que creía? No me sentía mal. No me sentía vacía. Pero había cambiado. Y no podía volver atrás.
Esa fue mi primera vez. Con Fabian. El hombre que yo elegí. Fue decisión. Una afirmación de mi poder. Un acto íntimo que me permitió sentir que, por fin, tenía control sobre algo. Sobre mí misma.
Pero lo que no sabía era que después de ese día… la historia con Fabian recién comenzaba. Y con ella, también mis enredos emocionales, las culpas nuevas, los deseos escondidos y un torbellino de sentimientos que no podía detener.